Hoy es 15 de octubre
Los pueblos pierden empadronados en favor de las ciudades. El ocio seduce al vecindario rural y lo arrastra, hechizándolo con su negra tonadilla de intrascendencia y diversión, a las capitales. Una multitud inmensa, que se autopercibe con arreglo a los dictámenes de la moda, rechaza el aburrimiento de los villorrios y enjambra en las colmenas de las grandes urbes, donde se le promete ambientillo y variedad. Se va perdiendo el entretenimiento austero, la suficiencia de la poca cosa, el regocijo humilde y la plenitud en la vida prosaica. Se busca el tardeo, la jarana, la satisfacción inmediata del capricho y la zambullida en la masa. Nos hacen gregarios mediante un arquetipo intensamente individualista, lo cual supone una contradicción de las gordas que, dicho sea de paso, nosotros aceptamos a cambio de la tienda y la terracita, de la cola en la horchatería y el selfie reventón. Vanitas vanitatum.
En la vieja revolución industrial millones de aldeanos abandonaron su lugarejo para encadenarse a los remos de las máquinas. En la nueva revolución del ocio se vuelve a emigrar, pero en busca de ligoteo y anonimato, de gimnasios llenos, bares repletos y saraos pletóricos. En el burgo nos conocemos todos y todavía quedan, allá y aquí, desperdigadas por las esquinas, ciertas limaduras de vergüenza. En la ciudad no somos nadie y podemos aparentarlo casi todo; amplificar los éxitos y diluir los fracasos; mentir como bellacos y disfrazarnos de triunfadores; falsearnos o sincerarnos; ir y venir; atrincherarnos o zascandilear, y todo en medio de un barullo florido, tras un camuflaje desinhibente y galvánico. Es el calambre del vicio, el milenario atractivo de la tentación, que rocía los rebaños de televidentes —pobres lobotomizados— con un denso aerosol de abandono y claudicación.
Las ciudades crecen y los pueblos menguan. Las ciudades tienen barrios y distritos porque su tamaño impide la cohesión, y los pueblos comparten servicios porque sería demasiado indecente, incluso en este siglo de la obscenidad política, tenerlos particularizados. La revolución del ocio acabará con muchos pueblos. La obsesión por el ocio abarrotará las ciudades y las convertirá en los hormigueros de Agustín de Foxá, ese genial escritor del siglo XX que la dictadura progre no saca en los libros de texto aunque anticipó como nadie la deshumanización, la sumisión, la manipulación y la vorágine de las ciudades. El trabajo es una excusa, y los motivos alegados no son los auténticos. Lo cierto es lo que no se dice; la realidad está en lo que se oculta. El prurito del ocio y un paroxismo libertino, sórdido, rijoso, espoleado sin piedad por la pornografía de bolsillo, están detrás del actual éxodo rústico. Esto hay que decirlo sin miedo, a pesar del esfuerzo ingente que las covachuelas del torbellino están haciendo para que nos lo dé. Nos han dicho que debemos independizarnos en la pubertad, como los americanos. Nos han repetido que lo nuestro es viajar y malgastar. Nos han ridiculizado el celibato. Nos han caricaturizado a los padres. Nos han puesto en guardia contra los hijos. Nos han lavado el cerebro. Nos han envenenado la existencia con el dulce néctar audiovisual, que amarga las ideas y raquitiza el pensamiento. Quieren hacernos tontos para que votemos y callemos, para que obedezcamos y no rechistemos; y quieren tenernos a todos juntos, apiñados en corrales enormes, para controlarnos mejor. Hablan, fingiéndose alarmados, de la despoblación, pero no paran de alentarla.