Dicen los que estudian las vergüenzas de la historia que el de Cannes fue un festival nacido para superar al veneciano, que en origen era el arma cultural de la grandeur, que la Metro Goldwyn Meyer se erigió en el valedor de la ciudad francesa más allá de la colina con las letras. Dicen que también sufrió al principio de lo que ahora llaman bling bling o de excesos socialite, de verbenas que terminan en la playa y de cócteles que implican la renuncia a la cultura. Luego ya vinieron los cachorros de Bazin, las diatribas de Truffaut, la algarada de Godard, las sonrisas de Fellini, la mirada de Antonioni, de Scorsese, de Kieslowski, Woody Allen, Almodóvar y Zhang Yimou. Todo un recorrido por la Historia de este siglo y anterior.
Ahora claman los expertos contra el circo, los tacones, lentejuelas, los excesos paralelos al objeto primigenio. Se critica tanto el show que las películas no importan. Buenas, malas o mediocres, solo pasan a la historia la vencedora y una más. Es decir, la Palma de Oro y la que más revuelo provocó en su proyección.
Este año se celebran los cincuenta años de la gran obra de Eustache, La maman et la putain, estandarte de la esencia del antiguo festival. Este año han invitado a Tom Cruise que no trató de aterrizar en la Croisette con helicóptero incluido. Y de nuevo por la noche los destrozos en habitaciones del Martinez (sin la tilde, claro) y la ruta de los coches que desfilan hacia Niza o a Saint Paul. De La Palme d’Or a La Colombre d’Or. Todo por un trozo de ese sueño que es el cine. La venganza y el estilo, el rencor y los diamantes, los apliques invisibles en la dermis o estropicios que generan unos hilos en las redes con los tweets más generosos del anónimo enemigo. Es tan peculiar lo que uno ve en el mes de mayo.
Las corrientes se dividen -fifty fifty- entre lo excelso o lo epicúreo, entre el nostálgico de lo de antaño y el que se alquila dos esmóquines para así no lamentarse de la copa que tiró -o que le tiraron- en la solapa, una mancha que no oculta ni el clavel más blanco y grande de un galán de los cincuenta. Se ha creado un espacio de cohabitación -c’est si français- donde el que escribe en los Cahiers toma un Negroni junto al cronista del Voici. Le han tomado el pelo al que pensó que la cultura era aburrida. O quizá fue el aburrido el que evitó la diversión tras conceder el voto -merecido- a La double vie de Véronique.
Hace tiempo que en el limbo del concepto “sociedad” se debate entre lo eterno y lo fugaz. Parecemos empeñados en el mundo cultural en defender lo que pervive y a menudo lo olvidamos: ni la Historia del presente la decide el que está vivo, ni los libros del futuro aceptarán el dogma actual. Demasiado esfuerzo se ha invertido ya. Vamos a dejarlo de una vez por todas. Ni lo eterno es nunca eterno, ni el momento más fugaz es despreciable. He aplicado a este discurso su argumento porque pocos todavía recordamos a la novia -Mary Pickford-. ¿Qué hubieran pensado los coetáneos de negarle eternidad a su diosa? Y lo mismo pasará con otros tantos. Y quizás a los que ahora nazcan les resulte fatigoso conocer quién fue James Dean o Cary Grant (ya no hablamos ni de Garbo o de Errol Flynn). Para entonces esas plumas enconadas en la loa al santuario de estampitas con la firma y fondo blanco ya no existirán, se habrán secado y, quizá, cuando nadie sepa quién es Wilder ni recuerden a Ernst Lubitsch, se dirán unos a otros que debieron prolongar esa velada con el columnista de Voici, apurar al menos tres gin-fizz o escorarse un poco a la derecha y alcanzar a darle su teléfono a Orson Welles cuando andaba por el mundo preparando su Quijote. Aspiraba a la Legion d’honneur y tan solo consiguió que se acordaran de su muerte en un rincón con cinco líneas.
Dicen que este año lo de Cannes es más que cine o incluso menos, porque poco tiene del antiguo celuloide y mucho, sin embargo, de lo que hacen o deshacen los actores o invitados. Y cuando termine te dirán que la edición fue incontestable en calidad, pero entre lágrimas verás que las películas se extinguen al nacer, y que las plumas de factótums se derraman donde empiezan esos sueños. Dicen que en un sótano de Niza hay dos estancias que se abren y se cierren año a año con motivo del festival. En alguna se acumulan los artículos escritos, en la otra el alcohol que han consumido. La primera se desgasta -amarillea- con los años. La segunda se promete la alegría del que observa las botellas tan cargadas de recuerdos. En el fondo tú decides, ¿el tormento o la resaca?