Este coreano llegó a España en 1974 y abrió su gimnasio de taekwondo de la calle Matías Perelló en 1978
VALÈNCIA. Wha Suek Chang, el maestro Chang, tiene dos edades. La real y la oficial. Porque en todos sus documentos pone que nació en 1947 pero, en realidad, él vino al mundo dos años antes. Y lo hizo en Corea del Norte, aunque por aquel entonces, antes de la guerra, solo había una Corea. Y, en verdad, da igual porque la familia se mudó al sur a los seis años y no conserva recuerdo alguno.
Ahora ya no vive en Corea y aquel niño es hoy un hombre de 72 años -en realidad, 74- que lleva desde 1974 en España. Se vino cuando los españoles comenzaron a descubrir las artes marciales y se disparó la demanda de profesores. Él, como todos los coreanos, había aprendido taekwondo, el deporte nacional, y encima tuvo la fortuna de que le instruyera un conocido gran maestro. Por eso, cuando recibió una carta de un conocido que le decía que necesitaban maestros, cogió y se cruzó medio planeta para comenzar a trabajar en un gimnasio de la calle Artes Gráficas. "Era joven, tenía ganas de aventuras, de conocer mundo... Y encima la economía en mi país no estaba muy bien". Chang llegó a València chapurreando el inglés y sin saber una palabra de castellano. Pero compartía un piso con su compañero y este le ayudó hasta que pudo volar solo.
Ya han pasado 46 años y, en honor a la verdad, su castellano no es el de Pérez Reverte. Cuando llamamos a la puerta de su gimnasio, en Matías Perelló, nos recibe con escepticismo, la mirada muy seria y la tentación de mandarnos a paseo. Pero la cortesía, o quizá solo sea la curiosidad, gana el combate y logramos acceder a uno de los templos del taekwondo en València, un gimnasio que se inauguró en 1978 y que rezuma historia por unas paredes empapeladas con sobriedad.
Aquel es un lugar austero y su oficina, un reducto. El maestro Chang está jubilado y ya solo pasa por allí los lunes, los miércoles y los viernes. Su hijo, que ahora lleva el negocio, le ha dejado el despacho, donde se entretiene viendo películas o jugando al solitario en un ordenador antiquísimo. El lugar, atiborrado de reliquias, parece un escenario de Cuéntame. Chang alcanza su mesa tras dar dos pasos sobre la vieja moqueta. Entonces se sienta y comienza a mirar fijamente. No pestañea. No sonríe. Y cada respuesta arranca después de unos segundos en silencio que se hacen eternos.
Aunque el recorrido por su vida va aflojando el rictus. Y el episodio sobre el primer encuentro con su mujer, Josefa, logra arrancarle algo parecido a una sonrisa. "Un alumno del gimnasio me la presentó y me dijo que así podría mejorar el idioma. Es que hablar bien, correctamente, me cuesta porque no aprendí con un profesor sino por mi cuenta".
Aquella amistad acabó en boda. Y de aquel matrimonio vinieron dos hijos: Genoveva, que nació en el 78, y Salvador, un año menor. A los cuatro años ya llevaban el dobok -la chaqueta y el pantalón blancos con los que se practica este arte marcial-. El pequeño, que es médico deportivo, hizo carrera y llegó a representar a España en un Mundial universitario.
La llegada de Chang al barrio fue impactante. La València de los años 70 no era, ni de lejos, tan cosmopolita como ahora. Y la irrupción de un asiático de ojos rasgados daba para meses de cuchicheos. Una década después, encima, se estrenó Karate Kid y los vecinos pasaron a ver en Chang al mismísimo señor Miyagi.
Cada tres años, la familia viajaba a Corea del Sur. A Swon, la ciudad donde está la sede de Samsung -a 40 kilómetros de Seúl, la capital-, donde vivían sus padres. Allí se crió, rodeado de maestros (su padre, su tío, su tía...), el pequeño Wha Suek, que primero se enganchó al tenis de mesa y después al béisbol. "El taekwondo allí es como la gimnasia. Es obligatorio en los colegios, así que no me lo tomé más en serio hasta que hice más mayor. Aunque, entonces, yo trabajaba en la empresa de maquinaria que tenía un tío mío en Seúl". El primer viaje de regreso fue frustrante. Al menos lo suficiente para que su mujer, Josefa, le dejara claro que ella no se movía de España. Luego fue mejorando la percepción y hoy su hija es una enamorada de Corea del Sur, país al que viaja cada año.
El tiempo acabó provocando cierto desarraigo. Poco a poco fue perdiendo los lazos que le unían con Corea del Sur y cuando murieron sus padres dejó de viajar con tanta frecuencia. "Ya hace cuatro años que no voy", cuenta con un mohín de pena. Aunque su hermana, que se casó con un compañero del colegio de él, vino a verle. En su equipaje trajo un par de carteles donde pintó 'Taekwondo. Gimnasio Chang' en hangul, los caracteres del alfabeto coreano. Uno cuelga en su despacho, al lado de mil recuerdos: sus viejos libros, unos muñecos típicos de las bodas en Corea, trofeos cedidos por algunos alumnos, diplomas... El otro está sobre un largo espejo en la sala de entrenamiento, donde también hay una bandera de Corea y otra de España.
Aunque lo más llamativo, quizá, sea un par de fotos en blanco y negro del Chang más lozano, vestido con el dobok y volando sobre un rival al que marca con una pierna extendida. Una pirueta imponente.
Ya no es el mismo. Pero se conserva bien. Su postura no es la de un anciano. Por eso no cede a la pereza y tres días a la semana acude al gimnasio para marcar algunos movimientos que le permitan mantenerse con dignidad y, de paso, poder seguir jugando al golf, otros tres días, en El Saler.
Sus padres murieron. Muchos amigos murieron. Hasta su confidente en València, aquel viejo colega que todas las semanas le invitaba a casa para degustar algún plato típico de su país. Allí se relamía comiendo el plubogi, consistente en unas tiras de carne de ternera marinada. Así que ya solo le queda el Jalasan, un restaurante coreano que ya es todo un clásico en Cánovas. Chang iba a comer y las hijas del dueño acudían al gimnasio a aprender taekwondo.
Aunque ya dejaron de ir. Parece que todo se va perdiendo y eso acentúa una profunda sensación de melancolía en Chang. "He pasado mi vida aquí dentro", explica en el despacho con una sudadera azul celeste de su gimnasio, de la gran obra de su vida. "Y me da mucha pena que esto se vaya a perder, que un día u otro todas mis cosas vayan a desaparecer, pero eso es la vida...".
El señor Chang ha acabado soltándose. Y al final de la entrevista hasta suelta una carcajada. Corta, pero una carcajada. Nos acompaña con paso firme, sobre sus zapatos de golf sin clavos, hasta la puerta, el umbral que ha cruzado durante 42 años. Toda una vida. Desde que llegó siendo un joven de 26 años. Bueno, de 28.