VALÈNCIA. Susana Martín Gijón continúa en La capitana (Alfaguara) -y tras La Babilonia, 1580- su exploración del siglo XVI desde la mirada del género negro, un territorio donde la escritora cruza la intriga criminal con la historia y la reescritura de la memoria. En esta ocasión, la autora convierte el Monasterio de San José de las carmelitas descalzas en Granada en el escenario de un crimen atroz. Pero a finales del siglos XVI en la ciudad de la Alhambra confluyeron personajes históricos que la escritora pone como protagonistas para que se hagan cargo del caso, como San Juan de la Cruz, Juan Latino, o Sor Ana de Jesús.
—Antes de meternos en la propia novela, quería empezar preguntándote por esa idea de juntar historia y novela negra, que es algo que estás explorando últimamente en tu carrera literaria. ¿Cuál es el primer impulso y qué te encuentras al mezclar dos géneros literarios que suponen procesos de escritura tan diferentes?
—La verdad es que tiene su complejidad. Yo me lo tomo como un reto, especialmente en la primera, cuando paso de novela contemporánea —que eran diez novelas las que llevaba publicadas en ese momento— a este salto a la histórica. El desafío es narrar tratando mantener la misma agilidad. No deja de ser un thriller: tienen que estar esos capítulos cortos, adictivos, los giros de guion, mantener la intriga, jugar con los indicios, con los sospechosos… Todo eso tiene que estar de forma dinámica, pero al mismo tiempo lograr que quien está al otro lado de las páginas se sumerja en ese contexto histórico y se impregne.
Para eso hace falta muchísima documentación previa, tener muy claro lo que quieres contar y no caer en querer contarlo todo en detrimento del ritmo. También mucha experiencia sensorial, utilizando la descripción de los sentidos. El lenguaje requiere otro equilibrio: enriquecerlo con términos del periodo que ayuden a transportarnos, pero sin entorpecer la lectura porque sean desconocidos o difíciles de comprender. Hay mucho trabajo previo, documentándome, leyendo todos los textos de la época que caen en mis manos. Por ejemplo, las epístolas entre Santa Teresa y San Juan de la Cruz me han sido especialmente útiles.
—Dices que eres súper obsesiva con la investigación histórica. Luego, está la pericia de hacerla un poco invisible, para que el lector no lo perciba como un exceso de información, sino como un detalle más.
—Claro, realmente no lo va a percibir. Si es un historiador o alguien que controla especialmente esa época, sí se dará cuenta de que lo que hay detrás es mucho rigor histórico y una documentación importante. Pero si no, tampoco. Lo importante es que no lastre la historia. A mí sí me parece un ejercicio de honestidad para con el lector mantener el contexto y los personajes. Digamos que cojo esa estructura y no la manipulo a mi antojo, sino que es mi campo de juego, y dentro de esa historia es donde trenzaré la ficción criminal.
—Tal vez el primer reto que tiene un proyecto de novela histórica es decidir un momento y un lugar interesante. ¡Y después de leer este libro pienso que no hay un momento ni un lugar más interesantes que Granada a finales del siglo XVI!
—Y sin embargo es un territorio muy poco explorado, que era también lo que a mí me llamaba la atención. También el contraste con la anterior novela, que transcurre exactamente en la misma etapa —apenas cinco años de diferencia—, en Sevilla, cuando estaba viviendo su etapa de mayor esplendor y riqueza. Sin embargo, en Granada ocurre lo contrario: había pretendido ser esa gran capital de la cristiandad, se había invertido mucho, se había apostado por ella, pero todo aquello se deshace y la sociedad entra en una crisis importantísima. Es una ciudad muy hundida en ese momento.
Me interesa mucho ese contraste y también que sea un territorio poco explorado en la ficción. Están pasando cosas muy interesantes para la historia de nuestro país, y hay personajes que pululan por ahí muy sugerentes, como Juan Latino, San Juan de la Cruz o, por supuesto, Sor Ana de Jesús, esta capitana de las prioras.

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—De hecho, la inclusión de tantos personajes reales conlleva una responsabilidad como escritora: ponerlos a hablar entre ellos, encontrarlos. ¿Por qué te interesaba servirse de personajes que no solo son reales, sino también importantes para la historia?
— En parte es un ejercicio, yo creo, de reparación o de vindicación histórica, porque me encuentro con personas que merecen tener un lugar en la historia que les hemos arrebatado. Un caso claro es el de la capitana de las prioras, algo muy común en el caso de las mujeres: siempre se ha escrito la historia desde una mirada masculina y parece que las gestas tienen menos importancia cuando las realiza una mujer. La documentación del siglo XVI está ahí, muchísima, pero después no la hemos colocado en su lugar.
Y no solo me pasa con la capitana, también con Juan Latino: ese hombre que nació como esclavo, que superó todas las barreras sociales y que no solo fue el primer catedrático negro de Europa, sino que estuvo reconocido por el propio Felipe II y por literatos de su época como Cervantes o Lope de Vega. Y, sin embargo, en Granada apenas se le conoce, cuando fue alguien que sin duda destacó no solo allí, sino en el resto de las Españas, en una época en la que la información no fluía como ahora y aun así estaba tan reconocido. Me parece que es un ejercicio de reescribir la historia de forma más justa, dejando a un lado los prejuicios y quedándonos con la importancia real de las gestas de esas personas.
—Me interesa mucho el desarrollo de la novela porque empieza de una manera muy frenética y parece que va a ser casi un whodunit clásico, pero de repente la segunda y la tercera parte ensanchan la historia, la expanden. ¿Cómo iba creciendo la novela en tus manos, en el propio proceso?
—Sí que es cierto que a mí me interesaba especialmente narrar esa vida conventual, esos refugios femeninos, porque eran los espacios del saber, los lugares donde las mujeres durante siglos —ya en el XVI y mucho después— han podido cultivarse y crecer en disciplinas que no se les permitían en otros ámbitos. Me interesaba narrar eso, explorarlo, meterme ahí, dibujar cada una de las personalidades, no encasillar a las monjas como un estereotipo, sino mostrarlas en toda su diversidad: su vocación, su motivación para estar ahí, todo.
Pero también es cierto que, a medida que me voy sumergiendo en esa Granada del XVI, veo la fuerza que tiene y quiero pasearla más, habitarla más. Entonces la novela se va abriendo. Para ello me sirvo de San Juan de la Cruz —que no tenía por qué estar metido en la clausura—, de Juan Latino, que va tomando mucha fuerza, o de algunos momentos en los que la capitana se salta esa autorización varonil que debía pedir y, si quiere resolver esos crímenes, también tiene que recorrer y habitar esa ciudad fuera de los muros del convento.
—Podríamos pensar en esta historia y recordar El nombre de la rosa, de Umberto Eco, pero precisamente pienso que el hecho de que el convento sea de religiosas lo cambia todo. ¿Lo sientes así?
—Sí, para mí eso es esencial. Me interesaba precisamente el convento femenino para dar visibilidad a todo eso que siempre hemos mirado desde lo masculino y que no hemos reconocido. Quería explorar esos espacios. Es verdad que El nombre de la rosa sobrevuela un poco toda la narración, por el referente tan claro que supone una novela de crímenes en un convento, pero para mí es muy relevante y esencial, como tú dices, poner el foco en las mujeres esta vez y darles voz a ellas.

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- Foto: Jesús Hellín / Europa Press
—Hablábamos antes de los personajes reales, pero esta también es una novela de personajes: cada una de las monjas que forman parte del convento tiene una presencia marcada. Son figuras que quizá, al no tener nombre y apellido reconocibles, quedan más en segundo plano, pero en la novela cada una está dibujada con una personalidad propia.
—Sí, yo he hecho un esfuerzo especial por diseñar y modelar cada una de esas personalidades porque me interesaba mucho. Me parecía muy fácil caer en uniformarlas: se suele encasillar y estereotipar mucho a las mujeres, y si además les pones un hábito y un velo, parece que cancelas prácticamente su identidad. Creo que eso está en nuestro imaginario y lo hacemos de forma inconsciente.
Son diez monjas, mujeres que, además, con ese hábito sufren un cierto borrado: se borra hasta el nombre cuando deben elegir otro. ¿Cómo lograr que el lector las diferencie perfectamente? Le he puesto mucho cariño, quería reflejar toda esa diversidad: desde la que meten en el convento porque la familia no puede pagarle la dote para casarla, hasta la que ya ha tenido bastante con un matrimonio y no quiere pasar por otro, o la que busca cultivarse intelectualmente.
Las relaciones entre ellas, los afectos, los desafectos, las complicidades... todo eso me interesa muchísimo. Y luego, como al final estamos jugando a un whodunit, sobre todo al comienzo, cuando aparece el primer muerto y miramos a las diez monjas de esa comunidad, cada una va a tener un secreto. Lo que hay que averiguar es qué secreto es, si influye o no, si hay un cadáver detrás de ese secreto o no.