La ruta del Torino es un largo camino recorrido a base de impulsos, con exceso de sentimentalismo en una ciudad perdida y recreada en mi imaginaria materia gris. Reabrir una medianoche al pasado de manera tangible, dándole forma y color a la València popular del siglo pasado, espolvoreando de recuerdos nuestra memoria. Aunque ya lo hacen con rigor y entusiasmo las comparativas del antes y después de la Valencia desaparecida, de Andrés Giménez y Ángel Martínez. Reconozco que callejear por el centro histórico de la ciudad es un arte. El proceso artístico del dribling. Al caminar, me gusta bordear la ruta y darle al paso, el privilegio de arrancar el camino desde la calle San Vicente que, salvo milagro, acabas martirizado por los porteadores de las cartas gastronómicas, es decir, los nuevos relaciones públicas culinarios, reciclados a la vida diurna del reparto nocturno del descuento copero y chupitero. Son parte del mobiliario urbano. Cuando por fin sorteas la oferta vampírica de los porteadores, te puede salir al paso un trabajador social o el artista invisible con vocación al ocultismo de apropiarse de lo que no es suyo, es decir, tu cartera.
Al caminar desde San Vicente, dirección a la Grand Place (plaza del Ayuntamiento), a uno el viene el recuerdo de Don Pepito Villalonga y más, porteador de prospectos y personaje mitificado por la historia labrada en la Bajada de San Francisco. Pepito, hombre impoluto, con pañuelo al cuello, visera y con su habitual gracia, imagen del acompañante turístico siempre en deuda con el forastero que visitaba la ciudad de València, con dotes de mayorista del buen hacer, que ofrecía desde un hospedaje en una fonda, hasta la recomendación de una barbería para el afeitado y corte de pelo. Toda esa amalgama de acciones de la vida diaria de la ciudad, nada rutinaria, pereció en un alarde de gigantismo de nuestra burguesía con el fin de higienizar el centro histórico a finales de los años veinte. Años atrás acabaron con el barrio de pescadores y con la pintoresca Bajada de San Francisco. "Aquella incipiente burguesía embobada por el exterior, por el hueco estilo de quienes hablaban castellano como signo de distinción frente al lenguaje del pueblo", escribió Rafael Chirbes.
Al seguir caminando, sin salirme de la ruta y dejar a mi derecha el monolito levantado al valencianismo, kilómetro cero de la peregrinación blanquinegra, cruzo dirección Barcelonina, antes Hermanas Chabas. Al entrar en la vía, en su lado derecho, cuando pasas los rótulos del Salón España, un 2 de octubre de 1998, en la parte alta del bajo del edificio, la Tertulia Torino (TT) rubricó en una placa conmemorativa la leyenda de la ubicación del natalicio del club, gracias a la empresa de los artúricos Milego, Medina y otros, rótulo que ha cumplido recientemente 20 años. Las modernas investigaciones en esto de la historia del origen del efecé han dado pie a la ubicación de una segunda placa-monolito, los valencianistas deportivos no somos portadores de la enfermedad hemofílica de quitar y poner en el callejero a los nuestros, aquí las dos placas yacen perfectamente, como el Suizo, una de los pocas cafeterías que resisten el envite de la modernidad líquida del tatuaje gastronómico, plástico y franquiciero que domina torticeramente la epidermis del centro histórico.
Sigo caminando y me enfrento con una fuente situada en una plaza, la de Rodrigo Botet, protegida por el hormigón del Astoria, que no deja en su empeño de descansar. El Hotel fue un símbolo en el pasado del hospedaje y de la organización de celebraciones de la alta alcurnia. No es por menospreciar, pero el Astoria, si no fuera porque la naturaleza de la plaza te priva de la imagen de su fachada, podría enclavarse como un hotel más en la ciudad de los rascacielos de la costa alicantina. Dejando a la derecha dicho Hotel, con un paso más largo, profundo y estrecho, desembocas en la calle Poeta Querol, en la que ya no quedan ni restos de las cenizas de la antigua Plaza Canalejas, que daba forma al enclave donde se sitúa el lujoso Palacio Marqués de dos Aguas, nuestra milla de oro, no por las boutiques, sino por la belleza del edificio del Marquesado. En aquella plaza un grupo de socios, encabezados por Emilio Fortis, levantaron una falla en el año 1925, quizá por la reciente ubicación en la plaza Canalejas de la sede del club, (Bajada de San Francisco, Barcelonina, Paz, y Plaza Canalejas). Aquel monumento realizado por el artista Arturo Boix, con el lema de “El león de Mestalla “, inmortalizó con humor y sátira los campeonatos de fútbol, jockey y pedestrismo conseguidos por el efecé y me hizo anhelar la búsqueda de un master en fútbol y Fallas, arduo trabajo, porque en esto de cultura festiva y deportiva, uno nunca acaba de doctorarse por mucho que se lo proponga. Ayudado por dos incombustibles, Juanjo Medina y Eduard Ramírez, trabajamos en un extenso ensayo sobre la relación del Fútbol y las Fallas en el Cap i Casal, publicado parcialmente en entregas, gracias a la oportunidad que nos brindó la revista fallera Cendra, y que próximamente verá la luz de forma completa.
Ese trabajo ha hecho posible que en mi particular viaje por la ruta del Torino me desviara hasta Embajador Vich, cuna del papel y la escritura gracias a la Papelería Vila. Comercio histórico que me hizo regresar al pasado caricaturizando la vida en forma de viñeta de Ángel, por Villena, y que me ha dejado este jueves en la misma puerta de un Casal fallero, el del Tío Pep, en un Forum, el de Algirós, rodeado de escenas acompañadas por Loles Ruiz, Carmen Casaní, Merchina Peris, Luis Fernández, Miguel Angel Villena, Jose Ricardo March, María José Soriano, David Latorre y Pablo Mantilla, para hablar de porqué la ciudad de Valencia es una falla monumental y su remate central es el Valencia CF. Desde ese día en mi ruta está incluido el carrer del Embajador Vich.