La UE toca la campaña de la última ronda. Se acaba la barra libre keynesiana que ha permitido a España sortear la crisis –si no entramos en detalles– y volvemos a la senda de estabilidad presupuestaria. La Comisión Europea ha propuesto un calendario de ajustes y Sánchez, más chulo que un ocho, ha presentado un Programa de Estabilidad que contempla un déficit del 3% del PIB en 2024, un año antes del calendario propuesto.
Dicen Calviño y Montero (Hacienda) que ello será posible gracias al crecimiento económico y al aumento del empleo, pero evitan mencionar el aumento de recaudación tributaria gracias los nuevos impuestos creados y al mayor esfuerzo fiscal –en IRPF e IVA– que sufrimos los trabajadores por la inflación.
Es una buena noticia que el recorte del gasto público vaya a ser gradual y no a lo bestia como tras la crisis de 2008. Y que cada país pueda establecer su propia hoja de ruta con el visto bueno de la Comisión Europea, no como aquella vez, que la hoja de ruta la ponía la CE sin ningún miramiento hacia la diversidad de cada país.
Sin embargo, y no es por ser aguafiestas, sospecho que ese recorte dentro de España no va a ser homogéneo porque el punto de partida es diferente entre las Comunidades Autónomas. Lo que significa que en algunas va a tener que ser más grande el "ajuste", como lo llamarán los responsables de ejecutarlo.
Unos pocos datos para no aburrir. El déficit de España en 2022 fue del 4,8% del PIB, resultado de la suma de los déficits del Estado, las CCAA, las entidades locales y la Seguridad Social. Todas las administraciones tendrán que hacer un esfuerzo –léase, apretarse el cinturón– para reducir su déficit, de manera que la suma total este año baje al 3,9% y en 2024 no supere el 3% prometido a Bruselas.
El déficit de las CCAA en 2022 fue del 1,14%, que no es un mal dato pero está dopado por 7.500 millones de euros extraordinarios que se repartieron el año pasado y que este año no llegarán. Lo que sí es un mal dato es el déficit de la Comunitat Valenciana, el 3,11%, casi el triple que la media. Solo otra comunidad, la Región de Murcia, superó el 2%, concretamente alcanzó el 2,91%. ¿Adivinan por qué?
Efectivamente, además de la gestión más o menos despilfarradora de cada gobierno, tal diferencia solo se explica porque no se han hecho los deberes, no se ha reformado el sistema de financiación autonómica –la ley obligaba a revisarlo a partir de 2014– que perjudica especialmente a la Comunitat Valenciana y la Región de Murcia, a mucha distancia del resto.
De esta forma, nos vamos a encontrar, después de diez años reivindicando la reforma y tras la barra libre en el gasto público permitida tras la pandemia, con un nuevo escenario de contención del gasto en el que, salvo sorpresas, nos van a volver a señalar a los valencianos como manirrotos y a pedir más recortes que a los demás.
Que no digo que no tengan parte de razón en lo de manirrotos, porque con la excusa de que teníamos que "igualarnos a los demás en gasto", sin distinguir lo necesario de lo superfluo, nuestro botánico gobierno ha experimentado una inflación de cargos públicos, asesores, entes públicos, agencias, oficinas y comisionados, amén de palacios y sedes de Correos adquiridos que ahora hay que mantener. Cuando se impongan los recortes, el presidente de la Generalitat que salga de las urnas va a tener que empezar por ahí. Para Mazón, si es el elegido, será más llevadero porque no tendrá que echar a nadie de los suyos.
La Sanidad y la Educación no se tocan, dirán, pero no solo no se tocan sino que el próximo Consell nace con un compromiso de aumento del gasto de personal en Sanidad, tras el acuerdo electoralmente alcanzado el pasado enero para implantar las 35 horas semanales a sus cerca de 60.000 empleados. Esto supondrá elevar la plantilla en al menos 2.500 personas si se pretende que no empeoren aún más la atención primaria y las listas de espera. Pues habrá que recortar por otro lado.
Además, los sindicatos de Educación y de administración general, culo veo culo quiero, ya están pidiendo sus 35 horas porque no van a trabajar ellos dos horas más que los sanitarios. Ni que curraran en una empresa privada.
Con estos mimbres, otra alternativa para cumplir con Bruselas es subir aún más los impuestos. Es verdad que ahí el Botànic ha dejado otro regalito para el próximo Consell: unos cuantos tributos ya aprobados que se empezarán a cobrar la próxima legislatura. Pero eso no nos saca de pobres.
Tampoco cabe calentarse mucho la cabeza. Los impuestos en la Comunitat Valenciana ya son bastante altos y el más importante de los que la Generaralitat puede modificar, el IRPF, se redujo en 2022 para compesar el efecto de la inflación.
Afortunadamente, esa bajada no afectará al déficit, igual que apenas se notó cuando subió el IRPF los años precedentes. Las subidas de este impuesto que Puig nos ha aplicado desde 2016 no han servido para nada porque los ingresos adicionales obtenidos, que recauda la Agencia Tributaria y liquida a las CCAA dos años después, se diluyen dentro del perverso sistema de financiación autonómica.
Con todo lo que hemos pagado de más, y resulta que en el reparto seguimos igual que en 2009, los últimos, siempre en torno a 92 sobre un índice 100. Cantabria está en 117. De hecho, 2020 –último ejercicio liquidado– fue el año que más lejos estuvo la Comunitat Valenciana de la media, 89,5 sobre 100, porque los fondos covid acentuaron el agravio.
Por ello, y esto es una sugerencia al presidente de la Generalitat que salga de las urnas, la mejor forma de forzar al Gobierno y al resto de CCAA a reformar de una vez la financiación autonómica es montar un pollo de verdad y volar el sistema desde dentro: igualar nuestro IRPF al de Ayuso, o incluso rebajarlo aún más para que nos señalen con razón, y poner la mano. Los valencianos pagaríamos menos impuestos y en el reparto recibiríamos lo mismo, 92 sobre 100.