NOSTÀLGIA DE FUTUR / OPINIÓN

Lo que Nueva York aprendió de Corbera

12/10/2017 - 

VALÈNCIA. El pintor y músico Enric Banyuls relata en su libro de memorias —que está a punto de entrar en imprenta pero yo he tenido ya la suerte de leer— Crònica Parcial, tardofranquisme i transició a Corbera (La Ribera Baixa) 1971-1987 una anécdota fantástica. Enric y su grupo de amigos solían mezclarse con los parroquianos habituales del bar El Romano en el número 13 de la Plaza Mayor de Corbera. Uno de esos parroquianos habituales era Antonio Climent, ya octogenario en los años 70. 

 El tío Antonio fue uno de los 30 corberanos que a principio del siglo XX emigró a EEUU en busca de trabajo y fortuna. Como cuenta Enric Banyuls, Antonio Climent “amb la pipa a la boca, sempre ens contava la mateixa peripècia. Amb els ulls sempre humits, veu trencada i dicció pausada i expressiva, ens relatava la seua arribada a la ciutat de Nova York. << Quan vaig abaixar del barco -que et plantes en aquella esplanada tan regran-…, vaig trencar per aquella avinguda ampla i tan llarga que no s’acaba mai; i jo, ala, ala, ala, ala…I quan arribes a aquella re-plaça on hi ha aquell edifici que fa xamfrà (ell t’ho contava com si tu també hi hagueres estat a Nova York), allí hi ha una taverna. Vaig entrar i li dic a la tavernera: bon dia, pose’m dos quinzets de cassalla per l’amor de Déu. I la tavernera em diu: Vosté és de Corbera, veritat? Ara, ara, ara acabe d’arribar!, li vaig contestar.>> Arribats a aquest punt del relat no podíem evitar una sonora carcallada. Allò no podia ser veritat.”

Antonio Climent no mentía, solo dotaba a la anécdota de un dramatismo cinematográfico propio de un buen conversador de bar. Juli Esteve, documentó en Del Montgó a Manhatan la historia de 15.000 emigrados de aquí a Nueva York donde había una quincena de establecimientos hosteleros regentados por valencianos. De hecho el más famoso, con el nombre de La Valenciana, era propiedad de una familia de Orba. Es muy probable que Antonio Climent, al llegar a Nueva York, supiese exactamente donde ir y seguro que allí le esperaban para tomar una cassalla o un herbero de bienvenida. 

En 1920 Nueva York era ya una ciudad de casi 6 millones de habitantes en camino de convertirse en la gran capital del mundo. ¿Qué pensaría Antonio Climent mientras buscaba desesperadamente trabajo entre los primeros rascacielos? ¿Qué representarían para él las tabernas donde poder sentirse como en casa comiendo embutido con sabor familiar y hablando en valenciano? ¿Cuantos quilómetros de distancia nostálgica se acortan al llevarse al estómago un plato de arroz al horno?

 

En teoría no hay dos cosas más alejadas que una gran ciudad cosmopolita como Nueva York y un pueblo de 3200 habitantes de la Ribera Baixa como Corbera.  Las (grandes) ciudades están construidas sobre el anonimato, sobre la libertad individual de ser quien quieres ser: “el aire de la ciudad nos hace libres” según el dicho medieval alemán. Por el contrario los pueblos se constituyen sobre las relaciones sociales estrechas, próximas. De hecho, más allá de estándares estadísticos podríamos afirmar que estamos en un pueblo cuando la gente se saluda habitualmente por la calle y en una ciudad cuando no lo hace. 

Pero en las grandes ciudades los espacios como las tabernas valencianas de Nueva York a las que acudía Antonio Climent son unos estructurantes esenciales. Esos micro-pueblos dentro de la densa urbe representan lo que el sociólogo americano Ray Oldenburg calificó como terceros lugares (third places).  Los terceros lugares son espacios neutrales no especializados, más allá del hogar (primer lugar) o la oficina (segundo lugar), que sirven de igualadores entre los antecedentes e intereses de las personas que allí se encuentran. Allí, la conversación es una de las actividades centrales y el ambiente es festivo; son lugares fácilmente accesibles; y acogen a un número de asiduos que se convierten en un elemento más del lugar dándole carácter.

Las grandes ciudades están aprendiendo de los pueblos la importancia de la proximidad y los afectos. Están incorporando la identidad de lo cotidiano. En ellas podemos observar la emergencia de la escala de barrio. Barrios con una fuerte personalidad protagonizan una efervescencia cultural y acogen el retorno de la actividad productiva. En Valencia, lo podemos ver en el Cabanyal, Patraix, Russafa o Benimaclet. Benimaclet es posiblemente el paradigma. Un barrio pegado a las universidades donde los estudiantes de los pueblos del País deciden ir a vivir al sentirse como en casa. Una especie de embajada de las comarcas centrales en el cap i casal y donde los mayores continúan diciendo “me voy a Valencia” cuando se desplazan al centro. 

Sea en forma de pueblos o ciudades el hecho de vivir juntos en entornos densos es el invento más importante de la historia de la humanidad. Vivir juntos, y no aislados o nómadas, nos hace más productivos, cultos, fuertes y tolerantes. En fechas como la de hoy cabe recordar que el Reino de Valencia nació precisamente, en oposición al feudal Aragón, como un reino de ciudades y villas. Ciudades como Valencia y villas como la Vila i Honor de Corbera. 

Es en la red de ciudades y pueblos donde los valencianos proyectan sus deseos con nostalgia de futuro. Compatibilizando su arraigo local y su posicionamiento global, desmontando la ya obsoleta dicotomía entre lo rural y lo urbano. 

El derecho a la ciudad, el derecho a transformar nuestro entorno construido según nuestros anhelos más profundos, según el geógrafo David Harvey, se fundamenta en el deseo transformador que surge de estar a gusto en el lugar donde se vive. Y esa sensación está directamente ligada a la existencia de terceros lugares según los describe Oldenburg o de tabernas como las que visitaba Antonio Climent. 

Las identidades no se crean ya con la construcción artificial de fronteras. Las identidades surgen del deseo de estar juntos. El derecho a la ciudad va emparejado al derecho a la identidad. Ser de Corbera, ser valenciano o de Nueva York será una decisión colectiva precisamente porque Corbera, Valencia o Nueva York, sus plazas y calles, serán un producto de una construcción participativa. Para ello necesitamos los fundamentos de las tabernas y los lugares como aquellos que Nueva York importó de Corbera.

*este artículo está basado en el discurso que pronunció el autor en la celebración institucional del 9 d’octubre en Corbera (la Ribera Baixa)