VALÈNCIA. Corcolilla forma parte del conjunto de alrededor de una quincena de aldeas en las que se disemina el histórico municipio de Alpuente, en los confines de la comarca de la Serranía. Se halla a un centenar de kilómetros de Valencia prosiguiendo por la CV-35 una vez deja de ser autovía en Losa del Obispo y se transforma en una sinuosa carretera que asciende hacia Ademuz.
Hasta Corcolilla se ha desplazado Joan González, un jubilado de 78 años que consagró su vida laboral a la docencia y que entre 1991 y 1997 dirigió el concurrido instituto Cid Campeador, ubicado en el barrio capitalino de Tres Forques.
No se ha trasladado solo desde el entorno metropolitano de Valencia a casi el límite con la provincia de Teruel. Le acompañan su esposa, Pepa, sus tres hijos, sus dos yernos y nuera y cuatro de sus cinco nietos. Su viaje tiene un motivo especial: encontrarse con su pasado y con el de sus progenitores.
Su padre, Tomás González Vello, fue maestro de la posguerra incipiente, de la de dura hambruna. Originario de la comarca costera de la Safor, su primer destino resultó esta aldea de interior. Llegó en los albores de los años 40 del pasado siglo para hacerse cargo de la clase de chicos del colegio.
En aquella época todo el alumnado masculino confluía en una misma aula y el femenino lo hacía en otra. No importaba la edad. Convivían y aprendían mezclados los niños de diferente tiempo, por un lado; y las niñas también sin tener en cuenta sus años, por otro.
En la cruenta posguerra civil ejercer de maestro otorgaba una relevancia social de primera magnitud. No la desmerecía el hecho de que la paga le diera para sobrevivir a duras penas gracias a la generosidad (en forma de productos hortícolas o de animales de matanza) de las familias del alumnado. Era el erudito del lugar. Como don (tratamiento consustancial durante décadas a la profesión de maestro) Tomás en Corcolilla.
“Siempre me insistía en que si quería me ayudaría a estudiar Bachillerato, que lo conseguiría”, recuerda Alfonso, cuatro años mayor que Joan y alumno del maestro. Las circunstancias le impidieron seguir ese consejo. “Cuando tenía 12 años y medio falleció mi padre y hube de hacerme cargo de los cerdos”, explica a Joan. Se han encontrado en el inicio de la aldea. El hijo de don Tomás y su esposa han buscado a coetáneos de aquella escuela y han logrado que Alfonso les aclare dos dudas.
“Éramos unos 25 alumnos en la clase”, señala al preguntarle por la cifra exacta de compañeros. La compara con la situación actual. En Corcolilla no existe ya colegio y solo habitan dos niños que recorren a diario la distancia que les separa de Alpuente para acudir a las clases en su centro escolar.
El otro interrogante consistía en precisar el año exacto en que el que llegó don Tomás a la aldea alpontina. “En 1942”, contesta con seguridad Alfonso, de 82 años. Joan nació con posterioridad, en 1945, y vivió en Corcolilla hasta 1954. Residía allí todo el año, excepto en verano.
Con la llegada de las vacaciones estivales la familia al completo subía al autobús conocido como ´La Serrana’ con el fin de trasladarse a Valencia y, a continuación, hasta Alquería de la Condesa, en la Safor. Un día de viaje para superar una distancia que en la actualidad implica unas dos horas y media.
Continúa el paseo. Atraviesa la plaza del Practicante (término de aquellos tiempos para aludir al luego conocido como ATS, que sería el equivalente al actual TCAE) y prosigue hasta el lavadero más alejado. Desde allí asciende ligeramente para acceder a la otra calle que atraviesa la aldea, la que discurre junto a la plaza de la Iglesia. Lo hace hasta llegar a su antiguo hogar, ese del que se marchó a los nueve años.
Unas dependencias cedidas para usos municipales albergaban en aquel complejo periodo de posguerra el colegio, con su clase de niñas en un lateral y la de niños en el opuesto y, junto a ellas, la casa de la maestra y la del maestro. La de este último, la que regentaba Damiana Catalá, la esposa de don Tomás, se encontraba sobre el horno a leña. “En verano el calor resultaba sofocante”, rememora Joan.
Mientras, Pepa ha entablado conversación con dos vecinos algo más jóvenes, por encima de la sesentena, que los redirigen a las casas colindantes de tres hermanos: Tomás, Daniel y Aurelio, todos alumnos del querido maestro. “Vayan. Les alegrará mucho verles”, anticipan animosos.
De camino a casa del primero, les alcanzan Pepe y su hija. El primero fue también alumno de don Tomás y saluda efusivamente a Joan (Juanito cuando se conocieron). “¿Te acuerdas de mí?”, le espeta. “Claro que sí”, responde el visitante para confirmar con sus sus palabras el nombre propio de su excompañero de aula y la profesión de carpintero ligada a su familia. “Don Tomás era muy querido; nos acordamos mucho de él”, apunta Pepe.
En aquellos tiempos la figura del maestro iba bastante más allá de impartir clases magistrales. En una época de analfabetismo endémico, ayudaba a escribir cartas, a gestionar con la Administración, a ilustrar con historias la austera vida de sus convecinos y a un sinfín más de actividades y tareas. En el caso de don Tomás, destilaba vocación pedagógica.
Continúa el paseo. Llaman a la puerta del primero de los tres hermanos, de Tomás (su nombre está más que vinculado con el poso que dejó el ilustre maestro). Les abre su esposa y les insiste en que entren. El resto de la familia espera fuera, sintiendo la emoción que embarga a Joan con esta sucesión de reencuentros.
Son casi las dos de la tarde. Va a abrir el célebre horno moruno, el que atrae a visitantes que acuden ex profeso de otras localidades. Únicamente ofrece sus productos de jueves a domingo. Lo hace en horario vespertino, que en el caso del citado jueves y de sábado se limita a un par de horas: de 14 a 16. Elabora la mayor parte de su producción por encargo. Si quieres su afamada bolla has de llamar con días de antelación para reservarla.
Se ha formado rápidamente una cola de unas 15 personas en la citada entrada. Mientras tanto, Joan y Pepa salen de casa de Tomás. Les acompaña este último. Caminan con la confianza que otorga la fraternidad, con la simpatía que genera haber compartido un pasado que recuerdan con cariño pese a su dureza. El discurrir del tiempo todo lo atenúa.
Se dirigen a la vivienda de Aurelio. Este sale a la puerta con una enorme sonrisa a modo de efusivo saludo. Hablan, como no podía ser de otro modo, de don Tomás, la persona que los une a todos.
Como a Patro. Con los ochenta superados con creces, espera aposentada en una silla de ruedas abatible su turno para entrar a las dependencias del horno. Su hija le explica que Joan (Juanito) es hijo de don Tomás. El primero la recuerda, en su niñez, como una joven con la que se cruzaba por el pueblo.
Patro observa a los nietos más pequeños de Joan, con 10 y 11 años, y deja claro que su mente evoca a su interlocutor con la misma claridad que observa a esos niños. Aunque Joan ya tenga 78, la anciana lo vislumbra como cuando apenas alcanzaba la decena.
Las imágenes del pasado se traducen en una amena conversación repleta de nostalgia, de miradas vidriosas que contemplan pensativas, de rostros ajados solo para quien no ha compartido el pasado. Para quienes lo han hecho, nada ha cambiado. Continúan siendo los alumnos de don Tomás, al maestro cuyo legado, 70 años después, sigue vivo en la remota aldea de Corcolilla, en la Serranía valenciana.