Con su aire nostálgico y un punto decadente, la capital lusa conserva intacta su autenticidad al mantenerse al margen de toda moda
VALENCIA. Si estuviera 2.000 kilómetros más al norte y los cafés costasen tres euros, Lisboa aparecería siempre en las listas de ‘capitales imprescindibles’ en Europa. Pero ni falta que le hace. La ciudad portuguesa parece deliberadamente enganchada a su pasado, como si se resistiera a dejarse llevar por las modas. En un mundo en el que todo sucede a un ritmo trepidante, sabe sacar partido de su aire nostálgico y hasta cierto punto decadente. Por eso, la autenticidad lisboeta, una de las pocas ciudades del Viejo Continente que se resiste a renunciar al pasado para adecentar su fachada al gusto del turista, seduce cada vez a más visitantes.
Suele decirse que Lisboa es una ciudad ideal para una escapada de fin de semana. En efecto, dos días son suficientes para conocer lugares tan emblemáticos como la torre de Belem, el elevador de Santa Justa o el Puente del 25 de abril. Pero tan pronto ponga un pie en la ciudad entenderá que no se trata tanto de ver como de experimentar. De ser parte de la vida de unos barrios donde la ropa aún se tiende en la fachada y las sillas se sacan a la calle. Y para eso tanto dan dos días que doscientos: Lisboa siempre le brindará rincones por descubrir o conversaciones que mantener mientras contempla el atardecer desde alguno de sus encantadores miradores.
La mejor consigna para explorar Lisboa es desistir de ajustarse a cualquier plan que pueda cerrar ventanas a la improvisación. El consejo sirve sobre todo para la Alfama y la Mouraria, el entramado de cuestas adoquinadas y sombrías escalinatas cubiertas de musgo que se extiende en las faldas del Castillo de San Jorge. Pero también para la Baixa pombalina y Chiado o el barrio Alto.
La Plaza del Comercio, el lugar desde el que la ciudad se abre al Tejo y al mundo, es un buen punto de partida para recorrer los rincones más sugerentes de la capital lisboeta. Esta plaza monumental, epicentro del poder durante décadas, ha sido escenario de importantes episodios históricos. Sede de la monarquía lusa hasta el traslado del Palacio Real a la zona de Belem tras el gran terremoto de Lisboa, fue aquí desde donde el 25 de abril de 1974 los revolucionarios dirigidos por Salgueiro Maia iniciaron la Revolución de los Claveles que culminó con la caída del último dictador portugués, Marcelo Caetano.
En la plaza hay varios elementos sobre los que merece la pena detener la atención por su carga simbólica. Es el caso de las dos columnas que emergen de la escalinata que se adentra en el río, el lugar desde el que la ciudad se asoma al Tajo. Hay quien ve en el Muelle de las Columnas una clara referencia a la entrada a los templos masónicos. El Arco triunfal de la Rua Augusta simboliza el portal del mundo a los misterios de Lisboa. Está rematado con figuras representativas de la lusitania gloriosa, el río Duero —con un racimo de uvas en la mano— y el Tajo. También aparecen Viriato, jefe lusitano que combatió la expansión del imperio romano, Vasco da Gama, el marqués de Pombal y el general Nuno Álvarez Pereira, estratega en la victoria contra Castilla en la batalla de Aljubarrota.
Tras el arco, las calles de la Baixa se extienden como costuras de las heridas abiertas por uno de los sucesos más trágicos a los que se ha enfrentado la ciudad: el terremoto y posterior maremoto de 1755, que supuso la pérdida de entre 60.000 y 90.000 vidas sobre una población de 270.000 personas. La Rua Augusta es referencia fundamental en la Baixa pombalina, en honor del Marqués de Pombal, encargado de su reconstrucción con el oro de Brasil. La cuadrícula de la Baixa, entre la Plaza del Comercio y la céntrica Plaza del Rossio, es una de las zonas más animadas de la ciudad por la elevada concentración de bares, restaurantes y confiterías que atraen a locales y turistas. Del barrio, muy agradable para pasear porque muchas de sus calles son peatonales, llama la atención la uniformidad arquitectónica.
La urgencia con la que hubo que levantar de nuevo la ciudad obligaba a ceñirse a unos estándares muy marcados. Las calles que discurren perpendiculares al río tienen todas ellas nombres que evocan viejos oficios (Sapateiros, Rua Áurea, Rua da Prata) y las paralelas reciben la denominación de las antiguas parroquias. Una de ellas, la Rua de Santa Justa, desemboca en el que quizás sea el icono turístico más reconocible de la ciudad: el elevador de Santa Justa.
Diseñado por el arquitecto Raúl Mesnier de Ponsard e inaugurado a principios del siglo pasado, la función original de este ascensor de inspiración eiffeliana era salvar el desnivel que existe entre la Baixa y el barrio de Chiado. Hoy se ha convertido en uno de los puntos que más visitantes atrae por las buenas vistas que ofrece de la Plaza del Rossio y la Baixa pombalina con el Castillo de San Jorge al fondo. Pero al mirador también se puede acceder directamente desde la plaza Largo do Carmo, en Chiado, por un acceso lateral del Convento do Carmo, una alternativa que ahorra largas colas.
El paseo por la Baixa desemboca en la Praça da Figueira, que durante mucho tiempo albergó un mercadillo de frutas y verduras en pleno corazón de la ciudad y que, pese a su aspecto descuidado, no hay que pasar por alto. Una de las razones es el pintoresco Hospital de las Muñecas, una tienda museo que funciona desde 1830, o la Casa de las Bifanas, uno de los locales con más solera para probar estos típicos bocadillos de lomo con piri piri y mostaza. En la misma plaza, resulta imposible resistirse a los típicos dulces portugueses (bolos) de la Pastelería Suiça o la Confitería Nacional, abierta en 1829 y con un interior que merece la pena curiosear. De entre toda la oferta, el pastelito de nata es el rey.
A escasos metros, sobre uno de los costados de la plaza del Rossio, se levanta la elegante fachada del Teatro Nacional. Las terrazas de los locales que la rodean están llenas casi a cualquier hora del día de turistas que disfrutan del envidiable clima lisboeta. Muy cerca, la Iglesia de Santo Domingo es otro de los lugares con una carga histórica de tintes dramáticos que sobrecoge al visitante. Lisboa se precia de tener varios lugares misteriosos y semidesconocidos como esta iglesia, tristemente recordada como el lugar en el que en 1506 se produjo la Matanza de Pascua, con cerca de 2.000 judíos conversos asesinados. Un sencillo monumento en el exterior recuerda ese suceso a modo de reparación.
Levantada en el siglo XIII, ha sido reconstruida tras incendios, terremotos y otros desastres. Su interior muestra las huellas de la destrucción que causaron las llamas en 1959, que ya no fueron reparadas. Por un lateral de la cercana estación del Rossio, en un edificio de estilo manuelino que lo convierte en uno de los más singulares de la capital, se asciende a Chiado, donde las referencias fundamentales son las plazas Largo do Carmo y Luis de Camoes. Junto a la segunda, la cafetería A Brasileira es otro de los locales históricos que merece una visita.
Los portugueses se toman el café muy en serio y lo sirven en decenas de variantes. El Bica (beba isto com açucar) es el café por excelencia: corto, intenso y profundo. En la terraza, el escritor Fernando Pessoa, representado en una estatua de bronce, aún parece disfrutar del suyo. A escasos metros, en una esquina de Rua Garrett, la librería Bertrand, la más antigua del mundo que sigue en funcionamiento (fue fundada en 1732) sobrevive a la invasión de cadenas de moda internacionales que poco a poco van tomando los locales que la rodean.
El eterno encanto de la alfama o la baixa pombalina contrasta con la animada vida nocturna de chiado y el barrio alto
Desde la Plaza Luis de Camoes, el característico tranvía histórico 28 de Lisboa se desliza con parsimonia hacia la Alfama. El tintineo es permanente en un trayecto que recorre los lugares más emblemáticos del barrio más antiguo de la ciudad, como la catedral o Sé de Lisboa. Si las cuestas no son un problema, la consigna es abandonarse. Perderse intencionadamente para que se vayan revelando al paso fachadas de azulejo y callejuelas con encanto hasta alcanzar el famoso Castillo de San Jorge, una de las principales atracciones turísticas de Lisboa con extraordinarias vistas sobre el Tajo.
Al margen del Castillo, los miradores son el punto fuerte de Alfama. El de Santa Lucía, cerca de la Sé, es uno de los más concurridos. Los rayos del sol al atarcer sobre las buganvillas y los azulejos rotos le confieren un ambiente especial. Para obtener las mejores vistas es preciso subir un poco más, hasta el mirador da Senhora do Monte, el más elevado de la ciudad. Cerca del Castillo, el mirador de Sophia de Mello Breyner Andresen, o simplemente Mirador de Gracia, es el preferido por los jóvenes locales. Sin estar tan concurrido como el de Santa Lucía, cada tarde decenas de lisboetas se concentran en él para disfrutar de una copa de vinho verde con vistas al Castillo de San Jorge y el Convento do Carmo.
A aproximadamente veinte minutos en tranvía desde la Plaça da Figueira se encuentran dos de las atracciones que por nada debe perderse quien visite Lisboa por primera vez. Una es la célebre Torre de Belem, construida en el siglo XVI, en plena Era de los Descubrimientos, como estructura defensiva y que es probablemente el principal símbolo de la capital. El otro es el espectacular Monasterio de los Jerónimos, construido en el siglo XVI y uno de los mejores ejemplos del estilo manuelino de todo el país. Para recorrer su Iglesia, donde descansan los restos de Vasco da Gama, y el claustro, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, conviene reservar cerca de media jornada.
(Este artículo se publicó originalmente en el número de marzo de Plaza)