VALÈNCIA. Todos los días son el mismo día. Da igual que sea martes o domingo. La rutina es idéntica.
Había hecho el propósito de madrugar pero lo he dejado para mejor ocasión.
A las diez de la mañana el canto de mis amigos los pájaros se confunde con los golpes secos de los albañiles. Han ido a trabajar a la obra pese a ser festivo en València.
Después de desayunar me he mirado en el espejo del aseo y no me ha gustado lo que he visto. Necesito urgentemente a un peluquero. Mis cejas, de tan pobladas, herencia paterna, me dan un aire a lo Breznev, aquel tiranosaurio de la URSS.
¡He visto a un chino por la calle! Era un chino joven, bien vestido, protegido con una mascarilla. Diríase que elegante. Sujetaba un botellín de agua con una mano. He asistido a un acontecimiento excepcional. Desde el inicio del estado de excepción no me había cruzado con un amarillo. Desaparecieron mucho antes de que al resto nos obligasen a encerrarnos en casa. Estaban avisados por su gobierno. Ahora comienzan a estar en el punto de mira de Trump, Johnson, el principito Macron y de mí.
El párroco habla con alguien en la sacristía de la iglesia. No alcanzo a saber de qué va la conversación. Me fijo en un san Vicente Ferrer que levanta su mano derecha para bendecirme. En Agullent aún celebran el día en que acabó con la peste. No estaría de más que nos echase una mano con el virus de Wuhan.
Un locutorio de marroquíes
Paso por delante de tres marroquíes que aguardan a recibir el visto bueno para entrar en el locutorio de un compatriota. Los tres se protegen con mascarillas y los tres están ensimismados en sus móviles.
A pocos metros de allí, en la calle Primero de Mayo, al lado del cajero automático donde voy a sacar dinero, tres operarios charlan y observan cómo un cuarto, subido a una excavadora, abre una zanja en la calzada. Todos se quejan de las picaduras de los mosquitos, que tienen predilección, al parecer, por la sangre obrera de l’Horta Sud.
Al llegar a casa me entero de que la cifra de muertos ha bajado otra vez. Me agarro a la esperanza (tal vez sólo sea un espejismo) de que la fase más crítica de esta tragedia haya pasado, pero nadie lo sabe aún.
El momento cómico de la jornada ha llegado durante una de esas comparecencias protagonizadas por charlatanes de feria. Cuatro de los llamados expertos han aplaudido al general de la Guardia Civil que había defendido el día anterior la conveniencia de perseguir a los críticos a la gestión del Gobierno. Fue un lapsus, dicen, de alguien a quien se le ve leyendo un discurso. Es para mear y no echar gota, como dicen en la Mancha.
El presidente maniquí y el todavía líder de la oposición dicen haber alcanzado un acuerdo para no se sabe bien qué. El encuentro se inscribe en la larga tradición de pasteleo entre los socialistas y los conservadores españoles. El señor Casado agota su crédito, para desdoro de su partido.
La economía española puede contraerse hasta un 13,6% en 2020, según los pronósticos del Banco de España, más agoreros que los del FMI.
Los que peor lo tienen para sobrevivir son los bares y los restaurantes. El Gobierno pinocho les amenaza con no poder abrir hasta Navidad. ¿Qué negocio puede aguantar cerrado ocho meses? Lo siento por ellos y por mí, que he sido un cliente habitual de la hostelería española.
Hoy he pasado por delante de la cervecería Richi, donde acostumbraba a comer los días laborables, y por el bar El Mosset, lugar inexcusable para probar la deliciosa paella de leña que preparaba Voro los sábados. Parece que eso ocurrió hace años y sólo fue hace un mes y medio. Me he entristecido al verlos cerrados.
La última vez que cenamos en un restaurante fue un viernes en Maipi, un local con solera junto a la avenida Antiguo Reino de València. El dueño, que estaba de buen humor, bromeaba diciéndonos que esa sería la última cena. Al día siguiente ya no le dejarían abrir. Begoña y yo nos sonreímos cuando lo oímos. Otros clientes, pegados a nosotros, también lo hicieron. Entonces, todos pensábamos que no tardaríamos en volver a Maipi para degustar su riquísimo auto rojo con pisto. Craso error el nuestro. Porque aquella cena sería en verdad la última en mucho tiempo.