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el callejero

El mal trago de Luis en el Rocafull

Foto: KIKE TABERNER
15/10/2023 - 

El Rocafull languidece. Ahora mismo, después de décadas de bullicio y jarana, es una llama a punto de apagarse. Las mesas están vacías a primera hora de la tarde mientras Luis Gilabert, su dueño, trastea allí dentro con desgana. La cabina está vacía y, delante, Luis ha apilado decenas de discos de vinilo que nunca más sonarán allí dentro. Aquello huele a café y despedida. La nostalgia gotea por todas partes. Él, como toda una generación de hombres, fundamentalmente hombres, que mantuvieron vivas las noches de la València de los 80 y los 90, se bate en retirada. Su tiempo ha pasado. Es la hora de descansar.

Pero el adiós duele y Luis está algo taciturno esta tarde. Este hombre de 65 años asume resignado que ya toca dejar de trabajar. “Llevo muchos años aquí metido y mi mujer ya está cansada de esto. Pero mi vida es esto. Esto, mis hijas y mi mujer. Ya toca. Si no es ahora, será dentro de uno, dos o tres meses, pero sí, voy a dejarlo con todo el dolor de mi corazón”. Por eso está recogiendo los discos. Su otra gran ocupación es alquilarle el negocio a alguien afín a sus gustos. A Luis le mataría pasar dentro de un año y ver ahí un franquicia, una tienda de empanadas argentinas o un bar de café de especialidad. Sería como sentir que sus cuatro décadas de historia no han valido para nada.

Su vida ha pasado detrás de una barra. Primero, de adolescente, en el Bar Blesa, en la calle Serranos. Su padre y toda la familia vivían antes de la agricultura en Alborache, en el interior de la provincia, en la Hoya de Buñol. “Pero, por circunstancias de la vida, tuvimos que dejarlo y nos vinimos a València, cuando yo tenía ocho años, porque mi padre necesitaba buscarse la vida de peón”. Su madre, viendo cómo sufrían su marido y su hijo el mayor como albañiles, trabajando siempre a la intemperie, le aconsejó a Luis que buscara faena en una bar, que allí, al menos, estaría a cubierto. Por eso entró en el Blesa con 14 años y no paró hasta que se fue a hacer la mili a Canarias. “No era buen estudiante y me puse a trabajar. Lo que mi madre no me contó es que en el bar no había fines de semana libres, y así te pierdes la vida”.

A la vuelta del servicio militar, su hermana, Carmen, se acababa de divorciar y su madre les animó a los dos a que abrieran un bar juntos. Y en el verano del Naranjito -la mascota de la Copa del Mundo de fútbol-, en junio de 1982, abrieron el Rocafull, que al principio era un bar de plancha en el que servían tapas y bocadillos. Después de la cena, ponían copas y sonaba la música del momento. Ahí chocaron los gustos musicales de Carmen con los de Luis. Ella era más de Serrat y los cantautores que sonaban en los 80; él, de los grupos que emergían en aquella nueva España. Pero su hermana no duró mucho y se lo dejó.

El nombre de un combinado

El Rocafull siguió como bar de comidas y cachondeo durante varios años. “Hasta que llegó un político y dijo que si ponías música, no podías servir comida. Y elegimos la música. Conseguimos la licencia de pub en 1994”. El nombre, el Rocafull -aunque muchos lo conocen como el Roca-, lo eligieron porque querían el nombre de un cóctel valenciano, y entonces se acordaron de que en Aquarium, en la Gran Vía Marqués del Turia, lo hacían y lo tenían siempre dentro de una máquina de café granizado. “El rocafull se hace con café granizado sin azúcar, clara de huevo y coñac, todo batido. Al principio lo hicimos pero nadie lo pedía. Antes la gente consumía más cerveza, whisky o coñac, y ahora la moda es el gin tonic. Mira las ginebras que tenemos”, dice mientras señala los estantes con diez o quince referencias.

A Luis le duele echar la vista atrás. Son 41 años de recuerdos. Desde los años que la gente iba a comerse un bocata y a tomarse unas copas, hasta el presente, con una clientela menos abundante y él con menos ánimo. “Ha habido momentos malos, como cuando había una pelea. Pero aquí hay gente que me ha llenado el corazón. Aquí está mi vida. En la pandemia nos cerraron porque éramos un pub y algunos vecinos nos ayudaron…”. La voz comienza a temblarle. El dueño del Rocafull se calla de repente. Gira la cabeza hacia un lado. Respira hondo. Luego se rehace rápido y, como muchos hombres de su generación, no quiere que le vean llorar y retoma rápidamente la conversación como si no hubiera pasado nada. “Lo pasé mal en la pandemia. Nos apretaron mucho mientras otros podían abrir libremente. Tenías que seguir pagando las hipotecas y tu cuota de autónomos. Y encima no sabías hasta cuándo ibas a tener que estar así. Lo pasamos muy mal en esa época”.

Luego se acuerda de los amigos que estuvieron a su lado, al lado del Roca. Porque si algo ha aprendido Luis en estos 41 años es que “hay amigos de barra y otros que son más especiales”. La melancolía lo está sacudiendo. El barman está blandito. “Ahora pienso que hay cosas de mi vida que me he perdido. Como pasar más tiempo con mis hijas o estar más con Charo, mi mujer”.

Encima de la barra hay un ramo de flores secas. Se lo dio su hija en la boda que celebraron unos días antes de la entrevista. Esa tarde vuelve de Lanzarote de pasar la luna de miel. Suena Angie, la balada inmortal de los Stones mientras entra un representante a venderle algo al dueño del Rocafull. Las mesas están vacías. Son mesas de mármol con el pie de una máquina de coser, una moda que triunfó entre los 80 y los 90. Aquellos años fueron potentes. Luis se dejó asesorar con la música y derivó hacia el indie-pop. Su grupo favorito, cuenta, son los Warterboys, una banda británica de folk que contaba con un violinista y que convirtió ‘The Whole of de Moon’ en todo un himno. Luis rememora las veces que los vio en directo en la época en que le gustaba trasnochar. Cuando cerraba el bar y se iba con los amigos al Luada.

Lucha contra el cubalitro

Fueron también los tiempos en los que despertaban un par de artistas valencianos, Jorge Martí y Pau Roca, la mitad de La Habitación Roja, y Luis les hizo un hueco en su pequeño café para que dieran un concierto acústico. Una foto de aquel día cuelga junto a otras de otros grupos por las paredes del Rocafull. A Luis le cuesta recordar el nombre de algunas bandas y algunos artistas. Hay también carpetas de discos. Y en un lado, frente a la barra, una cartel enorme de La Conjura de las Danzas, un mítico programa de radio en el que Jorge Albi pinchaba una música excelente y muy vanguardista que iluminó a toda una generación.

Todos esos recuerdos escuecen en este día raro para Luis, que sabe, además, que ninguna de sus dos hijas piensa seguir con el negocio. Así que todas las semanas rumia qué hacer con su garito. El mismo que abrió con tanta ilusión cuando tenía 24 años. Un bar coqueto que tenía la puerta y las ventanas de madera, y las sillas de mimbre. Antes de que su vida cambiara, se casara y nacieran las dos niñas. Antes de las vacaciones de verano con su mujer en Benidorm, tomando aire antes de volver al tajo, a hacer cafés y a preparar el agua de Valencia individual, no por jarras, como en casi todas partes.

Vuelven estos días también la imagen de los años combativos frente al negocio barato y dañino del cubalitro que llenaba la plaza Xúquer de borrachines escandalosos. Y aplaude que entonces, Demetrio, del Salamandra, animara a los otros propietarios a unirse frente a ese tipo de clientela que ellos no querían. “Nos juntábamos todos. La gente del Bocho, La Vitti, el Salamandra, el Carajillo… Nos reuníamos todos, con independencia de nuestra ideología y nuestros intereses, y nos poníamos a de acuerdo para unificar los precios y espantar la clientela barata que se estaba imponiendo”.

Luego vino la zona ZAS, que encumbró a unos y dejó tocados a otros como él. Pero no guarda rencor y habla con mucho respeto de los compañeros veteranos que, como no puede ser de otra forma, velaron por sus intereses. Él también entiende las modas y por eso agacha la cabeza y vende ginebra Puerto de Indias de diferentes sabores y tequila rosa. Pero todo eso se ha acabado. En unas semanas saldrá de ahí e iniciará su otra vida. Su mujer ya le ha dicho que tiene que ir con ella a bailes de salón, y Luis, resignado, dice que irá, pero que es muy torpe, que él ha estado siempre detrás de la barra y que así no hay manera de coger el ritmo.

En un par de paredes y en algún cuartel se ve el mismo dibujo. “Está sacado de un libro de psicología. Hay gente que lo mira y ve a una vieja y gente que ve a una joven. Y según lo que veas significa que tu carácter se parece a lo que ves. Yo siempre veo a la joven”, añade con una carcajada. Porque él se sigue sintiendo joven, como en los 80, cuando dormía tres o cuatro horas, se levantaba y salía a correr. Así, trasnochando y durmiendo a trozos, preparó tres maratones, los de Valencia de 1984, 1985 y 1986, el año que se casó y se cansó de correr. “Yo muchos sábados cerraba aquí a las tres o las cuatro, me iba a casa, me cambiaba y me marchaba a Castellón a correr un medio maratón. Empecé a correr antes de la mili y estaba en Correcaminos (el club que organiza el Maratón de Valencia desde 1981)”.

Esto sí que le ha gustado recordarlo. Aquellas carreras en menos de cuatro horas. Sigue sonando la música de fondo, pero él dice que está medio sordo y que tan acostumbrado está a trabajar así que ya ni la escucha. Es la hora de la despedida. Luis se disculpa por haber estado algo tristón. Le señalo entonces la camisa que hay detrás, una camiseta que hicieron por el 40 aniversario del bar en la que hay una frase impresa: “Siempre nos quedará el Roca”. Luis sonríe, y afirma: “Así es, espero que siempre nos quede el Roca”.

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