VALÈNCIA. La crisis económica de 2008 pone el punto de partida a Salam (Valnera, 2025), novela gráfica que retrata la desintegración moral y de un joven matrimonio con hijos que pierde su situación financiera holgada y su estatus social cuando el padre de familia, vinculado al sector de la construcción, cae en bancarrota. El progresivo declive emocional de este núcleo familiar llega a su punto de máxima tensión cuando aparece en la puerta de su domicilio un niño al que la pareja apadrinó durante un viaje a la India, quince años atrás. El pánico pondrá a toda la familia en alerta, dejando a la intemperie no solo el racismo intrínseco de la sociedad occidental, sino también las enormes diferencias intergeneracionales que alejan al matrimonio de su hija adolescente.
El escritor Héctor Hugo Navarro (València, 1973), al que conocemos por novelas como La memoria del bandido (Drassana, 2016) y Pontiac (Estvdio, 2021), así como por ensayos como la biografía que publicó en 2018 sobre la banda de punk valenciana Interterror, debuta en la novela gráfica junto al dibujante Javier Alamán (Cuenca, 1969). En esta historia, que nació como un relato corto, se aleja del contexto habitual de sus relatos, los barrios y las tribus urbanas de los años ochenta.
“Salam empezó como un relato corto que intenté estirar para convertirlo en novela, pero no daba para tanto. Acabó en un cajón porque me quedé en ese temido terreno de nadie, el de las malditas 50 páginas”, explica el autor, amigo y compañero de trabajo de Alamán en el Instituto Cueva Santa de Segorbe (uno es profesor de literatura, y el otro de artes plásticas y fotografía). “Conocí a Javier a través de una charla que dio sobre lenguaje y composición de cómic. Él me dijo que siempre había querido dar el paso a crear su propia obra, pero le faltaba una historia, así que le pasé alguno de los relatos que tenía parados y al que le vio más posibilidades fue a Salam”. El resultado es un volumen de 140 páginas que ha sido reconocido este año con el Premio Novela Gráfica Óscar Muñiz que otorga el Gobierno de Cantabria, y que acaba de llegar a las librerías de todo el país.
Adoptar como símbolo de estatus social
“Hubo una época en la que estuvo muy de moda el tema de apadrinar un niño en países del entonces llamado tercer mundo, mediante el envío de dinero y el intercambio de cartas y fotos. Era una cosa que en teoría estaba muy bien, tenía un objetivo positivo, pero yo siempre pensaba que era un poco raro eso de ir a una casa y ver la foto de la familia occidental con el niño de rasgos africanos o sudamericanos. Me parecía un poco de postal para exhibir entre las amistades y mostrarles que ellos estaban en contacto con un mundo lejano que casi nadie conocía de primera mano. Una cosa como de atrezzo que ahora no se da porque la inmigración ya nos ha puesto en contacto con personas de muchos orígenes, y por tanto aquello ya no parece tan exótico”. “Retorciendo un poco esa idea -apunta Héctor Hugo-, me preguntaba hasta qué punto podemos creernos realmente que existen unos verdaderos lazos familiares, y qué pasaría si el niño sintiera que tiene realmente unos padres adoptivos en Europa los que pudiese confiar muchos años después en caso de verse en dificultades”.
La hipótesis de Héctor Hugo en esta novela es que el altruismo y las buenas intenciones de antaño se diluyen como un azucarillo cuando el matrimonio ya no está en condiciones de alardear de su estatus social, sino que ha entrado en modo de supervivencia. “Cuando todo se tambalea, cada uno busca la salvación propia”.

Dibujo analógico
Inspirándose en sus dibujantes de cómic preferidos, como Frederick Peeters, Aude Picault, David Rubin, Graig Thompson o Ciryl Pedrosa, Javier Alamán planteó este proyecto como un trabajo de dibujo completamente analógico: mesa de luz, pincel, tinta, acuarelas y rotuladores acuarelables. “La historia pedía un estilo realista, con muchos elementos cinematográficos, como los flashbacks. Tiene un guión austero donde los silencios son muy importantes, pero se apoyan en un lenguaje plástico muy directo”, apunta.
Es un estilo bitono donde manda esencialmente el blanco y negro, dejando a los colores una función simbólica; la de representar a los distintos personajes y su estado emocional. El azul tiñe las viñetas en las que el padre echa la vista atrás y recuerda con melancolía algunos episodios poco lustrosos de su pasado, mientras que el color verde representa a la hija, un personaje importante puesto que es el que da el contrapunto moral a sus padres, y representa, incluso desde la displicencia irritante de la adolescencia, una frescura y una mentalidad mucho más abierta y sin miedos que la de sus padres. El color tierra, finalmente, es el que nos habla de Salam, el niño inocente que llega a España en busca de unos padres adoptivos que, en el fondo, nunca lo fueron.
La historia, aclara Hugo Navarro, no está basada en ninguna historia real que conozca de primera mano. El personaje de Salam es un vehículo para hablar de las contradicciones de la sociedad occidental, que son muchas y muy inquietantes.
