Dirigida por Ton Koopman, la Orquesta de Valencia brindó este viernes una de sus mejores aproximaciones al repertorio barroco y clasicista
VALÈNCIA. Ambos estilos han sido, precisamente, los que más se le han resistido en la ya larga trayectoria de esta formación, que ha cosechado casi siempre sus mayores éxitos en la música del siglo XIX y las primeras décadas del XX.
Las tendencias interpretativas actuales, de las que Ton Koopman es un destacado representante, reservan, por otra parte y cada vez más, la música anterior al XIX a formaciones especializadas, que la ejecutan con instrumentos originales, agrupaciones más pequeñas y una fidelidad más estricta a las partituras. Aun así, cualquier orquesta que se precie debe ser capaz de abordar la música del XVIII con un buen nivel de calidad, pues su ejercicio proporciona una sonoridad y una precisión también indispensables en el repertorio posterior. Por eso, desde éstas y otras páginas, se ha insistido en la necesidad de que la Orquesta de València trabajara el repertorio del Barroco y del Clasicismo con mayor frecuencia.
Distintos directores han puesto a la formación valenciana, de vez en cuando, ante partituras del siglo XVIII. Con mayor o menor fortuna. Pero, en términos generales y salvo excepciones, no se pasaba de una correcta mediocridad. Faltaba siempre, o casi siempre, la transparencia en el tejido sinfónico, el ajuste métrico meticuloso, la claridad en el contrapunto y una gama dinámica tan rica como delicada. Porque, si no es así, ni Bach, ni Handel, ni Mozart ni Haydn –por citar sólo los nombres más conocidos- salen bien parados, pues resultan también afectados el fraseo y la expresión. En resumen: se quedan demasiadas cosas en el tintero.
La orquesta se enfrentaba esta vez a partituras complejas. En primer lugar, el Oratorio de Navidad de Bach, aunque sólo se ofrecieron dos de las seis cantatas que lo componen. En la segunda parte, la sinfonía 41, última de las que compuso Mozart. Y lo hacía con efectivos muy reducidos: 34 instrumentistas para la primera y 36 en la segunda. Una plantilla tan pequeña favorece la sensación de ligereza, la transparencia sonora y los tempos más rápidos con que sonaba la música de este periodo. Pero, a cambio, la exposición de los músicos es mucho mayor: cualquier pequeño defecto, cualquier nota mal dada se percibe inmediatamente, sin que pueda enmascararse en la densidad de un grupo más grande. Quizá por eso mismo, los instrumentistas elevan, consciente o inconscientemente, el nivel de autoexigencia.
La buena noticia es que se consiguió el día 11 un ajuste impecable en los principios y finales de frase, algo muy difícil de conseguir en el repertorio del XVIII, por el tipo de textura, sobre todo con Mozart. El contrapunto entre las secciones de la orquesta, salvo despistes ocasionales debidos especialmente a las trompetas, también se edificó correctamente. Cosa distinta fue la conjunción con el coro (Coral Catedralicia de Valencia). Esta formación, a pesar de su indudable esfuerzo, no es un coro profesional, y no alcanza la altura requerida por la exigente partitura de Bach. Al menos en varios de los números que la componen. Hubo pasajes polifónicos donde la métrica parecía cogida con alfileres, por no hablar del escaso empaste de las voces.
Tampoco los solistas, con excepción del barítono Klaus Mertens (un nombre señero en la interpretación de las Cantatas de Bach)) y, en cierta medida, Tilman Lichdi (tenor), estuvieron a la altura de lo conseguido por la orquesta junto a Ton Koopman. Que fue, ni más ni menos, lograr que Bach sonara a Bach y Mozart sonara a Mozart. Y no es poco. La belleza de Mozart es directamente proporcional a su fragilidad: se estropea con cualquier cosa, como la piel de un bebé, preciosa pero extremadamente delicada. Bach es mucho más sólido. Pero tiene también unos requerimientos muy particulares, que es preciso conocer.
Ton Koopman conoce muy bien a ambos. Su currículo da pruebas sobradas de ello. Sorprendió su trabajo en València por la capacidad para extirpar, con unos pocos ensayos, problemas de ajuste y de dinámica que parecían ya endémicos. A pesar de que no es una de esas batutas con gran capacidad de transmisión emocional, lo que es indudable es su técnica para eliminar obstáculos previos a cualquier emoción, obstáculos que los músicos conocen muy bien, pero que están abonados por la rutina laboral: los leves pero desagradables desajustes, la afinación descuidada, la pereza para variar el volumen, la consecución de un vibrato adecuado a cada época, la falta de interés por la obra interpretada...
Encontramos este viernes, por el contrario, a la Orquesta de Valencia teniendo en cuenta todos esos parámetros. Como la hemos visto otras veces con Mahler o con Debussy, entre otros... ¡pero no con Mozart ni con Bach, asignaturas fundamentales que tenía pendientes!
Se percibía, además, que los músicos se sentían contentos y seguros con Koopman. La conclusión, entonces, sólo puede ser una: ponerlo más veces al frente de una orquesta cuyos déficits ha demostrado que podía solventar. No se trata de crear “otro Biondi”, como pasó en la orquesta de Les Arts, Se trata de solucionar viejos problemas de ajuste y de dinámicas con las herramientas que se han demostrado útiles.
Y Koopman ha sido, sin duda alguna, una magnífica herramienta para que la agrupación decana de València se enfrente a Mozart y a Bach con la solvencia necesaria.