Un sector del público abuchea la puesta en escena de Nicola Raab
VALÈNCIA. Cabe preguntarse por qué Il Corsaro de Verdi se representa tan poco, cuando sus pentagramas son excelentes. Incluso se esbozan en ellos algunos motivos musicales que se desarrollarán luego en títulos suyos más populares. El libreto es de Piave, que también escribió para Verdi los de óperas tan representadas como Traviata y Rigoletto. Entre otros. Y, sin embargo, El Corsario no acaba de arrancar.
Quizá la dificultad mayor radique en la base de la que partió tal libreto, un largo poema de Lord Byron (The Corsair). En éste se proyectan muchos aspectos de la biografía del autor, prototípica del héroe romántico, pero también de su concepción del mundo y de sus sentimientos. La dificultad de darle a todo ello un formato adecuado para el teatro –por más que la música ayude a dar el salto desde la poesía- parecen evidentes. Porque, al final, con lo que se enfrentan Piave y Verdi es con la visión que Byron tiene de sí mismo (visión harto complicada), no con la verdadera historia de Byron, ni, mucho menos, con la de un corsario.
Nicola Raab, como directora escénica, intenta solucionar el asunto borrando (o intentando borrar) las fronteras entre la realidad del poeta y los escritos o sueños donde se identifica con este corsario, de forma que ambos personajes queden superpuestos y se profundice así en la imagen de Byron. Para ello se vale de los típicos telones semitransparentes y de algunas proyecciones, en el marco de una escenografía bastante modesta de Georges Songlides, autor también de un muy discutible vestuario.
La idea no parece tan mala, pero el espectador se encuentra con la otra cara del problema. En las producciones tradicionales no se entiende por qué el corsario Corrado está tan enfadado con el mundo, por qué tiene un comportamiento tan valeroso con las mujeres (incluidas las del enemigo), y por qué prefiere morir antes que matar a traición. Pero en el montaje de Raab haría falta que el público supiera que es Lord Byron, en realidad, quien está en escena. Lord Byron... y su imaginación. De lo contrario, no comprende quién es ése que se sienta y escribe, quién es el que bebe o se duerme a un lado mientras la tripulación se prepara para el ataque, o cuando las mujeres del harén alaban a la favorita. En ambos casos, falta una lógica dramática que, manteniendo el hálito poético de la obra de Byron, haga comprensibles y creíbles personajes y conflictos desde una perspectiva teatral. Hubiera ayudado, desde luego, una mejor dirección de actores, que brilló por su ausencia. Y una escenografía más ligada a ese Romanticismo inicial donde se inscribe el poema de Byron, aunque la ópera de Verdi sea ya de 1848.
El director musical fue Fabio Biondi, que intentó reproducir la orquesta y el foso de la época. Para conseguirlo, entre otras cosas, elevó éste. Y lo cierto es que la sonoridad de la orquesta cambió, y pareció que perdía un punto de sequedad, ganando “molla”. Biondi la ajustó casi siempre bien con la escena, pero tampoco acababa de encontrar el hilo dramático que hilvanase la historia. Eso sí, en el tercer acto mejoró todo: director, orquesta –más cálida- y cantantes. Y ello a pesar de que, para el final, se optó por la solución más fácil y menos inspiradora: Corrado cae al suelo, presumiblemente muerto, tras sostener a Medora en su agonía. En el libreto de Piave, se tira al mar cuando Medora muere, culminando así, con la tragedia del suicidio, la insatisfacción vital del protagonista. Pero es en el poema de Byron donde se encuentra el mejor desenlace, que hubiera sido también factible en la escena: se busca en vano a Corrado, a la mañana siguiente, encontrándose sólo un cable roto que sostenía un bote. Nadie sabrá nunca si está vivo o muerto, y entra así el corsario en la nómina de los trágicos marineros errantes que han alimentado leyendas y óperas, y que no encuentran la paz ni siquiera con la muerte.
Michael Fabiano, en el papel protagonista, fue el indudable triunfador de la noche. Un tenor con capacidad dramática, belleza vocal y noble fraseo. A pesar de la inseguridad de algunos agudos, se hizo con el difícil personaje de Corrado, luciendo un instrumento realmente grato. No pasó lo mismo con Oksana Dyka (Gulnara), que va aumentando la estridencia cada vez que nos visita. Desde aquella grata Butterfly de 2009, donde ese defecto sólo apuntaba, a las Toscas de 2011 y 2012, cada vez peor cantadas. Se añade a ello el escaso interés en lo que respecta a la introducción de matices en el canto, que siempre suena con la misma potencia y el mismo color. Las agilidades que Verdi le exige corrieron con mucha dificultad, y el dramatismo del personaje estuvo servido, únicamente, a base de decibelios. Algo mejoró, sin embargo, en el tercer acto, donde supo ofrecer algunos cambios en la dinámica y más registros expresivos.
Kristina Mkhitaryan presentó una Medora de voz dulce y correcta rmisión, aunque algo apurada en cuestiones de fiato. Se esforzó en enriquecer el canto con matices delicados, y en trasladar la angustia de su personaje. Se trata de un papel mucho más breve que el de Gulnara, ya que sólo aparece en la cuarta y quinta escena del primer acto, y en la novena y décima del tercero. También se requiere para cantarlo una soprano con capacidad para la coloratura, como en caso de Gulnara, pero sin tanta resistencia ni volumen.
Sí que necesita potencia Seid, el pachá turco, cuya tipología vocal es de barítono lírico. La voz de Vito Briane atravesó cumplidamente el foso. El fraseo, sin embargo, bastante monótono, resultaba idéntico en la expresión de los celos que en las arengas a sus soldados. Giovanni estuvo bien servido por Evgeny Stavinsky, y los pequeños papeles de Selimo, el eunuco y el esclavo fueron interpretados por miembros del Cor de la Generalitat: Ignacio Giner, Antonio Gómez y Jesús Rita. El Cor se mostró, como de costumbre, mucho mejor cuando se le piden matices y delicadeza que en los momentos de brío y bravura, donde se toman el fortísimo demasiado al pie de la letra. En cualquier caso, sin embargo, dejaron bien plasmado el espíritu de estos idealizados bandoleros del mar, tanto en el poema de Byron como en la ópera de Verdi.
El Corsario que vimos el día 28 se dio en una coproducción del Palau de Les Arts con la Ópera de Montecarlo. Ya se ha mencionado que la dirección de escena estaba firmada por Nicola Raab, así como los escollos que la obra presenta desde un punto de vista teatral. También se ha aludido a los aciertos e incongruencias de esta puesta en escena. Pero, por lo insólito en Valencia, hay que referirse al abucheo –tímido, pero abucheo al fin- que recibieron los responsables de la misma cuando salieron a saludar. Resulta curioso que otros montajes realmente esperpénticos no hayan suscitado en Les Arts la más mínima protesta, y que éste, fallido, pero cimentado al menos en el texto de Lord Byron, provocara tal reacción.
El valenciano Ernest Gonzàlez Fabra publica L’òpera oblidada, un libro que engrosa el patrimonio musical valenciano realizando una crónica de la ópera que se veía y se escuchaba en València en los tiempos de Fernando VII. Un análisis completo y detallado de todo lo que sucedía entre bambalinas en los años 1801 y 1833