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VALÈNCIA A TOTA VIROLLA

Las siete vidas de Miguel Arraiz, el constructor de la ciudad que se discute

De Castielfabib a la nueva Àgora, la trayectoria del arquitecto está definida por una cruenta batalla contra la protocolización del espacio público

2/07/2022 - 

VALÈNCIA. Se detiene ante la pregunta de cuál es su trabajo. Si su propia acción fuera una expresión física, más bien su oficio se parecería a una membrana que conecta el espacio compartido y los simbolismos. Miguel Arraiz hace unos días que ha ‘plantado’ su última obra en la ciudad -el Àgora de la plaza del Ayuntamiento-, esta vez en pleno tiempo bisagra de la primavera al verano, y no tiene previsto quemarla.

Sus pasos sobre Valencia son como las travesuras de quien se resistió a que le llamaran, canónicamente, arquitecto. Desde hace unos cuantos meses forma parte de la sala de máquinas de la Capital Mundial del Diseño como director de proyectos, y aunque parece instalado en el ojo de su propio huracán, solo es un instante más en las siete vidas de Arraiz como artesano de una urbe que discute sin parar aquello que se supone indiscutible.

Foto: KIKE TABERNER

-¿Arquitecto?

-Miguel Arraiz: En realidad hacer arquitectura lo decido con ocho años. Quería ser arquitecto y poeta.

-Pueden estar muy alineadas las dos cosas.

-Mi tío, Miguel Ángel Arraiz, era uno de los fundadores de ‘Vetges Tu i Mediterrània’ y murió cuando yo estaba en primer de carrera. Fue un inicio traumático. Decidí que iba a aprender viajando. Acabé siendo el contacto nacional de la Asamblea Europea de Estudiantes de Arquitectura. Me permitió tejer una red en toda Europa. Acabamos montando un encuentro de 22 países en València, en 1998. Nos juntamos en el Convento del Carmen, que estaba abandonando. Nos dieron las llaves y ahí estábamos, con velas a las cuatro de la madrugada. El encuentro se llamó ‘De metrópolis a telépolis: centro históricos contra globalización’.

-¡La aldea global!

-Era una época bestia con la ampliación del Blasco Ibáñez, la destrucción del Cabanyal… Uno de los proyectos del encuentro, con una visión muy desde fuera, planteaba arrasar el Cabanyal y arrasar Blasco Ibáñez para que una lengua de mar llegara hasta Viveros. València al mar a la inversa.

Foto: KIKE TABERNER

-¿Qué te interesaba de la ciudad?

-El urbanismo en la escuela de arquitectura se explicaba de una manera muy extraña. Casi hacíamos grandes proyectos con pastillitas de jabón sin acabar de entender con qué escala estábamos trabajando. Eso lo entiendes después. Un día pasé por el Colegio de Arquitectos y me metí de ayudante para montar un congreso (¡Ciudades para la sociedad del siglo XXI!). A los siete meses había elecciones y acabé de delegado de cultura del Cultura, con 24 años. Esta ciudad tiene cosas malas, pero si te mueves es muy permeable.

-Te acabas transformando en un arquitecto que hace fallas. 

-Yo tenía un estudio (junto con Bruno Sauer) de quince arquitectos, haciendo entrevistas para tener treinta. Entonces me voy a hacer puñetas y me pongo con las fallas.

Con los arquitectos y con los diseñadores pasa que todos nos juntamos para decir que tenemos que cambiar la ciudad… pero en realidad todos estamos de acuerdo. Pero cuando bajas a las Fallas, a la vía pública, te das cuenta de que la gente no está de acuerdo entre sí. Para conseguir cambios tienes que enfrentarte a la realidad, saber modular tu trabajo.

Cuando hice la primera falla, Xufina, al mismo tiempo estaba haciendo un edificio detrás de las Torres de Serrano. Un hueco que iba a ser imagen urbana durante cincuenta o sesenta años. Pero ese edificio no generó ningún debate. Nadie decía nada. ¡Pero un muñeco rosa con escamas generaba un puñetero debate en la ciudad! Me hacía pensar que esto tenía mucha potencia, que con esas intervenciones se podían acelerar las reacciones.

Foto: KIKE TABERNER

-¿Cómo surge la primera posibilidad de intervenir en el espacio público?

-Porque mi hija nace un 19 de marzo. Dos semanas después hay una reunión en la falla (Castielfabib), me pongo a dibujar y, como un juego, digo: pues para hacer lo que hacéis… este año hago yo la falla infantil. Unas semanas después el diario Levante se entera y publica: ¡la crisis lleva a un arquitecto a hacer una falla! Se me tiró encima todo el gremio de artistas falleros. Pero eso me presionó para no sacar una falla cualquiera, porque todo el mundo iba a venir a verla. Era una historia que planteaba personajes grises, no princesas. Tuvo una visibilidad muy grande y la comisión me planteó hacer la grande. Yo les dije que claro, pero que no les iba a contar nada hasta el 14 de marzo. Desarrollé un pabellón con palets, con una colaboración con Carmen Calvo, sobre quién maneja los hilos. ‘No prestes atención al hombre detrás de la cortina’. Al verlo, me querían matar. Llego con tres camiones de palets. ¡Tres paredes de madera! No entendían nada. ‘Qué pena, os ha dejado tirado el artista fallero’, pensaban los vecinos. Pero la cremà fue tan brutal, tenía tanta carga térmica, que los bomberos se quedaron sin agua. Me permitieron seguir… ¡pero la próxima que tenga ninots! Y la próxima fue un termitero con 500 gusanos de cera, asquerosos.

-¿Cómo te estaba cambiando esa experiencia como arquitecto?

-Empezaba a entender cómo funciona el espacio público. Me ha venido muy bien para saber con qué espacio y volumen funcionan las cosas en la ciudad. Me ha servido para conceptualizar el Àgora en esta plaza del Ayuntamiento.

-Y de repente Nou Campanar, en 2015. 

-Junto a David Moreno, la oportunidad para que todo lo que se había experimentado a pequeña escala pudiera hacerse a lo grande. Había mucho debate por plantear: la mercantilización del espacio público, quitar las vallas, que el arte no sea un jarrón chino que se coloca en una plaza… No se trata de innovar en una falla, se trata de innovar en nuestra implantación durante una semana en el espacio público. Sin caer en lo básico de carpas, zona de juego, zona de paella… sin nada más. La de Nou Campanar era una falla atrapamoscas: si venías desde lejos la veías y querías insultarnos, que es de hecho lo que pasaba; cuando te acercabas veías que era gratis entrar, lo cual te gustaba más; si seguías acercándote, te fijabas en el suelo de Nolla y decías ‘qué bonito’; leías los tweets y te reías. Venías cabreado, salías riéndote… El cuerpo les pedía seguir insultando, pero no podían. Fue un momento de inflexión, la pena es que las fallas acaban expulsando el talento. Te permiten que estés cinco, seis años, pero no lo retienen y la rueda vuelve a empezar.

-Un pequeño detalle: la falla se cae.

-Siempre digo que no se cae. Hubo un control absoluto del prototipo. Aguantaba hasta ciertas condiciones, salió el peor tiempo en 25 años y eran unas condiciones que no podía aguantar.

-Después de Nou Campanar, ¿tu profesión ya era otra?

-A mi hijo le preguntaron el otro día en la escuela: ¿tu padre es arquitecto, verdad? Y la respuesta de mi hijo fue: ya no. Según mi hijo soy artista con palitos. Tengo la impresión de no haber trabajado en la vida. Porque si no me motivo soy incapaz de trabajar. Es un gran problema, aunque siempre he acabado encontrando una motivación. Tras caerse Nou Campanar nos llaman del Burning Man. No tenemos mucho que hacer y tiramos de ese hilo. Los mismos debates que teníamos en València y que creíamos imposibles, veíamos que se hacían allí. Cómo usar la creatividad para hacer que todos vayamos a una. Aquí siempre estamos contando fuera que las Fallas son lo mejor del mundo. Pero eso no es verdad, la manera de ser los mejores, de sacar todo el potencial, es convertirte en un referente. Pero no hay artistas en el mundo que quieran venir a hacer fallas. Le doy vueltas a cómo podríamos ser capital mundial de las fiestas del fuego… Se trata de traer a referentes de fuera e integrarlos aquí. Una cosa es el intercambio cultural y otra la promoción turística. Hay una gran diferencia.

-Fruto de muchas de estas cosas acabas como director de proyectos de València Capital Mundial del Diseño. 

-Me pareció que de haber pensado mi profesión ideal me hubiera costado acertarlo tanto. Un elemento como esta Àgora creo que contribuye al sentimiento de pertenencia. Sigue consistiendo en el mismo debate sobre la mercantilización del espacio público. Esto es para la ciudad. Si hay eventos bien, pero si no la ciudad la puede recorrer. Además, cuando la ves de lejos no te molesta. Tampoco tienes la sensación de ser pequeña, se diluye. Mientras que de cerca toma presencia. Debía ser rotunda, pero sin mucho ego. Esta plaza no tiene una escala mediterránea, es el vacío brutal del Convent de Sant Francesc más su jardín. Entonces está colocado en la forma triangular de lo que era el jardín. Es una plaza muy complicada. No puede responderse solo desde la arquitectura. Muchas veces no hay reflexión, sino la intención de colocar el jarrón y ver cómo funciona.

-¿Cuál será tu siguiente paso?

-Me gustaría compartir todo lo que se ha hecho aquí y poder confrontarlo con lo que se ha hecho en otras ciudades para traer ese beneficio de vuelta. Lo que me ha permitido esta ciudad es difícil que me lo permitiera otra: ha hecho posible que la tome como un laboratorio. València no es inmovilista: si tú estás convencido de lo que quieres, es fácil de engañar. Si el resultado es bueno, no se enfada porque la hayas engañado.

Foto: KIKE TABERNER

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