Una generación de periodistas valencianos se apaga tras las muertes de Benigno Camañas y Vicente Verdú. Forjados en el oficio durante la Transición, creyeron en la prensa como garante de una democracia sana e hicieron del periodismo una forma de vida. Algunos fueron maestros de quienes sobreviven en esta hermosa y bastarda profesión
La mañana que llegué a la Redacción de Las Provincias, hizo de anfitrión Pablo Llop, un mallorquín de modales exquisitos que era el secretario de la subdirectora. Después de darme una cortés bienvenida me acompañó al despacho de María Consuelo Reyna. Ella miraba la pantalla del ordenador. Mientras notaba el jadeo de su perro a mis pies, balbuceé algunas palabras como saludo, a la espera de que me indicara mi tarea en el diario. Por un momento dejó de mirar la pantalla y de ojear los teletipos que tenía sobre la mesa, y me dijo, con laconismo militar, que mi destino iba a ser la sección de Región cuyo jefe era Antonio Luque, un generoso compañero.
Yo había sido contratado como redactor en prácticas para el verano. Todavía recuerdo el día de mi incorporación; fue un martes, el 1 de agosto de 1989. Aunque hoy pueda parecer una fantasía, ese día firmé un contrato laboral y me dieron de alta en la Seguridad Social. Aquellos eran tiempos muy extraños, por suerte ya superados, en los que un trabajador novato tenía derecho a un sueldo para mantenerse.
Aquella Redacción dirigida por una mujer era muy masculina. En ella trabajé junto a Vicente Lladró, Vicente Furió, Fernando Herrero, Julio Melgar, Rafa Marí, Vicent Garcés, Vicente Fayos, el bueno de Dasí… Salvo Lladró, del que esperamos que escriba la historia reciente de Las Provincias, con un capítulo dedicado a la máquina de escribir de Vicent Andrés Estellés, todos los demás está muertos o se jubilaron.
Sin ni siquiera intuirlo, porque estas cosas no se intuyen, aquel verano resultaría decisivo en mi vida. Si escribo estas líneas se debe en gran parte a aquella mañana en que me recibió Pablo Llop. Si tiramos de la madeja, el hilo llevaría a la calle Gremis 4 (la antigua sede del diario).
En aquellas prácticas supe por compañeros de Benigno Camañas. Se había marchado del periódico para dirigir Mediterráneo de Castellón. Lo normal hubiese sido no conocerlo, pero ocho años después, cuando María Consuelo volvió a contratarme, Benigno era jefe de Economía. Después de dedicarme varios meses a escribir reportajes, la subdirectora —que de facto ejercía de directora— me llamó al despacho para indicarme que pasaba a Economía. Sería algo temporal, precisó. La temporalidad se alargó seis años. Benigno fue mi jefe durante pocos meses porque ese verano —el de 1997— se marchó del diario para fundar El Mundo en la Comunidad Valenciana.
Benigno Camañas llenó los periódicos con sus exclusivas. Audaz, testarudo, a veces con un carácter duro y bronco, se ganó el cariño de los suyos y el respeto de sus adversarios
Llegaba muy avanzada la mañana, con el pelo aún húmedo de la ducha, y se ponía a leer a la competencia. Luego me ordenaba editar teletipos, redactar sueltos, acudir a alguna rueda de prensa. Mi papel iba a ser secundario en la sección. No en vano carecía de experiencia y de contactos, a diferencia de mis compañeros. Por lo demás, la información económica era para mí un asunto aburrido que pasaba por alto cuando leía cualquier periódico.
Benigno se marchó de Las Provincias y yo me quedé unos pocos años. Cansado de la profesión, dejé el periodismo en 2003. Dos años después estaba tomando un café con él en la terraza del hotel Holiday Inn, en la avenida de Baleares. Quería que trabajara para El Mundo. Sorprendido por su oferta, dudé porque llevaba tiempo retirado de la profesión, y sabía que me costaría coger de nuevo el ritmo. Al final me convenció, e inicié mi segunda vida como periodista. Llegué cuando el proyecto estaba consolidado por una generación de jóvenes periodistas que eran referencia para el resto de los medios. Trabajé y aprendí mucho al lado de ellos; como soldado raso ejercí mi labor con eficacia y discreción, contribuyendo a hacer más grande ese diario. Un día llegó la crisis y se lo llevó todo por delante. Terminé en la calle como tantos otros.
Benigno me llamó cuando me despidieron. Quedamos a desayunar en un chiringuito de la Malvarrosa una mañana de junio. Después me marché de València y dejamos de hablar. Sabía de él a través de compañeros y seguía leyendo sus columnas. Al tener noticia de su enfermedad, recuperamos el contacto telefónico. Hace dos meses lo visité en su casa de La Cañada. Fue la última vez que lo vi; me encontré a un hombre que, pese a estar muy debilitado, seguía plantándole cara a la enfermedad con extraordinaria fortaleza y lucidez. Estaba al tanto del último detalle de la actualidad y recuerdo que hablamos de la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa mientras sus nietos correteaban a su lado. Quedó en invitarme a una paella pero no dio tiempo.
El día en que me enteré de su muerte me sentí triste como tanta gente que lo trató. Pensé que se iba otro miembro de una generación de periodistas que se va apagando con el paso de los años. Se ha marchado Benigno, como días después Vicente Verdú, como antes se fueron Ignacio Carrión, Josep Torrent y otros que olvido. Aquella generación, que mostraba tanto interés por la política como por el buen güisqui, fue notaria de una Transición tan necesaria como imperfecta. Con excepciones, fumaban y bebían con generosidad, y nunca madrugaban. La noche, con todas sus confusiones, era el territorio propicio para sacar las mejores exclusivas.
Allá donde trabajó, Benigno llenó los periódicos con sus exclusivas. Audaz, testarudo, a veces con un carácter duro y bronco, este gran periodista se ganó el cariño de los suyos y el respeto de sus adversarios. Es a lo máximo que puedes aspirar si te dedicas a esta hermosa y bastarda profesión. Yo, que fui un actor secundario en su vida, quería dejar mi testimonio de gratitud junto a la promesa de no olvidarlo mientras viva.