Música y ópera

crítica de concierto

Llega Sokolov y se abren las cortinas

  • Foto: EVA RIPOLL.
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VALÈNCIA. (VP/EP). El pianista de San Petersburgo tiene el gesto adusto, pero su forma de conectar con el público –al que no sonríe jamás, por mucho que le aplaudan- es de una rara intensidad. A los pocos minutos de comenzar un recital, se hace muy patente la concentración de los oyentes, se tensa la atmósfera en la sala, y no se oyen apenas toses. El porqué sucede esto cuando apenas ha empezado a tocar es de difícil explicación, pues otros grandes intérpretes no lo consiguen en todo el concierto. Favorece tal actitud, sin duda, el que la iluminación de la sala esté mucho más rebajada. Aunque, según con quién, la disminución de la luz sólo provoca el aumento de somnolencia.

En fin, la capacidad de transmisión emocional de Sokolov se está convirtiendo en una auténtica leyenda, pero, al verificarse cada año, ha dejado ya de ser una sorpresa. Jamás utiliza los recursos facilones de algunos divos y divas, cuyo verbo y gesto están mucho más estudiados que la propia partitura. En su caso sucede al contrario: jamás le hemos oído ni una sola palabra. En cuanto al gesto, se dirige al piano como si fuera un autómata, se sienta, toca, saluda rígidamente en los aplausos, y se va, también como un autómata.

Pero cuando se sienta y toca, empiezan a descorrerse las cortinas. La luz que ha huido de la sala parece proyectarse ahora en la música, iluminándola con intensidad y permitiendo que la gente perciba bellezas antes escondidas. Aunque se trate –a veces- de partituras muy conocidas, se sale siempre de los recitales del ruso como quien descubre, si no un mundo nuevo, el mismo mundo bajo una nueva luz. Se dirá que esto sucede con todos los grandes intérpretes, que Sokolov no es el único en lograr tales milagros. Pero, en la escena pianística y en el momento actual, lo cierto es que se cuenta entre los mejores.

Porque, además, es amplio el ámbito sobre el que ejerce sus poderes: desde los clavecinistas franceses, que resitúa bajo las potencialidades del piano moderno, hasta Prokófiev, pasando por los gigantes: Bach, Beethoven, Schubert, Schumann, Chopin... la última de las propinas que dio el pasado domingo, Des pas sur la neige, (Debussy), pareció llevarnos a las entrañas mismas de la soledad en un paisaje helado, fundiendo la suavidad y la tristeza de una manera impactante y exquisita. No se ha prodigado Sokolov en València con la música impresionista, y esta breve pieza estimuló el deseo de que se asomara más a Debussy en alguna de las futuras visitas.

Antes de ese Debussy había ofrecido más propinas. Entre otras, el Impromptu op. 142/2 de Schubert, la Mazurca op. 68/2 de Chopin, el Impromptu op. 90/4 de Schubert, y la Mazurca op. 30/1 de Chopin. Es cierto que todo ello se lo hemos oído ya en otros recitales, bien como parte del programa, bien como regalos. Pero siempre es una delicia volver a disfrutar de esa fluidez asombrosa en el discurso musical, de las sonoridades perladas, la pulsación equilibrada, la sabiduría en el uso del pedal, la profundidad de los graves, la potencia y agresividad cuando se requieren, o la inacabable capacidad de variación con que gestiona siempre las repeticiones.

Foto: EVA RIPOLL.

Desde el final del XVIII al del XIX

Toda la sabiduría pianística mostrada en las propinas se había verificado también en el programa que las precedió. Programa que recorría un periodo de, aproximadamente, 100 años, desde el Beethoven de finales del siglo XVIII (cuando se compuso la Sonata núm. 3, al Brahms de las Piezas para piano op. 118 y 119, escritas en torno a 1893. En medio, otro Beethoven, el de las Bagatelas op. 119, publicadas en 1823. aunque algunas estuvieran bosquejadas o terminadas bastante antes.

El pianista ruso tocó esta sonata temprana de Beethoven sin hurtarle la perspectiva de futuro, es decir: subrayando todos los rasgos que estaban configurando ya el estilo característico del compositor: esas octavas potentes e incisivas, por ejemplo, contrastando con unos cantabiles llenos de emoción y vertidos con un color plenamente pianístico. En la primera edición del op. 2 (que comprende las tres primeras sonatas), se hacía constar que estaban escritas para pianoforte o clavecín. Pero el espíritu con que fue interpretada la núm. 3 era adecuado al gran cola Steinway que Sokolov tenía delante, utilizando los recursos disponibles en este instrumento. Pudo perderse, desde luego, la ligereza y levedad del clavecín –que es buscada por algunos intérpretes-, pero Sokolov parecía poner la mirada en el recorrido que iba a hacer Beethoven con el piano, y no tanto en sus raíces con el pasado.

Sin embargo, este pianista también mantiene abierto el tunel del tiempo en la otra dirección. Se vio, por ejemplo, en el Scherzo, donde puso especial atención en mostrar con relieve y limpidez la polifonía existente, que hizo casar a la perfección con el Trio arpegiado y totalmente decimonónico. Geniales sonaron los últimos compases de este movimiento, en la zona grave del piano.

Antes, en el Adagio, se había creado en la sala una intimidad casi lacerante, con un suave discurso interrumpido periódicamente, como en el Allegro anterior, por octavas de gran potencia. La música fluía con una libertad y una naturalidad pasmosas. Después del Scherzo, en el Allegro assai que finaliza la sonata, hubo una oscilación entre lo enérgico y lo travieso, reapareciendo trazos inequívocamente beeethovenianos hasta en esos expectantes silencios intercalados en los últimos compases.

Las Bagatelas  del op. 119 constituyen una de las tres colecciones de estas pequeñas piezas escritas por Beethoven. Fueron publicadas conjuntamente en 1823, aunque muchas se compusieron bastante antes. La primera colección (op. 33) es de 1801 y 1802, y la última (op 126), que Beethoven valoraba mucho, de 1824. Están, además, las que no tienen número de opus. Entre estas se encuentra el famoso Para Elisa, pieza sobre la que se han cernido algunas dudas en cuanto a su autenticidad o redacción definitiva.

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