El gobierno presidido por Pedro Sánchez ha anunciado su intención de reformar la actual legislación a fin de revocar los casi cuarenta títulos nobiliarios que creó en su día el dictador Francisco Franco para ennoblecer graciosamente, como si fuera un Rey o un Emperador del año 800, a sus amigos y secuaces. Pues no sólo la nieta del general insurrecto, Carmen Martínez-Bordiu, sigue ostentando el ducado de Franco creado por su abuelo a fin de gratificar a sus descendientes, sino que también los herederos de dieciséis de los militares sublevados contra el gobierno legítimo de la Segunda República española mantienen los privilegios de honra y hacienda correspondientes. Algo así como si los nietos de Ribbentrop, Hitler, Goebbels y, por qué no, Rudolf Hoess, pasearan hoy por las fiestas nocturnas de Berlín los títulos nobiliarios debidos a los méritos políticos y militares de sus abuelos.
Las intenciones del Gobierno han suscitado la encendida protesta de quienes mantienen la necesidad de respetar los símbolos y reconocimientos del franquismo no sobre la base de su franquismo, eso nunca, sino sobre la base de su historicidad, como si fueran las pirámides de Egipto creadas cinco mil años atrás y no las disposiciones de un BOE ilegítimo redactadas hace tres generaciones.
Lo más interesante de todo es que el deseo expresado por el Gobierno socialista de “sanear” la nobleza española parte de un error de apreciación histórica, pues la aristocracia y la nobleza fueron siempre hijas de la violencia desnuda. Sólo lo reciente de la creación de la “nobleza de Franco” nos la hace aparecer como impropia o insolente; sólo la falta de perspectiva histórica convierte estos títulos nobiliarios en una suerte de obscena farsa de lo que otrora fue digno y elevado, cuando en realidad ya en origen procedía del abuso y el expolio de la guerra.
Respecto al honor y prestigio nobiliarios, China nos ofrece la divisa del origen violento de la luego elegante nobleza: la voz “hombre noble”, chün tzu, era en tiempos primitivos el hombre a caballo ejercitado en el uso de las armas capaz de someter a los labradores inermes. También en la Europa cristiana quedan numerosas huellas de la sangre primigenia. El marqués era el guarda de una marca; la palabra “duque” significa, simplemente, coronel, “conde” designa al socio o secuaz (comes) que seguía al soberano en sus expediciones predatorias y “emperador”, comandante en jefe.
La antigua jerarquía militar invasora o expansiva se transformará en nobleza civil de los nuevos territorios conquistados y la función guerrera de la nobleza feudal dará lugar a la clase de propietarios de vastas tierras y plebeyos sometidos al cepo del tributo. La buena imagen de la nobleza, clase ociosa por definición, se justifica en parte porque estaba compuesta por caballeros. A su vez, el término “caballero” mismo viene orlado de un aura luminosa. Cuando un varón actúa con dignidad, se dice aún hoy que es o se comporta “con caballerosidad” o “como todo un caballero”. Como vemos, la dignidad o la honradez se hallan vedadas a la infantería. Por ello empleamos el adjetivo “pedestre” de lo que se hace a pie para designar lo “llano, vulgar, inculto, bajo” (DRAE). De tal forma la vileza del mercenario cobra dignidad cuando se lo llama “caballero de fortuna”, locución novelesca que no significa sino mercenario montado. El aura de caballerosidad en torno a la testa de los hombres a caballo está hecha, sin embargo, de láminas de oro falso batido por la ideología estamental. Gracias a la celebrada edulcoración de la chivalry, para el común de las gentes los caballeros medievales tenían la misión de enfrentarse a los infieles y malvados y auxiliar a los más débiles, rescatar doncellas o socorrer viudas, una imagen que reflejan los idealizantes libros de caballería de los siglos XV y XVI. Sin embargo, el caballero fue en realidad una suerte de sicario o capataz del sire o señor, un encargado de afianzar su poder sobre los siervos sometidos.
El mallorquín Ramon Llull expuso en el siglo XIII la función del oficio caballeresco con una luz tan diáfana que oscurece al toque todo el oropel de la legitimación heroica del orden imperante: “Oficio de caballero”, explica en el Llibre de l’orde de cavalleria “es mantener y defender su señor terrenal, pues ni el rey, príncipe ni alto barón sin ayuda pudiera mantener la justicia en sus vasallos; por esto si el pueblo o algún hombre se opone a los mandamientos del rey, o príncipe, deben los caballeros ayudar a su señor, que por sí solo es un hombre como los demás, y así el mal caballero, que más ayuda al pueblo, que a su señor; o que quiere hacerse dueño y quitar los estados a su señor, no cumple con el oficio, por el cual es llamado caballero”.
Desde el mismo origen de la economía señorial, los titulares de la caballería fueron, en tanto milicia doméstica del señor o dominus, el eje de la explotación laboral del feudalismo. Como explica el medievalista Georges Duby, los numerosos caballeros prestaban servicios a los pocos señores o grandes, de quienes eran vasallos, a cambio de sus mercedes, y juntos formaban el laicado de la clase dominante: “Hay que considerar estos caballeros vasallos los agentes de la explotación laboral […] Fueron los caballeros quienes […] obligaron al campesinado a plegarse a su yugo, a cumplir la nueva función de labor, de trabajo productivo que le asignaba el poder […] [en algunos lugares] periódicamente, el escuadrón caballeresco conducido por el guardián del castillo patrullaba por la pequeña principalidad o distrito […] de la fortaleza, aterrorizante exhibición de fuerza cuya finalidad era reavivar entre los campesinos aquel “espanto” que Isidoro de Sevilla había dicho ser verdaderamente saludable porque impedía pecar a las personas, incitando a los villanos (manants) a pagar sus impuestos”.
La altiva opresión de los hombres de armas sobre los campesinos desarmados puede predicarse también del noble como secuaz a caballo del rey o gran señor. Tras apoderarse este de las tierras por la fuerza, entrega a sus habitantes a un capitán o jefe de mesnada que lo ha asistido en sus incursiones bélicas. Se concede una parcela al campesino a cambio de que la trabaje sin remuneración para el jefe militar, y por tanto, para el rey o gran señor del que aquel es vasallo. Toda la riqueza fluía de bajo y se repartía entre los de arriba. Sólo espíritus perspicaces como Chamfort han podido levantar la alfombra nobiliaria para ver la ceniza funeral que desde el principio acumulaba debajo: “La nobleza, dicen los nobles, es un intermediario entre el rey y el pueblo… Sí, como el perro de caza es un intermediario entre el cazador y las liebres”. En realidad, el origen de la aristocracia cristiana se encuentra en la práctica de extorsionar y avasallar a los inermes para ahorrarse la dura carga del trabajo. El vasallaje de los productivos campesinos no es una consecuencia de la existencia de nobles que protegen súbditos desamparados, sino que su esencia es la contraria: el pillaje organizado de los señores y caudillos que afianzó la división sociopolítica entre dominados y dominantes.
La vigencia de los títulos nobiliarios concedidos durante el franquismo daña la vista, pero sólo el medio milenio que ha transcurrido desde la concesión de los títulos nobiliarios concedidos por Fernando III nos hace olvidar su origen violento y parasitario.