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el muro / OPINIÓN

Llorar para justificar

Foto: CORTS/INMA CABALLER
5/09/2021 - 

Habría que clasificar a nuestra clase política en varias subespecies: los que trabajan en silencio -se supone- avanzan con hechos y tienen destino de regreso profesional tras su caducidad; aquellos que lloran porque se creen incomprendidos y siempre acaban pidiendo más aunque no sepan gestionar lo que ya tienen -en eso siempre está À Punt- o los que, simplemente, viven de efectuar declaraciones para aparentar que algo hacen. Son los más numerosos.

Y como los mass media continúan sufriendo lo que no está escrito, salvo aquellos protegidos por el poder que se rinden a sus deseos, los políticos que han sabido rodearse bien de profesionales les han cogido gusto a eso de grabar sus propias declaraciones para convertilas en noticias ad hoc sin fondo y sin contrastar, aquellas que sus gabinetes han escrito y les permiten lucir como representantes de la alta política. El problema es escucharlos. Es entonces cuando sus hipotéticas “verdades” se desmoronan y dejan a relucir sus carencias. Hay algunos/as que no saben ni leer con ritmo y cadencia por lo que pierden el tiempo, pero se reconfortan en sus redes sociales y su telaraña de acólitos recalcitrantes que lo aplauden todo y reconfortan el alma.

Los llorones son fáciles de pillar. Sólo se quejan, pero en voz baja no sea que les llamen la atención y después les aprieten el pescuezo. Los del silencio son aquellos que hacen sus maldades y venganzas sin publicidad y apenas aparecen en público por si les sorprenden en un renuncio o dejan aflorar su mediocridad. Todos, sin embargo, trabajan por el “bien común”. Dicen. ¡Por el patriotismo!

Y es que, por mantenerse en un cargo se hace lo que haga falta: desde traiciones a compensaciones. Lo comentaba un antiguo componente del Consell ya a vuelta de todo. Se preguntaba por qué a nuestros actuales gestores, esto es, diputados, senadores, concejales, alcaldes, aseores o enchufados no les obligaban, además de esa declaración taciturna de bienes que no sirve de nada visto lo visto, a que dejaran por escrito cual sería su destino profesional en caso de una salida inminente de la política por uno u otro motivo. Añadía que nos llevaríamos un chasco. Pero sobre todo, insistía, por la parte de la nueva progresía más que por la derecha -él es de los primeros- ya que le han cogido el gusto a eso de manejar, mandar y tener protagonismo y bendiciones.

Su teoría es que ante la ausencia de trabajo y de futuro, los partidos políticos se han llenado de jóvenes sin oficio, beneficio ni destino al margen de la política. Por eso son capaces de vender su alma al diablo y “asesinar” al amanecer al compañero. Todo por mantenerse en el cargo. Me ponía varios ejemplos de estos neoprogres de supuesta pancarta y movilización y hoy de redes sociales, presión social, reparto, colegeo, coche oficial y traje estival de alpaca y que en sus tarjetas personales figura como profesión, político/a/e. Hay un montón que firman así. Con ver sus perfiles sociales sacamos la amplitud de la desvergüenza.

Rubén Martínez Dalmau. Foto: KIKE TABERNER

No se trata de dar nombres, pero con mirar aquellos que durante su mandato se han comprado casa o se han casado a la carrera lo tenemos todo solucionado. Como esos otros más veteranos que hasta pregonan sin complejos su deseo de cambiar de cargo y pasar de presidir una institución a optar a una alcaldía o una conselleria, que en la viña del señor hay de todo. No quedan escrúpulos.

Alguien se cree que un hombre o mujer de treinta tantos que ha pasado, por ejemplo, de dar clase particulares, rellenar encuestas o actuar en pequeñas obras de teatro y ha gozado de las mieles del poder y el peloteo continuo puede estar dispuesto a abandonar su cargo para volver a esa vida gris que hasta entonces llevaba. Yo no.

No parece ser el caso de Dalmau, nuestro exvicepresidente, sobre el que no abordaré su gestión pero si reconoceré su gallardía. Más que nada porque ha sido el único conseller que recuerde mi débil memoria capaz de dejar el palco -ser empujado- y volver a sus raíces, en este caso la Universidad. O sea, bajarse del coche oficial. Aunque igual pide derecho a prebenda como los ministros defenestrados.

Lo de los cargos llorones no es nuevo. Es simplemente una argucia para salir del paso y querer demostrar que uno es muy valiente ante el poder superior  De esos hay un puñado, un montón. Son los que se quejan de que en Madrid no les hacen caso. Cuando alguien echa las culpas a otros es sinónimo de fracaso personal en su gestión. Así que, mejor desviar la atención. De eso Marzà u Oltra, por ejemplo, saben un rato. Así les va. Entre lloros y lamentos, pero poca valentía reivindicativa firme y contundencia. Por eso lloran a menudo estilo Boabdil. Su gestión les delata.

Vicent Marzà. Foto: EDUARDO MANZANA

Pues no va el primero y dice en una reciente entrevista que el Gobierno central no nos hace caso cundo hace poco cantaba sus éxitos personales tras una reunión ministerial. O sea, utilizando ya el mismo argumento del que la derecha abusó durante sus lustros de Gobierno por esta autonomía. Así que, por ejemplo, ha afirmado que el potencial de nuestra cultureta no es mayor o más fuerte porque RTVE no nos da bola. Se ha cargado de un plumazo el supuesto papel de Á Punt que lo bien cierto poco aporta a nuestra realidad inmediata. A las audiencias hay que remitirse junto a sus contenidos teledirigidos.

Es  el discurso del nacionalismo trasnochado y llorón: nos roban o no nos dejan. Pero de faenar, lo justo. Es lo que se lleva.  Si después de dos legislaturas y muchos años de poder un Gobierno ha sido incapaz de solucionar problemas reales o compromisos que le ha tocado defender en la rifa de cargos  es que algo falla. No han sabido sacar partido de su presencia y gestión, algo así como defender lo suyo y ganarse el pan. Por eso lloran.

Vivimos una época de política líquida, que diría Bauman. Añadíra que más bien gaseosa. Esa que está basada en gestos y lágrimas pero a la que le faltan realidades y sólo sobrevive de promesas incumplidas o satisfechas entre afines. Política sin hechos que no deja huella ni memoria. Es lo que nos ha tocado vivir. Por desgracia. Política de vacuidad. Superficial, para entendernos.

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