Viajar a la ciudad no existente es una tarea que requiere un poco de entrenamiento y gran salud mental. Los grabados y las instantáneas de color sepia son el recurso fácil. La lectura es el peregrinaje más sólido. Las guías de forasteros, la ficción o la poesía han mitificado muchas de las ciudades de la geografía mundial. El Cap i Casal es una de ellas. El cine contemporáneo lo ha hecho reiteradamente con la polis que vio arder las Torres Gemelas, las Olimpiadas a Barcelona o el muro a Berlín y así otras tantas que podría enumerar. Tengo un amigo, Chema, que acabó confesando en una tertulia que las guerras televisadas ayudaban a conocer palmo a palmo el terreno de un país. A mí me ocurrió con Afganistán e Irak. Hace unos meses, en período de reclusión total leí a la escritora Amalia Fenollosa haciendo que regresase al futuro de la València radiografiada por la poeta castellonense mitificada en sus versos.
En apenas unos días se cumplirá el 195 aniversario de su nacimiento. Me imagino que las autoridades competentes pasarán por alto dicha efeméride. La escena cultural está más preocupada por vacunarse- y lo entiendo- que por aventurarse en nuevos proyectos editoriales. No estamos para fiestas, ni para aflojar los billeteros en quijotadas. A mí me preocupan en exceso las continuas transformaciones de la epidermis de mi patria chica. Las impertinentes cirugías. Las cicatrices. Las heridas de bala no provocadas. Y el afán de la piqueta por hacerse con el control de la fachada urbana. Que estemos a estas alturas del calendario intentando colar en la letra pequeña del contrato municipal el cómo salvar el Cabanyal me parece inaudito. O estar a la gresca interna con debates estériles sobre el PAI de Benimaclet ídem de los mismo. O los pobres vecinos del brillante Pérez Galdós que siguen viviendo de las promesas.
El crecimiento de València tiene límites. Y si no hay que ponérselos. Tengo otro amigo Rafa Lahuerta, y ya van dos, que un día escribió que haber perdido de vista el caudal del rio Turia fue un mal negocio para la ciudad. Con el paso de los años me he autoconvencido de que tenía razón en aquella reflexión pese a ver visto de primera mano crecer el río ajardinado, pasando muchas tardes enjugazado en nuestro pulmón verde. Reconozco en la actualidad su funcionalidad. El agua es un referente del Cap i Casal. El regadío de las acequias lo atestiguan. El Tribunal lo ratifica. El este lo navegan las playas que sufrirán si claudicamos con el plan de ampliación del Puerto. El sur lo representa el mágico lago de L' Albufera que le cuesta bañar los arrozales con un agua más que saludable. O el norte, lo que queda de la huerta, símbolo y patrimonio de la cultura ancestral valenciana. Si el agua se evapora, perdimos el caudal del río navegable que recorría la ciudad de punta a punta, no la podremos sustituir ni con un mega trasvase del Tajo al Júcar.
Toda esta disertación identitaria viene al caso por la lectura de la poesía romántica que Fenollosa regaló a València. Repleta de escenas históricas está ambientada por héroes que concursaron por mantener en pie los muros de la ciudad. Bendita la obra representada en todas las épocas descritas desde su nacimiento hasta el siglo XIX. En ella existe un nexo en común en el fondo de sus versos, el agua, que hace honor a la ciudad perfumada por el cáliz de las flores. No dejemos que la bella ciudad de los encantos, así la retrató, acabe como el retrato de Dorian Gray. No reconociéndose. Por cierto, sino me equivoco creo que esta ilustre y académica mujer se merece un hueco en las páginas del insigne y respetable callejero de València.