¿Alguien podría negar el Holocausto? ¿Alguien cree que la Tierra es plana? Sí: hay, como poco y en suma, cientos de miles de personas que sí. Dos grupos –no relacionados– que han optado por una revisión frontal de la Historia a cambio de sus particulares recompensas en la construcción de una identidad. Dos posiciones políticas que evidencian la extensa pérdida de confianza en instituciones, democracias y conocimientos. El análisis psicológico de estos individuos es de lo más interesante y vigente para comprender algunos fenómenos locales de nuestro tiempo. Pese a que la oferta de cine en Netflix es limitada, en su escueto catálogo hay un par de artefactos que sirven para hablar de ello en un lunes como este.
El primero es Negación (Mick Jackson, 2016), una película en la que Rachel Weisz interpreta a la historiadora que acusó al polemista británico David Irving de negar el Holocausto. El film es una de esas miradas necesarias sobre la inhumanidad que albergan los procesos judiciales. Abogados, pasantes y todo tipo de documentalistas que se atienen a unas reglas de juego básicas, no tanto para descubrir la verdad, sino para obtener la victoria a través de un veredicto. Basada en hechos reales, la catedrática norteamericana Deborah E. Lipstadt se enfrentó en aquel juicio a su mayor asco: admitir la posibilidad de que el Holocausto se cuestionase formalmente (supervivientes en la sala incluidos). Sobrevivió al tránsito –a duras penas–, pero ganó.
El segundo artefacto es el documental Behind the Curve (2018). El jovencísimo director Daniel J. Clark se codea con la comunidad de los tierraplanistas. Baja al fango para comprenderles con sus familias, en la evolución de sus carreras profesionales, en sus interrelaciones personales… Les sigue y les escucha sin reservas. No les cree porque su papel como documentalista no lo exige, pero admite el debate. Admite el diálogo con personas que celebran meetings y conferencias a cientos de dólares para demostrar que la Tierra es plana. Youtubers con cifras de seguidores inverosímiles, merchandising inabarcable y un movimiento que, como ahora sabemos, ha sido capaz de fletar un crucero para demostrarse a sí mismo que vivimos en el show de Truman.
Antes de abandonarse a las acusaciones de delirio, es necesario sosegarse y escuchar los motivos de la deriva. Joe Pierre, profesor de psiquiatría en la UCLA, pone el foco sobre el cómo: cómo formamos nuestras creencias. En el documental lo expone de una manera muy sencilla: nos basamos en dos cosas: nuestra intuición, aquello que sin un pensamiento profundo, de manera casi innata nos parece bien. Por otro lado, nuestra experiencia subjetiva. Lo que nosotros hemos visto o vivido en primera persona. Si miramos el horizonte y vemos que es plano, podemos aceptar que, hasta donde sabemos, la Tierra es plana. Es simple. Es lo que ves. No necesitas fórmulas matemáticas para comprenderlo.
Puede resultar reduccionista, pero todos, en mayor o menor medida, conformamos nuestras creencias en base a esas dos varas de medir: intuición y experiencia subjetiva. Sí, efectivamente, podemos comprender que el mundo va más allá, pero para eso hace falta una formación crítica y un entorno vital crítico. No solo hace falta que alguien en nuestra etapa formativa nos inocule el veneno de la sospecha crítica ante todo; hace falta que en ese frágil proceso de formación, la precariedad no se apodere de nuestras posibilidades y nos abandone a una especie de ignorancia interesada. Hace falta que sí intuyamos que nos hacen falta algunas fórmulas matemáticas para entender la realidad. Que nos hace falta la sociología, la economía o la filosofía y que no puede ser que, desde nuestra ignorancia natural, intuición y experiencia subjetiva lo resuelvan todo.
En el mismo docu se habla de un hecho que se atraviesa por completo el auge de Vox, la decisión soberanista de la mitad de la población catalana y el libro de memorias publicado por el presidente del Gobierno de España. Ese hecho es el síndrome del impostor. Esta teoría concreta dice que cuanto más se sabe, más se cree que no se sabe nada. Como buen axioma, tiene su gemelo antagónico: el efecto Dunning-Kruger: personas que no tienen ni conocimiento ni experiencia sobre un hecho concreto, pero que creen –errónamente– que saben al menos todo lo necsario sobre el tema. Si mi madre tuviera que traducirlo, sería: la ignorancia es atrevida.
Avanzado el siglo XXI, el paroxismo de la desconfianza es atroz. No te fíes del Gobierno. No te fíes de la ciencia. No te fíes de nada que no te dé la razón que has obtenido por la suma de intuición y experiencia subjetiva. El grave problema de estos dos supuestos o de la enumeración al inicio del anterior párrafo es tomar a cualquiera de los implicados por tontos. Los tierraplanistas o los negacionistas del Holocausto no son tontos. Porque no sufrimos una crisis del conocimiento por ser más o menos inteligentes, sino por la relación que tiene una parte de la población con la autoridad. ¿Qué tipo de contradicciones te harían replantearte por completo tus cimientos morales?
La extensión a la vida práctica del Dunning-Kruger tiene en internet y las redes sociales un filón: nichos de razón. Poblaciones extensísimas de gente dándose la razón. Rebatimiento de siglos de ciencia a través de un solo meme al que ni tan solo se somete a un mínimo contraste de Google. Hay tierraplanistas firmando autógrafos, cobrando 200 euros por un encuentro personal con ellos. Hay una industria del absurdo –como demuestra el documental citado–, pero en cualquier caso, al contrario de lo que sucede en Negación, vivimos en un tiempo increíblemente delicado en el que es crucial no avergonzar a quien desacredita el estado precedente. Como comenta un psicólogo en Behind the Curve, “no podemos avergonzar a un niño cuando suspende. No es su culpa”. En gran medida, la reversión de la situación pasa “por desarrollar empatía y perspectiva”.
En efecto, hay un doble filo de superioridad moral en el gesto. Sin embargo, volviendo a los casos más próximos ya citados, “si los arrinconas, es muy difícil encontrar un punto intermedio”. La gran diferencia entre unos colectivos y otros son sus calidades de inofensividad. Hay colectivos inofensivos desde sus derivaciones fuera del sistema, contra el sistema y en busca del grupo para redondear una identidad a menudo desdibujada por algún problema personal o familiar. Empatía y perspectiva, por mucho que cueste pensarlo al inicio, con los antivacunas, con los negacionistas del cambio climático, con los creacionistas y con todos aquellos que encuentran un chute de dopaminas en la ruptura de la cadena de confianza.
Y, sin embargo, pese al dislate, empatía y perspectiva. Educar hacia el criterio y aceptar idas ambivalentes. Aceptar contradicciones y hasta desearlas. Educar con bases argumentales y aceptar la verdad frente a la posibilidad de alterarla. Desear el juicio de valores y huir frente a los que claman acciones sin prejuicios, porque hay que someterse a criterios y justificaciones de terceros, dudar y confiar en aquellos que no se ven como el centro del Universo. Los juicios, como en el caso de Negación, no son una terapia, sino un proceso formal para demostrar razones comunes. Por eso, por indigerible que a menudo parezca, es necesario bajar a la calle y decir en voz alta: la Tierra es plana. A partir de ese instante, en la piel del otro, empezar a rebatirse a uno mismo. Si el caso es este, el de los tierraplanistas, tampoco se tarda tanto en salir indemne del atolladero argumental. Pero más vale la empatía y la perspectiva que dar por perdidos a demasiados inocentes educados (o reeducados) en la falta de criterio.