VALÈNCIA. La luna valenciana no se asomó anoche sobre el lago. Y la pequeña protagonista Rusalka tuvo que implorar a una lámpara de techo que su amado le recordara en sus sueños, en el magnífico canto a la luna, momento sublime de esta ópera postromántica del bohemio Antonín Dvorák, uno de los compositores europeos del XIX más importantes. Bien conocido por sus sinfonías, fue en realidad amante del género operístico, y muy admirado por esta Rusalka, penúltima de sus 10 óperas, consagrada como la gran pieza lírica de la escuela nacionalista checa.
Anoche, a unos 70 metros del escenario de Les Arts, la espléndida escultura de Neptuno -obra de Toni Marí-, el Vodník de la mitología griega que emerge del lago del resurgimiento del Turia en su jardín junto al bosque de rosales, quedó con el tridente elevado, en tensión creciente, al ver cómo la magia de Rusalka no estaba en el Reina Sofía, y cómo además, de nuevo se consumaba el desprecio a hacia los asistentes, privándoles de un programa en mano completo. ¿habrá Ježibaba hechizado a algún mandamás?
Cualquier teatro de cierto nivel está obligado a entregarlo en la entrada, si quiere y sabe valorar a sus clientes, y además, quiere de verdad, forjar su historia, cuidar su imagen, y laurear su trayectoria. ¿O es que no quieren?
En el seno de una familia modesta, el padre de Antonín Dvorák quería hacer del chaval un buen carnicero. Pero él se enamoró de la música, y con el hechizo que le marcó su verdadera vocación, emprendió la aventura lejos de su entorno. Tuvo suerte de encontrarse con un príncipe de la música llamado Brahms, y su carrera despegó de tal manera, que al volver a casa, ya era un experto compositor admirado y querido por todos.
Bien hizo Antonín en cambiar los cuchillos por el violín y las partituras, pues de lo contrario, no podríamos disfrutar de su música, y en concreto, de este “cuento de hadas lírico en 3 actos” Rusalka, obra maestra de 1901, de libreto soberbio, y construida con materiales tradicionales como son las melodías del folclore checo y eslavo, y otros más modernos como su elaborada orquestación, y el uso extraordinariamente llamativo de los leitmotiv, desde el mismísimo inicio, en juego deslumbrante de fina hechura.
Cuatro años antes de su muerte, a Dvorák le fue ofrecido el magnífico libreto de su compatriota el literato simbolista Jaroslav Kvapil que había escrito con la inspiración, -entre otras obras-, del cuento de La sirenita de Andersen. El músico lo tomó como oro en paño, pues detectó toda la magia que en él había, y apreciando su magnífica construcción literaria, puso manos a la obra, para en algo más de 4 meses, tener la ópera encima de la mesa.
Los símbolos esenciales
Tanto Kvapil como Dvorák se empeñaron en crear una obra mágica y onírica, sobre el encuentro entre el mundo de los hombres, y el fabuloso de las ondinas de los fríos lagos. Y quisieron, además, abordarlo en el entorno de un lago, donde las ninfas habitan y se recrean, y en cuyo borde discurren los humanos que acuden a disfrutar de la naturaleza. Por eso en el texto se habla del agua, de las olas, de las profundidades, de los peces dorados, de la espuma, de las cañas, del bosque, y como no…de la luna que brilla en lo alto. No son objetos, sino símbolos esenciales de lo fantástico esculpidos en el texto, ¡y en la música!
Y por eso, la partitura en su íntimo abrazo con el texto, está repleta, -incluyendo los propios leitmotivs-, de recursos arpegiados y formas ondulantes, que describen esa naturaleza, ese espacio tan concreto, y esa luna imprescindible. Cuando en esta coproducción valenciana de Christof Loy no hay agua, ni olas, ni bosque, ni un solo árbol, y por supuesto, tampoco luna, se practica indebida y peligrosamente un intento de conceptualización de la obra, que consigue apartarse de ella, y alejarla del espectador. El trabajo del regista falla, porque renuncia a la esencia.
Y por eso, ayer en Les Arts, no hubo magia, porque la quitó el alemán, quien no lleva a cabo una adaptación, -asunto siempre interesante y deseable en la ópera-, sino más bien, practica una fraudulenta reversión. Y es que con su lectura unívoca se diluye el encuentro de esos dos mundos, donde la simbología es parte inherente para los sentimientos encontrados. Por eso yerra el muy laureado Loy. Y es que hay que innovar para aportar, pero nunca para restar. Estoy seguro que esto le dirían al regista los señores Dvorák y Kvapil.
Se presentó muy estáticas y frías escena e iluminación, desatendiendo con ello el lirismo y la dimensión poética de este profundo drama fantástico. Se utilizó permanentemente un único decorado para los 3 actos, que bien puede servir para los 3 actos de la próxima ópera en cartel. Muchas ocurrencias y pocas ideas, y una estupenda dirección, eso sí, en el movimiento actoral.
La ausencia de magia y emoción fueron enmendadas por el texto, y la gloriosa y excelsa música de Dvorák llena de melodías de gran fuerza emotiva, ondulante, descriptiva, cinematográfica, y tremendamente expresiva, donde estaba Brahms, Puccini, y su admirado Wagner. Por eso el público disfrutó. Por eso, y porque esa música salió de un foso donde trabaja la mejor orquesta de los teatros líricos españoles, que ayer deslumbró a todos una vez más con mil colores, y sonidos envolventes, y limpios.
Al frente de todo eso estuvo el joven Cornelius Meister, quien dijo a los profesores cómo hay que interpretar una Rusalka vibrante, acuática, tierna, profunda y febril, hasta el éxtasis final, con la ayuda de lujo permanente en la parte de los instrumentos de viento. De gestos generosos y tranquilos para algunas sutilezas, dejó sin explorar ciertos refinamientos poéticos y tímbricos de la partitura. Y ovidó el necesario equilibrio con las voces sobre el escenario. Un Ferrari también está obligado a ir a 50 decibelios cuando la partitura lo requiere.
El imponente Coro de la Generalitat Valenciana cumplió en sus partes internas, como también sobre las tablas los coprimarios Daniel Gallegos, Manel Esteve, Laura Orueta, Cristina Toledo, Laura Fleur, y Alyona Abramova en sus respectivos papeles, siendo varios de ellos alumnos del centro de perfeccionamiento llamado antes Plácido Domingo. Destacable el lirismo del terceto final de las ninfas, el canto cuidado y el muy profesional saber estar en tablas del barítono Gallegos, y la voz hecha y bien resuelta y proyectada en todos los registros de Manel Esteve.
Poderosas voces frías
Sus voces fueron tapadas por momentos por la orquesta, al igual que el resto de solistas, todos ellos dueños de poderosas y afiladas voces frías, y tan dotadas de generoso volumen, como exentas de sutilezas canoras. Rusalka fue una entregada Olesya Golovneva, soprano poseedora de buenas dotes de actriz. Su voz es muy resolutiva en la parte media y alta, y es capaz de emitir atronadores agudos. Con un timbre romo falto de armónicos, y buen control del fiato, hizo un canto ancho, sin poder abrazar ni al príncipe ni a los graves porque también se le deslizan. Pudo aportar algo más de misterio al arpegiado y delicioso momento de invocación a la luna en el famoso ‘Měsíčku na nebi hlubokém’ del primer acto.
Su amado príncipe fue encarnado por el tenor Adam Smith, quien mostró tanta inseguridad en los pasajes de registro como en sus amores. De cierta irregularidad por lo heterogéneo de su vocalización y color, en la parte alta emite bien y encaja una buena emisión. Acertado en lo escénico, destacó por su voz de timbre frío y buen temple, adecuados para platear el do sobreagudo limpio del tercer acto, y para dibujar antes el ‘Bilá moje lani!’ con seguridad.
Vodník fue interpretado por el bajo de volumen y proyección limitados Maxim Kuzmin-Karavaev, quien practicó buena línea de canto. En la bellísima aria del duende de las aguas, mostró su voz homogénea, y bien timbrada hacia lo oscuro. Sufrió mucho con una orquesta que por momentos lo eclipsó por el desequilibrio operado por Meister, que no por una pócima de la hechicera dedicada a la venta de entradas.
Ježibaba fue encarnada por Enkelejda Shkoza, mezzo de voz recia y desigual, con buen a proyección arriba. Comparte buen volumen y vibrato con Sinéad Campbell-Wallace, como la princesa extranjera, soprano dramática de voz ordenada. Carente de graves, se mostró bien desenvuelta sobre las tablas.
En su intento, Rusalka llevó su condena. ¿Dónde está la magia del verano cuando florecían los nenúfares?, se pregunta al final la protagonista, rota de dolor por una decisión equivocada, que la devuelve al teatro hundido de Loy. Y es que ayer no hubo marcha nupcial sino orgía sexual. Y la luna no se asomó en el lago sobre el reino de las aguas. Y tampoco hubo bruja, sino taquillera. Ni gota de agua, ni pizca de misterio.
Pero hubo música. Mucha música. En Les Arts, escuchando Rusalka, -de excelsa y fluida partitura de corrientes y remolinos cromáticos, y de sorprendente continuidad del tejido musical-los aficionados se quedaron a la luna... a la espera de un amanecer donde poder entrar en el mundo de la magia. Y donde haya programa de mano.
FICHA TÉCNICA
Palau de Les Arts Reina Sofía, 30 enero 2024
Ópera RUSALKA
Música, Antonín Dvorák
Libreto, Jaroslav Kvapil
Dirección musical, Cornelius Meister
Dirección escénica, Christof Loy
Escenografía, Johannes Leiacker. Vestuario, Ursula Renzenbrink
Iluminación, Bernd Purkrabek. Coreografía, Klevis Elmazaj
Orquestra de la Comunitat Valenciana
Coro de la Generalitat Valenciana, director Francesc Perales
Rusalka Olesya Golovneva, El príncipe Adam Smith
Vodník Maxim Kuzmin-Karavaev, Ježibaba Enkelejda Shkoza
La princesa extranjera Sinéad Campbell-Wallace, El cazador Daniel Gallegos
El guardabosques Manel Esteve, Pinche de cocina Laura Orueta
Las ninfas Cristina Toledo, Laura Fleur, Alyona Abramova