Los pies de Fernanda Torresi parecen centellas. Mientras el resto de su cuerpo se mueve de manera armónica, sus zapatos puntean el suelo como un pájaro carpintero. Y ese tableteo, las chapas metálicas contra el viejo parqué, va marcando un ritmo que se enrosca con la música que suena de fondo mientras ella se exhibe, predispuesta y generosa, al fotógrafo. Y así, como si hablara en morse con los pies, parece una niña feliz que danza como aquella chica de siete años que estiraba insistente de las mangas de la camisa de su mamá para que la llevara con esa profesora que daba clases de baile enfrente de su casa, en Buenos Aires.
Alicia, aquella maestra, le dio vuelo a esa pebeta entusiasta que a veces había que decirle "pará" porque nunca tenía bastante. Le daba igual lo que sonara: jazz, danza española, tango, tap... El tap o tap dance es el nombre que recibe el claqué fuera de España, el único lugar donde se llama así, claqué. Y, con el tiempo, se convirtió en la especialidad de Fernanda, la mayor de tres hermanos que vivían en la periferia del Gran Buenos Aires, una megalópolis con catorce millones de habitantes, prácticamente un tercio de la población del país.
Sus padres se partían el lomo cada día en un comercio donde despachaban pan, pero donde uno podía encontrar de todo: lejía, leche, leña... "Mis hermanos y yo nos acostumbramos desde pequeños a estar con la gente, a atender a la gente, porque te toca ayudar a tus padres. Cuando mis padres se separaron y mi madre ya no podía con la faena, los hermanos decidimos ayudarla, y es un trabajo muy esclavo".