La tarea está aún inacabada pero tenemos motivos para sentirnos orgullosos de lo conseguido hasta la fecha
Si hay ciudades simbólicas en Europa, una de ellas es Maastricht. Hoy en día este nombre se asocia a la unión monetaria o al cumplimiento de los célebres criterios de los que dependía el ingreso en el euro. Pero, en realidad, lo que la hace especial es que forma parte de una triple frontera (de manera similar a Schengen) en una conurbación urbana junto a Lieja en Bélgica y Aquisgrán en Alemania. Seguramente fue lo especial de su situación geográfica lo que tuvo que ver con su elección para la firma del Tratado de la Unión Europea (TUE).
El Tratado de Maastricht se firmó el 7 de febrero de 1992, por lo que hace tan sólo unos días cumplió el cuarto de siglo. Fue la segunda gran reforma del Tratado de Roma constitutivo de la Comunidad Económica Europea y el EURATOM y que en menos de un mes cumplirá, a su vez, los 60 años. La Unión Europea recibió su actual denominación en Maastricht, además de su estructura en torno a tres pilares, de los cuales la suma de las tres instituciones (la CECA o Comunidad del Carbón y del Acero, el EURATOM y la CEE) constituyen el primero de ellos. Los otros dos pilares los forman, por un lado, la política exterior y de seguridad y, por otro, el de justicia e interior.
De la misma manera que el Acta Única reformó el Tratado de Roma para disponer de las herramientas necesarias para poner el práctica el Mercado Interior, el Tratado de Maastricht puso las condiciones para la Unión Monetaria. No se trata tan sólo de los criterios, sino del entramado institucional y de la asunción por parte de instituciones europeas (el BCE, la Comisión Europea o el Consejo de Ministros) de competencias en materias anteriormente en manos de los estados.
Con la perspectiva que dan los 25 años es posible detectar, a posteriori, los principales errores en el diseño y la puesta en práctica del proyecto que conduciría a la actual Eurozona. Sin embargo, fueron muchas las dificultades de índole política que hubo que superar para lograr, primero el acuerdo sobre su redacción y, después, para su aprobación. Porque el TUE o Maastricht es, ante todo, el comienzo de la unión política en Europa, al acercar la política exterior, pero también la interior y seguridad, e incluirlas en el entramado europeo.
En su redacción el Reino Unido introdujo la cláusula opting out, que les permitía decidir no participar en la unión monetaria, mientras que los demás lo harían de manera automática si cumplían los requisitos. Fueron también diversos los obstáculos que encontró su ratificación y que introdujeron un alto grado de inestabilidad en el Sistema Monetario Europeo (SME), tanto que pusieron en riesgo el proyecto en su conjunto.
En realidad, las reticencias de británicos y daneses (entre otros) no tenían tanto que ver con el proyecto del euro en sí sino con la cesión de soberanía que el nuevo diseño institucional suponía. No obstante, se pensaba que con la introducción de la clausula de “no aval” o de no rescate, sería posible aislarse de los países que incumpliesen las normas. Por otro lado, se prohibía que el BCE actuase como prestamista de última instancia, es decir que comprase directamente deuda emitida por los estados miembros para no mutualizar o compartir el coste del ajuste de los países que pudieran tener mayores dificultades. Así, lo que inicialmente se hizo para calmar las dudas de los menos federalistas, acabó creando una unión monetaria que nació con debilidades institucionales que se harían más evidentes con el paso del tiempo y que, en buena medida aún no han sido resueltas.
No es la primera vez ni la última en que esto ocurra a lo largo del proceso de integración europea, que siempre ha tenido que sortear este tipo de dificultades. La propia Comunidad Económica Europea quiso ser un mercado común cuando en el tratado original, el de Roma, no era sino una unión aduanera y no contaba, por tanto, con los instrumentos necesarios para ello. El Acta Única lo remedió, pero casi 30 años después. De la misma forma, ni el Tratado de Maastricht ni el Estatuto del Banco Central Europeo proporcionaban herramientas a la altura de la dificultad y riesgos del proyecto que se ponía en marcha. En la práctica, llegado el momento y por miedo al contagio, no se cumplió la cláusula de no aval y se rescató a Grecia primero y después a Irlanda y Portugal. Los cambios en la gobernanza de la Eurozona pactados a finales de 2011 y la Unión Bancaria han intentado paliar otras insuficiencias. Por ejemplo, gracias a esta última el BCE supervisa ahora directamente a las entidades financieras sistémicas. De haber sido así desde el principio el caso Bankia no habría llegado a producirse, puesto que se habría recapitalizado en 2008, junto al resto de entidades europeas con problemas. Sin embargo, aún ahora, el muy delicado tema del BCE como prestamista de última instancia no se ha llegado a abordar.
Como suele ocurrir en otros ámbitos de la vida, a estas insuficiencias se unió una dosis de mala suerte. Se era consciente de que los shocks o perturbaciones económicas que tuvieran un carácter asimétrico, es decir, que afectasen con mayor intensidad a unos países que a otros, serían difíciles de manejar, puesto que la política monetaria quedaba en manos del BCE y la política fiscal tenía sus límites y se encontraba coordinada. La mala suerte consistió en que la crisis financiera internacional tuviera ese carácter asimétrico, al encontrarse con países con muy diferente grado de endeudamiento en un momento en el que el crédito internacional se cerró.
La respuesta política que se ha adoptado es más integración en lugar de menos. Debemos felicitarnos por ello. Inicialmente esta respuesta fue improvisada, pero finalmente, tanto los Estados como el resto de instituciones europeas, con el Banco Central Europeo a la cabeza han apostado de forma clara y contundente por la defensa de la Unión Económica y Monetaria nacida en Maastricht. Actualmente, los europeos tenemos un Plan Director a través del “Informe de los 5 Presidentes” que marca la hoja de ruta hacia una verdadera unión económica y monetaria. En las próximas semanas la Comisión Europea va emitir un informe donde propondrá los pasos para cerrar los flecos pendientes de la Unión Económica y Monetaria y avanzar hacia la Unión Política. La tarea está aún inacabada pero tenemos motivos para sentirnos orgullosos de lo conseguido hasta la fecha. Estamos en un proyecto histórico en el que los europeos tenemos cada vez una idea más clara de lo que nos queda por hacer. Hay motivos para la esperanza y el optimismo. En unos días el movimiento europeo tendrá su cita en Roma para celebrar lo conseguido hasta ahora y exigir el coraje político necesario para avanzar…aunque quizá hagan falta otros 25 años.