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La muerte nos sienta tan mal

28/05/2023 - 

VALÈNCIA.  Ya sé que suena a estupidez, pero hubo una época en la que la muerte de un músico conocido constituía un hecho aislado. Esto se debía a una simple cuestión de lógica: el rock & roll nació hace setenta años y sus representantes eran, en su gran mayoría, tipos muy jóvenes. Nadie se paraba entonces a pensar qué ocurriría cuando llegara la vejez. De hecho, el rock & roll y la música pop han sido siempre la antítesis de la vejez. Son músicas que celebran la juventud, la apoteosis de la vida entendida como vía de disfrute. Morir no era un verbo que se conjugara en esas canciones salvo para crear figuras retóricas: te amaré hasta que me muera y cosas de ese estilo. Por aquel entonces, la muerte real de las estrellas del rock solamente se asociaba a los accidentes de carretera, avión o similares. Luego se añadieron a la lista aquellos provocados por un empacho de drogas y alcohol. Pero en los años sesenta era raro leer que una estrella del rock había fallecido a causa de un tumor o de algún otro mal devastador. Se morían Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison para, acto seguido, ser declarados mártires. Criaturas casi divinas que, en su ejercicio del hedonismo, perdieron la vida lo mismo que si fuesen solados luchando por una causa justa. Nunca nadie se paraba a pensar cuánto de soledad, frustración o explotación habías tras aquellos cadáveres. Si eras Jim Morrison, la recompensa por dejar este mundo era que tu prestigio quedaba ya unido para siempre a la posteridad. Seguramente, los que pensaban “anda que no hay que ser gilipollas para autoinmolarse de ese modo” constituían una desagradable minoría.

En los años sesenta y setenta, la muerte era casi un hecho ilusorio en el mundo de la música pop, donde se abogaba por el disfrute y rara vez se pensaba en la ancianidad. Un día, Paul McCartney fantaseó un poquito con lo que pasaría cuando cumpliera los 64, y eso fue todo. A la vejez se la veía como algo incompatible con el rock & roll. Entonces, a finales de los sesenta, Nick Cohn escribió aquello de que los Stones “existieron para tener éxito en un momento dado y luego desaparecer. Y si les queda algún sentido de la elegancia, se matarán en un accidente aéreo tres días antes de cumplir los treinta”. Como todos sabemos, los Stones han preferido o bien retirarse a tiempo –Bill Wyman- o bien fallecer por causas naturales –Charlie Watts-, consiguiendo el efecto contrario del eslogan original de “vive rápido y muere joven”. Eso incluye también el papel de Jagger y Richards que, al exponer su longevidad sobre los escenarios, ha acabado convirtiéndose en un subtexto realmente extraño que nos está diciendo algo que nos negamos a escuchar. Envejecemos junto a nuestros ídolos -da igual que sean los Stones, Patti Smith o los Pixies- así que, mientras sigan moviéndose por los escenarios, seguirán proyectando la ilusión de que nosotros también vamos a seguir vivos. 

Con lo que no contábamos fue con que las palabras de Cohn adquirieran un sentido ligeramente distinto al que él quiso darles en su momento. Este giro se dio en 1980, cuando sobrevino el primer suicidio que tuvo impacto en el gremio. El 18 de mayo de dicho año, Ian Curtis, cantante de Joy Division, se ahorcó en el salón de su casa. Ahí quedó patente que el rock o lo que fuera ya ese tipo de música, también era un recipiente de angustia. Unos meses más tarde, Mark Chapman inauguró una nueva modalidad de defunción para músicos: el asesinato. Desde entonces, las estrellas tomaron las medidas pertinentes, contrataron guardaespaldas y mantuvieron la distancia con los fans; afortunadamente, ningún admirador demente ha vuelto a matar a nadie, lo cual no significa que no haya habido alguno más dispuesto a ello. Catorce años después de la muerte de Curtis, otro artista que ya no podía más, Kurt Cobain, se pegó un tiro. La sacudida fue enorme y a nivel mundial. Esta vez el suicidio lo había llevaba a cabo un ídolo a escala mundial, no un cantante de un grupo de culto que comenzaba a despegar. Luego fuimos viendo que Cobain no estaba solo. Pertenecía a una generación traumatizada que usaba las drogas duras para paliar un dolor existencial que terminaba devorando a sus miembros.

Todas estas y otras defunciones se produjeron en una época en la que la muerte de los músicos era, por así decirlo, una novedad. Hoy, la muerte de los artistas es tan habitual como el parte meteorológico.  Y no contábamos con ello. La posibilidad de que deidades como Bowie o Prince pudieran desaparecer de la faz de la tierra era algo que ni siquiera nos planteábamos. En todo caso, las papeletas para ganar la rifa definitiva las tenían los de siempre, Keith Richards y otros crápulas históricos. Teníamos asumido que Bette Davis o Kirk Douglas podían morir de viejos –el cine juega con la ventaja de ser una forma de expresión artística mucho más antigua que el pop-, pero a nadie le dio por pensar lo mismo acerca de Leonard Cohen. Algunos –cada vez más- de los músicos a los que admiramos, o tienen edad de sobra para jubilarse o son eso que normalmente denominamos persona de edad provecta, una categoría vital que no parece casar bien en el contexto del que hablo. A excepción de Cher, que cada día que pasa está más joven, el resto de las estrellas pop procedentes del siglo XX ha engordado o se ha quedado sin pelo. Pero mientras estén vivos iremos a verlos porque, repito, si ellos siguen ahí arriba eso quiere decir que nosotros seguimos aquí abajo. Y como ahora todo va más deprisa y la saturación informativa es absoluta, los lutos duran lo que duran y, en su gran mayoría, sirven para que los usuarios anónimos de las redes sociales tengan algo que contar. Y les desean a los muertos buen viaje, como si en vez de palmar se hubiesen ido a pasar un puente a Andorra, o los animan a que vuelen alto, como si fuesen avionetas. O les desean un feliz cumpleaños cuando resulta que llevan lustros en algún mausoleo o como materia desintegrada que a saber con qué otra materia se habrá fundido. 

La última en pasar a formar parte de este censo ha sido Tina Turner. Una mujer dueña de una fuerza sobrehumana que fue maltratada tanto por su primer marido, Ike Turner, como por una vida que se negó a darle lo que merecía cuando tocaba. Tina Turner conquistó a millones de personas con sus discos más blandos, pertenecientes todos ellos a una época -los años ochenta- en la que los grandes astros del rock hicieron sus peores obras. El éxito tardío le hizo justicia y ella, a su vez, hizo historia. Tina Turner era un personaje fundamental para el pop, pero sus trabajos más valiosos están prácticamente ausentes en esa despedida masiva que se ha producido en las redes sociales. Morirse siempre es una cabronada, pero que todo el mundo hable de ti porque toca es cabronada y media. La única ventaja de esto es que, como la has diñado, no puedes cabrearte.

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