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LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

La recuperación va como un tiro

La fortaleza de la recuperación se mide por el ejército de pobres que pululan por Valencia. Nos hemos convertido en El Dorado, en la tierra prometida para tantos mendigos, pedigüeños, buscavidas, menesterosos, para tantos muertos de hambre. El gobierno nacional-progresista debería estar orgulloso de que la ciudad haya recuperado por fin su esplendor

16/01/2017 - 

Por tierra, mar y aire nos hemos enterado, a comienzos de año, de que el país creó más de medio millón empleos en 2016. Esta cifra —aseguran los que entienden— es histórica. Otra vez se habla del milagro español y ya van… Alemania y Francia, países sometidos a tantas amenazas, nos piden a nosotros, los españoles, que tiremos del carro en Europa. Lo cierto es que la gente ha vuelto a sonreír, los bares están llenos, parejas que se rompieron vuelven a darse una oportunidad, hasta los niños han prometido estudiar, y todo ello gracias a la feliz coincidencia de dos gobiernos que, pese a su distinto pelaje político, trabajan por la felicidad de todos nosotros; el uno tiene su residencia en Madrid y el otro en la calle Caballeros, en Valencia.

La Comunidad Valenciana se ha beneficiado como ninguna de la recuperación económica. Como el ave Fénix, ha renacido de sus cenizas y empieza a ser la envidia de murcianos, castellanos e incluso de los catalanes. Todos los que despotricaron contra esta tierra, agarrándose a la no siempre limpia gestión de los gobiernos conservadores, tienen que tragarse sus palabras. Nos hemos curtido en la adversidad y, después de superar toda clase de pruebas y desafíos, de enfrentarnos a la maledicencia de los envidiosos, ahora nos toca sacar pecho y callar bocas.

La milla de oro de la pobreza se extiende por el corazón burgués de la capital. Si paseáis por Xàtiva, Colón, Juan de Austria o San Vicente, encontraréis a un mendigo en cada esquina 

La fortaleza de la recuperación se mide por el innumerable número de pobres que pululan por Valencia. Nos hemos convertido en El Dorado, en la tierra prometida para tantos mendigos, pedigüeños, buscavidas, menesterosos, para tantos muertos de hambre. Uno se baja en la parada de metro de Plaza de España y va sorteando parias de todas las nacionalidades a lo largo de la calle San Vicente, como ese joven inválido que sostiene un vaso de plástico delante de un Mercadona, o un poco más abajo,  en la plaza de San Agustín, un mendigo con barba blanca, sucia y larga que te recuerda a Walt Whitman y que solicita limosna en español e inglés y, cuando se la das, junta las palmas de las manos en señal de agradecimiento y te dice que es rumano con una sonrisa; o esa vieja tirada sobre un cartón, junto a la Casa de los Caramelos, en la calle Xàtiva, descalza y con la cabeza tapada con un pañuelo, implorando una ayuda en un idioma incomprensible, tal vez moldavo, tal vez georgiano o puede que kosovar, quién lo sabe.

Esta milla de oro de la pobreza se extiende por todo el corazón burgués de la capital. Si paseáis por Marqués de Sotelo, la plaza del Ayuntamiento, Colón, Juan de Austria o Barcas, encontraréis a un pobre en cada esquina, a la espera de que os acordéis de él dándole una moneda, aunque sólo sea de cincuenta céntimos, que siempre os lo agradecerá en estos días fríos de enero, donde toda incomodidad tiene su asiento.

Un gran repertorio de pobres para escoger

Si esta sociedad es cada vez más compleja al decir de los expertos, lo mismo cabe sostener de nuestros pobres. Al pobre de toda la vida, como esa anciana vestida de luto que lleva limosneando medio siglo por los alrededores de Correos, le ha sucedido el indigente posmoderno, líquido e igual de invisible a nuestros ojos, no necesariamente analfabeto. Hay pobres instruidos y licenciados que tuvieron la mala pata de quedarse sin trabajo cumplidos los cuarenta, oh qué error; hay pobres jóvenes que duermen en compañía de sus perros piojosos; hay pobres sobrios y pobres borrachos que matan su angustia con un cartón de don simón; hay pobres solteros y pobres con familia que hacen cola cerca del Botánico para recibir una bolsa con alimentos. Pobres, pobres y más pobres inundan nuestra prodigiosa ciudad, la prueba de que la economía va como un tiro, le pese a quien le pese.

Orgullosos deberían estar los del gobierno nacional-progresista de que Valencia haya recuperado el esplendor perdido durante la era ominosa de los conservadores. Los pobres de toda Europa acuden a nuestra ciudad, atraídos por su clima, su gastronomía y la sensibilidad social de una Administración autonómica que, pese a estar en la quiebra, ha prometido una renta básica para quien lo necesite.

Mientras llega el dinero del odioso Madrid, seamos buenos ciudadanos, ahora que nos sobra el dinero, y sentemos a un pobre a nuestra mesa. ¿Os acordáis de Plácido? Pues imaginemos que esta noche invitamos a cenar a una pareja de mendigos vecinos de la plaza de la Reina, a un chico y a una chica y, después del postre y de tomar una copita de jerez, los acompañamos de vuelta al cajero donde pasarán la noche. Los hay muy espaciosos y cómodos como los de la plaza de España. Esos pobres nos estarán eternamente agradecidos —los indigentes son de buen conformar— y nosotros dormiremos como arcángeles, con la conciencia tranquila y el corazón satisfecho. Y mañana, a las rebajas.

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