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El billete / OPINIÓN

Los intocables

29/08/2021 - 

Desde que la pandemia irrumpió en nuestras vidas hace año y medio venimos sufriendo una serie de restricciones y limitaciones de derechos fundamentales cuya justificación es la existencia de una enfermedad transmisible grave que pone en peligro la salud y la vida de las personas así como la inexistencia de otros medios menos contundentes para frenar esa transmisión.

Sin entrar al detalle de los excesos y de la incongruencia de algunas decisiones, que ocuparía demasiado espacio, uno quiere creer que cada gobernante lo ha hecho lo mejor que ha sabido y con la mejor de las intenciones. De hecho, la mayoría de los errores son en realidad decisiones urgentes que luego se mejoraron o se rectificaron porque no eran eficaces. Por ejemplo, la ministra Darias acaba de anunciar que van a evaluar la eficacia de las vacunas en las personas mayores que viven en residencias, las primeras que fueron vacunadas, cosa que le vienen reclamando las empresas del sector desde hace cinco meses. Si se hubiera hecho antes, ya sabríamos si hace falta una tercera dosis.

Por eso, porque la gestión de la pandemia se revisa y mejora constantemente, sorprende la contumacia de las autoridades con algunas cuestiones que parecen obvias a la vista de las opiniones de los expertos.

El ejemplo más notorio este agosto es el rechazo continuado del Gobierno, desde hace más de un año, a promover una legislación de pandemias ad hoc para una situación inédita como la que sufrimos, y más después de que el Tribunal Constitucional sentenciara que el estado de alarma de marzo de 2020 fue inconstitucional. Se lo han pedido las CCAA, los tribunales y las asociaciones de jueces, expertos en derecho a los que el Gobierno de Sánchez, que tanto se escuda en "los expertos", no hace caso.

La ministra Carolina Darias. Foto: A. MARTÍNEZ VÉLEZ/POOL

La ministra de Sanidad miente —con la misma sonrisa que cuando dice la verdad— al afirmar que las CCAA cuentan con suficientes herramientas para luchar contra la pandemia, a no ser que esté insinuando que el toque de queda que padecemos muchos valencianos es un abuso de Puig y no una herramienta necesaria. Hay autonomías que no han podido utilizarla porque sus respectivos Tribunales Superiores de Justicia (TSJ) no les han dejado, unos ejerciendo de segunda autoridad sanitaria que revisa las medidas y otros porque consideran que las CCAA no tienen competencias para ello.

En este sentido, en la Comunitat Valenciana hemos tenido suerte —considerando que el toque de queda era necesario— de que el TSJ se mostrara comprensivo con las medidas estivales de Puig, con un voto particular muy razonado de uno de los tres magistrados que cuestionaba la limitación del derecho de reunión en localidades sin alto riesgo, incongruencia que la Generalitat eliminó en la resolución actualmente en vigor. Y doble suerte de que en la Sala de Vacaciones del TSJ que dictó la última resolución, con tres nuevos magistrados, solo uno de ellos perteneciera a la doctrina que rechaza que las CCAA puedan limitar derechos fundamentales sin la cobertura del estado de alarma. De haber sido dos, el toque de queda se habría acabado el 16 de agosto.

Los jueces han dicho que su papel no es evaluar la conveniencia de las medidas sanitarias sino su legalidad, aunque el Gobierno y algunos partidos, en lugar de cambiar la ley, pretendan que se dejen de "elucubraciones doctrinales" —Margarita Robles dixit— y avalen que el fin justifica los medios. Algunos magistrados han arrimado el hombro, pero a los otros no se les puede reprochar que defiendan la legalidad y nuestros derechos por encima de cualquier otra consideración. 

Más grave aún es lo de las residencias, donde sorprende el empecinamiento del Gobierno en defender determinados derechos por encima de la salud y la vida de los ancianos, al contrario que con otros derechos con los que no ha tenido miramientos porque la salud es lo primero.

Foto: KIKE TABERNER

Se han tomado medidas que han hecho que se pierdan decenas de miles de puestos de trabajo, que han llevado a la ruina a empresas, que obligaron a recluirse en casa durante tres meses a casi toda la población, que han restringido y todavía restringen las libertades fundamentales de circulación y de reunión, que impidieron a mucha gente acompañar a sus padres en el momento de la muerte, que llevaron a aislar durante meses a personas mayores que no podían ver ni tocar a sus familiares... Medidas que, en definitiva, han provocado daños físicos y psicológicos en la población que los expertos aseguran que durarán años, con un aumento de suicidios y anorexias entre los jóvenes. Todo esto ha supuesto un sacrificio necesario para salvar vidas, especialmente las de los más vulnerables, las de la gente mayor.

Y, sin embargo, hay unos señores y señoras que son intocables. O mejor dicho, que tienen unos derechos que son intocables porque están por encima del derecho de nuestros mayores a ser atendidos por personas que estén vacunadas y que, por tanto, tengan menos riesgo de desarrollar la enfermedad y contagiársela. El derecho a su trabajo por encima del derecho a la salud de las personas a las que cuidan.

Este debate no es de ahora, llevamos con él desde antes de que empezara la vacunación sin que el Ministerio de Sanidad y las CCAA hayan sido capaces de tomar ninguna decisión durante ocho meses, pese a las peticiones de empresas gestoras de residencias y las familias que, ellas sí, han sufrido restricciones para ver a sus mayores. Ocho meses viendo como seguían muriendo ancianos por brotes que en muchos casos tienen su origen en trabajadores. Ocho meses de debate para, finalmente, decidir el otro día que basta con que esos trabajadores no vacunados pasen un test de antígenos dos veces por semana. Medida que ya ha sido recurrida por algún sindicato y rechazada por algún juez porque vulnera los derechos de los trabajadores, al no estar prevista por la ley.

Sanidad no ha preguntado al Comité de Bioética si se puede imponer la vacunación porque no hace falta, pues ya lo resolvió en 2016 en un informe titulado Cuestiones ético-legales del rechazo a las vacunas y propuestas para un debate necesario, en el que afirmaba que cabría la vacunación obligatoria solo en casos de epidemia y siempre que "exista un riesgo efectivo para la salud pública, es decir, para la salud de terceros" y no solo de la persona a la que se quiere vacunar. Y ello, añadía, a pesar de que la ley es poco concreta, por lo que reclamaba una legislación más clara para evitar que al final tuvieran que decidir los tribunales. Legislación que tampoco se ha hecho.

Reunión del Consejo Interterritorial de Salud. Foto: ALBERTO ORTEGA/EP

Pero es que ni siquiera haría falta obligar a vacunarse a los terraplanistas ni a los insolidarios que esperan que se vacunen los demás hasta alcanzar la inmunidad de grupo sin asumir ellos el ínfimo riesgo que tiene ponerse la dosis. El derecho a no vacunarse es compatible con el derecho de los mayores a ser cuidados con las máximas garantías y que no se les haga pagar, a veces con su vida, por la ignorancia o el egoísmo de sus cuidadores.

Basta con que se cambie la ley y se incluya una incompatibilidad para el personal sociosanitario —no podrá cuidar ancianos quien no esté vacunado contra la covid—, igual que hace poco se estableció por ley que no pueden trabajar con niños quienes tengan antecedentes por delitos sexuales. Una medida de prevención que seguramente ha evitado muchos abusos sexuales a niños y niñas, igual que la de las residencias evitaría muertes.

Una veterana profesora con treinta años de experiencia recurrió porque vio vulnerado su derecho fundamental a la intimidad al obligársele a presentar la certificación negativa del Registro Central de Delincuentes Sexuales y el Tribunal Supremo, en una reciente sentencia, ha dicho que, efectivamente, a nadie se le puede obligar a presentar ese certificado, pero quien no lo presente no puede trabajar en tareas que impliquen contacto habitual con los niños. En interés de los más vulnerables.

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