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La obra de arte que robaría... Nadar

Culturplaza propone un juego a distintos agentes del ámbito artístico de la Comunitat Valenciana. La pregunta es simple: ¿qué obra de arte robarían? ¡Empieza el atraco!

23/07/2023 - 

Atracador

Nadar

Botín 

El imperio de las luces, de Magritte (1953)

Recuerdo descubrir las pinturas del señor René Magritte y, automáticamente, sentirme transportado a otro mundo. Había visto algunas de sus pinturas antes, tan presentes en la cultura popular y sin contexto (Ceci n'est pas une pipeLe fils de l'homme, etcétera), pero no fue hasta la universidad que empecé a entender su discurso pictórico. Por cuatro duros me hice con una antología de su obra. La ojeaba con la ansiedad y el jolgorio propios del descubridor: definitivamente, había algo en él que me influía. Y cuando esto pasa, arrasa con todo. Magritte plantea un juego (múltiples, en realidad), en apariencia simple, que conectó conmigo de una forma poderosa y, por qué no decirlo, algo romántica. Tiempo después, como todo en la vida, el pintor belga pasó a ser una piedra más del inconcluso muro que todo artista gusta en llamar (no sin un ligero escepticismo) "sus influencias". Me olvidé de Magritte, sin más. Soy lo peor. Y mi vida siguió...

Hace algún tiempo tuve la oportunidad de visitar en Bruselas el museo dedicado a su persona y que con gran acierto llamaron Musée Magritte. Pese a la sensación de nostalgia que me invadía viendo la colección, constaté que el hechizo se había perdido. No me entendáis mal: me gusta Magritte. Pero ya no me hacía vibrar como lo hizo en su momento. A la salida, como en la mayoría de los museos, se encuentra la tienda de regalos, de obligatoria visita si tu idea es poder abandonar el museo (¡qué listos!). Había reproducciones de muchas de sus obras, la mayoría en sorprendentes e inadecuados soportes. Y, de pronto, allí estaba. Como un viejo amor. El corazón se me aceleró. ¿Cómo había podido olvidarla? ¡Era una de mis pinturas preferidas! Había estado completamente obsesionado con ella en la universidad. Por un instante sentí pánico, pensando que la pieza estaba en el museo y que no la había visto. Consulté rápidamente al personal y descubrí con alivio que estaba (y está) en otro museo. Por desgracia, mis compromisos hacían imposible que pudiera visitarlo antes de marcharme.

Estoy hablando de la pintura más célebre de la serie que empezó Magritte en 1953, titulada El imperio de las luces. El pintor nos plantea aquí una sencilla disonancia: un paisaje nocturno bajo un cielo diurno. No hay figura humana, es una estampa misteriosa y tranquila, pintada con la sobriedad y el realismo propios del artista. Parece no querer llamar la atención, y sin embargo me resulta hipnótica. Cuando la miro hago un pequeño viaje: puedo oler la fragancia de los árboles, escuchar el rumor del agua, notar en mi piel la atmósfera y la quietud del lugar, imaginar a las personas que habitan la casa, simplemente sugeridas por la luz anaranjada y tenue de las dos ventanas... Es algo visceral, carente de reflexión, epidérmico, puramente contemplativo. 

¿Por qué me ocurre? La respuesta es pedestre: ni idea. No obstante, soy consciente de que es una sensación muy valiosa. Quizá (perdonadme la soberbia), la más valiosa. No es fácil que suceda, al contrario, es un logro absoluto, un hito, una hazaña. Se trata del sueño de todo artista: conseguir que el espectador transite hacia otro espacio, otra realidad, otra dimensión. Si esto sucede, las palabras están de más.  Antes de abandonar la tienda, adquirí una reproducción de la pintura y desde entonces preside una de las paredes de mi estudio. En general no me gustan las reproducciones, pero este caso es excepcional. Y así seguro que no me volveré a olvidar de ella. 

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