VALÈNCIA. Siempre me ha impresionado el poder visual de los afluentes del Rastro de València, esto es, los riachuelos de personas cargadas de objetos. Algunas atiborradas, otras sujetando un pendón, o portando una báscula como quien achucha a un bebé. El rostro de quienes, desde la performance dominical que tiene lugar en el erial a la vera del viejo Mestalla, rastrean y encuentran tal que si vivieran sus últimos domingos. Literalmente lo son en esta ubicación señera.
Ese fluir de cachivaches atravesando las vías adyacentes es una chispa que a la ciudad se le enciende y que solo se aprecia con los ojos bien abiertos a un instante. El instante en el que pareciera que una miríada de ciudadanos vuelve tras saquear un templo jubilado, o de un planeta de los objetos con hora de cierre; que se hubiesen colado en la caverna de los objetos.
Aunque a veces el objeto preciado es la propia entidad del que los sujeta: quiénes son, cuándo comenzaron a venir, cuál es su pretensión favorita, qué harán después con las adquisiciones.
Pepe Cosín, decano y emblema de los diseñadores de interiores, acaba de volver, junto con su amigo Jose Manuel, después de rebasar los lindes del Rastro. Le recorre la emoción del que ha vuelto de pescar y le han picado el cebo. “Se dan domingos en los que que cuesta lo indecible rescatar algo, y otros salimos entusiasmados y cargados. Luego, nos tomamos un café y charlamos sobre las adquisiciones. Una especie de rito”.
En esa ratonera de útiles, hay diseñadores (o dissenyaires, que ésa sí es la profesión definitiva) como Juanjo López que caminan justo cuando ya no queda nadie, en el after del Rastro. “Voy una vez al mes. Soy más de ir tarde a comprar barato lo que nadie quiere que de ir pronto para tener mejores oportunidades. Prefiero juntarlo con el aperitivo que con el desayuno”. Dime en qué momento vas y te diré quién eres.
Gorria, Tomás Gorria, no solo practica el rastrofilia en casa propia, sino que es una ambición a domicilio. “Cada vez que visito una ciudad, uno de las visitas inexcusables es la del rastro local”.
El Rastro de València interesa al diseño básicamente porque atiende a razones desprestigiadas. Frente a la profilaxis -que también promete llegar de inmediato para este rastro-, el caos de lo inesperado, el revoltijo de lineales en curva, de los stocks en anarquía encendida. Los
olores y el polvo de aquello vivido. Contradecir a la asepsia absolutista. Luego, como en casi todo por lo que nos movemos, está el erotismo de participar de una liturgia de lo desconocido, reviviendo vidas ajenas.
En esa ecuación entra el diseño, el amor de un lobby -sin registrar- al que llamaremos el Club de los Diseñadores del Rastro. Ese club afanado por una creatividad que toma en cuenta el pasado como sustento del collage del futuro. Se reúnen por separado. Se cruzan en algún momento del trayecto. Se guiñan el ojo preventivamente.
“Es un entretenimiento, un paseo en el que te llenas de imágenes, de objetos, que en muchas ocasiones te resultan familiares, en otras enigmáticos. También es una especie de caza, el ojo se entrena a distinguir pequeños tesoros entre montones de chatarra, y eso engancha”, confiesa Cosín. “De todas esas vivencias que, entremezcladas y fosilizadas, atesoran esos objetos, se extraen cosas valiosas a la hora de diseñar, incluso cuando no eres consciente de ello”.
“Supone entrar en contacto directo con estilos, influencias, técnicas de impresión y formas de trabajar de hace cuarenta o cincuenta años que, al menos para mí, tienen mucho más interés que el maremagnum de estímulos visuales que recibimos ahora a diario, aunque objetivamente estén mejor hechos”, reconoce Juanjo López.
¿Pero qué buscan, en esta despensa de básicos, los diseñadores de la ciutat? Tomás Gorria desenfunda: “Me atraen especialmente los tipos móviles que se utilizaban en la imprenta pre-digital. Tipos de madera, de plomo… Algunos de ellos los he utilizado para diseño de carteles o composiciones tipográficas de gran tamaño”.
“Suelo fijarme en los objetos impresos, revistas viejas o cajas de medicamentos diseñadas antes de que el término diseño gráfico fuese de uso común en España”, sustenta López.
“Como soy un comprador disperso, compro los objetos más variados que puedas imaginar, aunque siempre busco en ellos que me transmitan algo, porque nunca busco la utilidad, o el mero objeto en sí, sino la emoción. Pero son recurrentes -sigue Cosín-, las herramientas industriales, de cerrajería , calderería o joyería, y también los juguetes antiguos”.
Los tres diseñadores terminan su recorrido. Se disponen a depositar en un lugar privilegiado la última adquisición antes de que el tiempo vuelva a darles una segunda vida, impregnando el diseño por venir.