El Gobierno de España ha declarado reiteradamente que sus decisiones relativas a la gestión de la crisis de la covid-19 se sustentan en la opinión de personas expertas. Sus medidas “siempre se han adoptado en función de lo que dice la Ciencia”. El Gobierno “se basa exclusivamente en los criterios de los científicos”. A diferencia de los partidos políticos de la oposición, el Gobierno sigue “las recomendaciones de la Ciencia”.
Ilustrémoslo con algunos ejemplos. ¿Por qué se permitió la marcha del 8 de marzo? Porque hasta la mañana del día siguiente los científicos no observaron un aumento significativo de casos de coronavirus y, por lo tanto, hasta entonces no lanzaron la voz de alarma. ¿Por qué en el “proceso de desescalada” el País Vasco “avanzó de fase” antes que la Comunidad Valenciana a pesar de tener más casos de coronavirus que esta? Porque un comité de expertos así lo consideró pertinente. ¿Y por qué el estado de alarma decretado recientemente se ha prorrogado por seis meses? Pues porque “este plazo obedece a una base sustentada en la opinión de personas expertas”.
Este fervor científico, sin embargo, resulta muy poco creíble, por varias razones. La primera es que, en otros muchos ámbitos, este mismo Gobierno ha demostrado que no tiene empacho alguno en adoptar políticas frontalmente opuestas a las recomendaciones que se desprenden del actual estado de los conocimientos científicos. Hace un par de semanas, por ejemplo, anunciaba la próxima aprobación una ley por la que se limitará el precio de los alquileres con el fin de facilitar el acceso de la población a la vivienda, a pesar de que existen abundantes estudios empíricos y un amplio consenso entre los economistas acerca de que dicha regulación resulta desaconsejable, por ser contraproducente a esos efectos y, además, por generar otras consecuencias socialmente perniciosas.
En segundo lugar, también en la lucha contra la covid19 el Gobierno ha actuado a veces en contra del criterio de los científicos. También aquí los hechos cantan. Nótese, por ejemplo, que el Gobierno desoyó durante semanas –las últimas de febrero y la primera de marzo de 2020– las recomendaciones de los expertos de la Organización Mundial de la Salud y del Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades por las que se urgía a las autoridades estatales a adquirir material sanitario de protección, realizar tests, implementar medidas de distanciamiento social, cancelar reuniones multitudinarias, etc.
En tercer lugar, el Gobierno de España se ha empeñado en que no podamos comprobar si y en qué medida sus actuaciones están basadas efectivamente en razones científicas. Y lo ha conseguido. ¿Cómo? Pues manteniendo en secreto no sólo la identidad de los expertos que supuestamente le asesoran sino también el contenido de sus opiniones y los procedimientos y criterios observados en su función de asesoramiento. El Gobierno de la Nación no sólo se ha resistido a publicar motu proprio esta información, incumpliendo así lo dispuesto en el artículo 11 de la Ley General de Salud Pública. Se ha negado incluso a proporcionársela a todas las personas que se la han solicitado en el ejercicio del derecho que indiscutiblemente les reconocen tanto el artículo 15.2 de la Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno como, en última instancia, la Constitución española. Todos los juristas expertos en la materia que se han pronunciado sobre el particular consideran ilegal este contumaz secretismo.
De esta manera, el Gobierno, además de violar el ordenamiento jurídico vigente, traiciona uno de los principios más básicos de la democracia y de la ciencia moderna e incrementa el riesgo, ya muy elevado en una situación de enorme incertidumbre como la actual, de adoptar decisiones desacertadas desde el punto de vista de los intereses generales.
La transparencia cumple un papel fundamental en la gestión de los asuntos públicos de las sociedades democráticas, muy semejante al que desempeña en la actividad científica. La posibilidad de que cualquier persona y, en particular, los expertos puedan conocer, en todos sus aspectos, cómo se ha llegado a determinadas conclusiones, opiniones, recomendaciones, medidas o decisiones permite evaluar mejor su corrección y acierto. La transparencia tiene por ello un importante efecto de prevención de irregularidades, pues eleva la probabilidad de que estas sean detectadas y castigadas de alguna manera (por ejemplo, mediante “sanciones reputacionales” o la pérdida de las siguientes elecciones), lo que a su vez tiende a disuadir de cometerlas. La transparencia constituye adicionalmente un valioso mecanismo generador de más y mejor información, que puede ser ulteriormente aprovechada para acrecentar el conocimiento de la realidad y actuar de un modo más ajustado a ella. Los datos que se dan a conocer a otros científicos y al público en general pueden ser contrastados, criticados y evaluados por ellos. Pueden suscitar nuevas opiniones, teorías e ideas, que supongan un avance respecto de las anteriores y cuya publicidad puede mover a otros sujetos a revisar y modificar las suyas propias. Y así sucesivamente en un virtuoso círculo de continua realimentación. Tanto la democracia como la ciencia exigen transparencia.
De ahí que nada positivo quepa esperar del cínico manto de opacidad con el que el Gobierno de España está cubriendo –de un modo flagrantemente ilegal, recordemos– el asesoramiento científico sobre el que, supuestamente, se basa su gestión de la peor crisis sanitaria, económica y social de las últimas décadas. El secreto aquí reinante propicia que, en el momento de adoptar medidas para afrontarla, se cometan errores y arbitrariedades de consecuencias devastadoras para los intereses públicos y privados de la mayor relevancia que aquí están en juego.