El edificio de la Transición sigue en pie, pero la rigidez de los cimientos podría resultar fatal: las ondas sísmicas que llegan de Cataluña son de ruptura
De la ley a la ley. El momento más prodigioso de la transición del franquismo a la democracia se produjo cuando los tercios de procuradores de aquellas Cortes orgánicas se practicaron el harakiri. Con el tiempo se ha comprobado que aquel descabalgamiento masivo no era tanto una conversión damascena al credo democrático como una adecuación forzosa de las élites del régimen a los usos y costumbres de la Europa Occidental y la América del Norte.
No hubo ruptura y sí una evolución cuyo santoral hemos venerado hasta hace, como quien dice, cuatro días. La peluca de Santiago Carrillo, la aguileña prominencia nasal de Torcuato Fernández Miranda, las medallas de capitán general de Juan Carlos I, los tirantes de Manuel Fraga, la sonrisa de Adolfo Suárez y la chaqueta de pana de Felipe González llegaron a componer un catálogo de reliquias de lo más rentables a la espera de algún Lutero que denunciara el trapicheo.
Sin negar la venturosa alineación de astros que alumbró la Constitución de 1978, los excesos hagiográficos han cedido ante una revisión (a veces contaminada de revisionismo) de nuestra historia reciente. Aunque sus muros nos parecieran macizos, el templo que alberga las tablas de la ley de nuestro sistema político se edificó sobre un suelo inestable. La estructura se cimbrea ante la ventolera vallekana y tiembla por efecto de un terremoto con epicentro en la Diagonal.
El edificio sigue en pie, pero la evidente rigidez de los cimientos podría resultar fatal. Las ondas sísmicas que llegan de Cataluña son de ruptura. Para ser un terremoto revolucionario no deja de resultar algo sui generis. Los sismógrafos han registrado un temblor anual perfectamente planificado y coreografiado cada 11 de septiembre desde hace tres años.
Tan civilizada actitud insurreccional se manifiesta violentamente con picos de actividad que incluyen censo y urnas, Así ocurrió durante la consulta ilegal del pasado 11 de noviembre y podría volver a suceder a escala mayor en las elecciones autonómicas y plebiscitarias de este 27 de septiembre. Tal vez estemos asistiendo a la invención de la acción revolucionaria europea y occidental propia del siglo XXI. Una revuelta en días festivos donde la burguesía y las clases medias se solazan en compañía de otros cientos de miles de paseantes preocupados tan solo de no perder el metro o de recordar dónde aparcaron el coche. Un domingo cualquiera son convocados a votaciones y rompen España como sin querer, metiendo una papeleta en una urna y sin abollar una farola ni apagar una colilla contra algún sufrido y manifiestamente combustible contenedor azul.
Luego está la CUP, con vocación levantisca y unas ganas locas de echarse al monte
Luego está la CUP, con vocación levantisca y unas ganas locas de echarse al monte, pero rendida ante la evidencia de que una multitud con tartera y neverita portátil provoca balbuceos pueriles en el más impertérrito de los presidentes de gobierno, histéricas reacciones con alusión hitleriana incluida de su más prestigioso predecesor y declaraciones súper espontáneas de los principales líderes del mundo libre.
El jefe Coleta Morada de la tribu Podemos se lo debe de mirar necesariamente con envidia insana. Los irredentos catalanes están a un paso de asaltar los cielos (su cielo pequeñito y particular) mientras su caballo empieza a acusar la fatiga de tanto trotar por las praderas. O vamos todos en fila india o habrá que encender una hoguerita para avisar al general Custer, planea con algo de malicia. Y barrunta si debería montar una marea humana en forma de Ñ entre la Castellana y Callao pasando por la Carrera de San Jerónimo.
La previsible guerra sucia inherente a conflictos de esta gravedad comparte elementos del pasado con otros de rabiosa novedad. A los dosieres repletos de trapos sucios o el uso de documentos falsificados, el bando sublevado opone una guerra psicológica fundamentada en la confusión del enemigo. ¿Cómo se explica si no que los independentistas blandan la conservación de la nacionalidad española como argumento electoral? Porque hasta el miedo tiene su antídoto con una oportuna reducción al absurdo.
La desbandada argumentativa obliga al regimiento unionista a expulsar del cielo protector de la ciudadanía de la patria única y verdadera a justos y a pecadores, con el consiguiente sentimiento de desamparo de los que ya se ven como apátridas forzosos.
El líder de Junts pel Sí (a la independencia) asegura sin rubor que negociarán “la entrada en la Unión Europea desde dentro”. Hemos pasado –todo sea por la patria- de la acostumbrada redundancia de entrar dentro y salir afuera a la imposibilidad física –que no política, por lo que se ve- de entrar desde dentro y, quién sabe, si de salir desde fuera.
Más que bizantinas, estas discusiones se asemejan a los debates talmúdicos, aunque está visto que para los legos en esta tradición judía, tanta sacudida craneal produce mareos y vértigo en lugar de la deseada apertura mental. (3)
Mientras tanto, alguien debería advertir de que lo que está ocurriendo en Cataluña es una revolución. No social, pero sí política. Si de la CUP dependiese, el domingo por la noche tomaría la Bastilla. El asalto pactado por Convergència y ERC se prevé con algo más de pausa. Un año y medio. Unos cuantos puros de Rajoy mediante y con altas probabilidades de que, mientras el humo se disipa, otro inquilino ocupe sus aposentos en la Moncloa.
Quizás entonces alguien convoque a alguien a negociar de verdad, por ejemplo, en la Bodeguilla. Quizás alguien se anime a convocar a los catalanes a un referéndum con una pregunta clara y respuestas inequívocas. Y quizás alguien escuche lo que dicen y actúe en consecuencia.