El programa ofrecido este domingo en el Palau de la Música, con dos obras de Mahler, consiguió resultados contrapuestos: una interpretación modélica en el Adagio de la Décima Sinfonía dio paso a una lectura bastante anodina de La canción de la tierra. Ambas partituras pertenecen, además, a la última etapa del compositor, y a un universo emocional cercano entre ellas, aunque no idéntico
VALÈNCIA. Fue este uno de los dos programas dobles que ha ofrecido esta temporada el auditorio de la Alameda. El anterior estuvo también centrado en Mahler, cuya Sinfonía núm. 2 inició la temporada el 19 y 20 de octubre. El de ahora, con el Adagio de la Décima y La canción de la tierra, se sirvió los días 8 y 9 de febrero. En todos los casos fueron intérpretes los profesores de la Orquesta de València y su titular actual, Ramón Tebar. Las voces, naturalmente, variaron: se oyeron las de Arantza Ezenarro, Ana Ibarra, el Orfeón Pamplonés y el Universitario de València en octubre, y las de Gregory Kunde y Zandra McMaster este mes. La reseña que se presenta aquí corresponde a la actuación del día 9.
No se siguió en la velada el orden cronológico de las obras, interpretándose en primer lugar el Adagio de la Décima Sinfonía y, luego, La canción de la tierra. Cuando murió, en 1911, Mahler dejó inacabada aquélla, aunque su Adagio inicial estaba prácticamente concluido. Los otros movimientos se encontraban esbozados en mayor o menor medida, y, tras varios intentos, la reconstrucción debida a Deryck Cooke ha permitido la interpretación completa de la obra, aunque existen opiniones diferentes en cuanto al acierto de este trabajo. Pudimos escuchar en València esta “versión ejecutable” (como la denominaba el propio Cooke) de la sinfonía completa, con Eliahu Inbal dirigiendo a la Orquesta Filarmónica Checa (mayo de 2010). El Adagio en solitario ha sonado más veces, pero tampoco demasiadas, la última de las cuales el pasado sábado.
Quizá no se toque mucho porque su tristeza es tan profunda que resulta difícil de soportar. También porque Mahler se asoma en él, aun manteniéndose fiel a sus constantes estilísticas, al lenguaje expresionista y atonal que habría de enarbolar la Segunda Escuela de Viena. Lenguaje que todavía hoy asusta y disgusta a un sector considerable del público.
Todo ello pudo influir en dejar para después La canción de la tierra, escrita algo antes (verano de 1908), obra reveladora, como el Adagio, del estado de ánimo del compositor, que ya era consciente de la grave enfermedad cardiaca que padecía. Sin embargo, hay en ella, todavía, alguna ventana abierta, no a la esperanza, sino a la comunión con una Naturaleza que siempre permanece, inmutable pero viva, siguiendo sus propios ciclos. Estamos ante una partitura que se interpreta en más ocasiones, a pesar de sus considerables dificultades, una partitura que el público conoce y aprecia, y que no deja el corazón tan encogido como el Adagio de la Décima Sinfonía. Recordemos, por otra parte, que entre ambas se encuentra la Sinfonía núm. 9, obra donde la muerte no está todavía asumida, mientras que en la Décima parece ya estarlo, al menos en cierta medida. La Novena se escuchó el pasado enero en la misma sala.
En La canción de la tierra, además, el tenor era Gregory Kunde, cantante de gran renombre que actuaba por primera vez en el Palau de la Música: un motivo más para ponerla de colofón, asegurando así que el público marchara contento a casa.
Pero el directo da sorpresas. Y aquí las hubo. Muchas. Por contraste casi todas. En primer lugar, a causa de la interpretación que dieron Ramón Tebar y la Orquesta de València del Adagio de la Décima: se puso el nivel tan alto que iba a ser luego muy difícil de igualar. Sin una sola tacha en el aspecto técnico, sin un solo desajuste o desafinación, lo más impactante fue, con todo, la profundidad con que batuta e instrumentistas captaron el sentido de esta música, así como su capacidad para transmitirla: desolación contenida, reserva necesaria en la expresión -porque esta obra así lo pide-, dureza en el mensaje, tensión en los silencios, limpieza en los planos sonoros que permitía advertir las atrevidas armonías y la diáfana orquestación de Mahler, sabiduría de las cuerdas en el control del vibrato, capacidad de las violas para mostrar, desde los primeros compases, el inquieto y, a la vez, resignado ánimo del compositor, magistrales y variadas sonoridades de los violines, flautas y flautines, acerados como espadas... por no hablar de esos acordes centrales tremendos, compactos, acongojantes, como un golpe mortal que la orquesta produce y recibe al tiempo... trompas impecables, trombones soberbios: imposible citarlos a todos y, más que nada, contar lo que supieron decir con la música, porque, cuando se toca así, las palabras no pueden describirlo.
Luego, por desgracia, vinieron las otras sorpresas. Toca ahora reseñar las malas, que empañaron La canción de la tierra. Para empezar, el estado vocal de Gregory Kunde, al que se ha escuchado con frecuencia –y con placer- en el vecino Palau de les Arts. Pero este sábado, por el motivo que fuera, no parecía poder cumplir con los pentagramas que tenía encomendados. Es cierto que su rol es muy difícil, que Mahler le obliga a cantar en el extremo agudo del registro, con una orquesta enorme detrás, cuyo volumen, por otra parte, no fue controlado por Tebar para no tapar a los solistas. Las tiranteces y el esfuerzo de la voz se hicieron demasiado palpables, y al tenor americano no parecían quedarle fuerzas para frasear con la expresión requerida. Y se necesita mucha expresión en el canto de esos poemas chinos que Mahler utiliza para contraponer y complementar la vida, la belleza y la juventud con la desaparición y la muerte. Es la del tenor la parte más desagradecida de la composición, con intervenciones más breves que las de su oponente femenino, pero muy exigentes, y lo cierto es que rara vez se consigue una lectura totalmente redonda. La música destinada a la soprano es más larga, más dulce, aparentemente de menor exigencia en el ámbito vocal. A cambio lleva el peso de una mayor carga expresiva, y de la larga duración con que se desarrolla esa tremenda despedida, todavía amorosa, que Mahler le hace a la vida en el último poema.
Zandra McMaster fue también tapada en demasiadas ocasiones por la orquesta, unas veces por descuido de la batuta, otras por el estado actual de su voz. Iban sumándose sus carencias a las de Kunde, y se quedaba así en el tintero el núcleo duro de la obra, el canto, la despedida que el propio Mahler hace de la creación liederística que le ha acompañado durante toda su vida, y a la que le da aquí un adiós emocionante.
La Orquesta de València, por su parte, pareció convertirse en otra muy distinta a la que terminaba de interpretar el Adagio. Ajuste cogido por los pelos, sonido destemplado con cierta frecuencia, y actitud rutinaria ante los pentagramas que tenía delante. Tebar empleó un pincel de brocha mucho más gruesa que el utilizado en la obra anterior, y no transmitió el profundo amor a la vida que late en esta música. El refinamiento sonoro brilló por su ausencia, y el riquísimo contrapunto quedó sumergido en un universo de bombo y platillo. Hay excepciones, naturalmente, como las protagonizadas por el oboe de Roberto Turlo, que cargó en todo el programa con una responsabilidad muy importante, solventada siempre con habilidad. No fue el único. En conjunto, sin embargo, la orquesta producía una música cargada de aburrimiento. Y cuando esto pasa, el oyente se aburre también. Parecía imposible que fuera la misma agrupación que había entusiasmado tanto con el primer movimiento de la Décima Sinfonía.
Pero sí, sí que lo era.