El sábado pasado salían a la calle miles de valencianos para reivindicar lo obvio, que somos valencianos y españoles, tanto monta monta tanto. Aprovechando que el prusés ha puesto sobre la mesa el rostro real del nacionalismo expansionista catalán que unos niegan por estrategia y otros por ingenuidad. El próximo sábado otra manifestación recorrerá Valencia para reivindicar otra importante obviedad, que estamos mal financiados.
Las manifestaciones son una forma de expresión popular y generalmente masiva de protesta, reivindicación o apoyo a una causa. Los ciudadanos salen a la calle con pancartas, banderas, megáfonos y pegatinas –a veces puestas y otras veces dispuestas a empapelar la ciudad–. En los regímenes dictatoriales suelen darse manifestaciones pero no como las concebimos en las democracias occidentales sino más bien al contrario, se producen para refrendar al líder máximo o supremo y ofrecer la imagen de que el pueblo idolatra, respalda y aclama como algo necesario el seguir bajo un régimen unipersonal o unifamiliar, por ejemplo y por su popularidad: la Cuba de los Castro y la Corea del Norte de los Kim Jong.
En las democracias consolidadas las manifestaciones, por serio que sea su propósito, no dejan de tener un cierto aire festivo, pues el hecho mismo de salir a la calle a juntarnos con nuestros vecinos y al acabar tomarnos el aperitivo, o si es usted más afortunado, la mariscada de turno, no me negarán que algo de celebración tiene, o al menos no parece un gran sufrimiento. La mayoría suelen convocarse para reivindicar y reclamar a los gobernantes acciones que mejoren la vida de las personas. Son un instrumento útil pero hasta cierto punto. Un ejercicio interesante es repasar, cada uno de nosotros a cuántas manifestaciones hemos asistido en nuestra vida y si ya queremos analizar a fondo, el motivo de cada una y la utilidad que tuvo la misma.
Me atrevería a decir que muchas de las manifestaciones o concentraciones que se realizan terminan siendo más efectistas que eficaces, sirven especialmente para que la foto de la pancarta y los convocantes salga en los medios y quede constancia de que a las doce en punto del día X ahí estaban los representantes mostrando su apoyo, repulsa o enfado ante algún hecho o acontecimiento. O que caminaron durante un par de horas por las calles más céntricas de la ciudad y acabaron con las tradicionales soflamas y discursos. Pero como se suele decir, una cosa es predicar y la otra dar trigo. Y como aquí estamos predicando, vamos a intentar recoger algo de cosecha concretando en algunos ejemplos.
Existen manifestaciones históricas, desde las de la transición cuando el salir a la calle representaba el clamor de un pueblo y las ansias de vivir y manifestarse en plena libertad tras la dictadura a las protagonizadas por el sufrido pueblo español tras algunos de los atentados más brutales e impactantes de nuestra historia reciente. Como las manifestaciones tras la macabra muerte a cámara lenta del joven concejal del PP vasco Miguel Ángel Blanco, que llenaron de manos blancas España y vimos a miles de españoles de bien gritando “ETA dispara aquí tienes mi nuca”, en una muestra de solidaridad y empatía con el dolor y sufrimiento de la familia Blanco pocas veces expresado, pues la cobardía como el miedo es algo muy humano. Y cómo no recordar las protagonizadas tras el 11-M, manifestaciones muy necesarias y que llenaron de España de rostros desencajados pero también de gestos de buena voluntad y de sincero dolor ante el asesinato inmisericorde y la muerte como arma para desestabilizar la democracia.
De esas y otras manifestaciones que se producen en momentos clave de la historia ante hechos, que generalmente por desgracia trascienden a lo cotidiano, pasamos a las miles de manifestaciones y concentraciones que se producen a diario con un número más humilde de asistentes y con reivindicaciones de todo tipo y condición. Aquí es donde por irrisorio que sea el asunto, incluso ridículo, y pocos quienes lo promuevan, podemos decir usando un símil con el dicho sobre la calumnia, aquello de “manifiéstate que algo queda”. Sin ir más lejos, suele quedar la foto en medios y redes sociales y con ello la imagen de una cierta formalidad y seriedad sobre la convocatoria.
El sábado tuvimos una manifestación valencianista que clamaba contra los países catalanes –países inventados los llamaban–; algunos consideran que era innecesaria, pues ni hay peligro de vernos sometidos a ese supuesto ente, ni hace falta salir a la calle con señeras y banderas de España, pues son los símbolos legales, oficiales, constitucionales y estatutarios y parece que eso es evidente. A veces, lo obvio, como el sentido común, es lo que más necesita de reivindicarse y visualizarse porque sino corre peligro de quedarse en los libros de historia –si no han sido reinterpretados ya– y las consignas de unos pocos, acaban imponiéndose a todos. Pero así somos, ni la Venezuela próspera que confió en el joven Chávez (QEPD) ni la Cataluña próspera que confió en el mayor Pujol, creeríamos que iban a acabar así. Una empobrecida hasta límites inimaginables y la otra con una fuga de capitales y empresas que no parece algo muy normal en una región democrática de la Europa del siglo XXI.
Este próximo sábado otra manifestación recorrerá las calles de Valencia, esta vez pidiendo otra obviedad, una justa financiación de nuestra Comunitat que siempre se ve maltratada y sometida a las decisiones del gobierno central que favorece de manera descarada y vergonzante, a las comunidades menos leales al proyecto nacional y más problemáticas para la estabilidad institucional: País Vasco y Cataluña. Por eso la convocatoria del sábado reclama algo tan obvio como necesario, pero una vez más, el problema de la infrafinanciación tiene más de despachos, reuniones, votos y mucha negociación con (y sin) luz y taquígrafos en Madrid, que de calles, pancartas, altavoces y lectura de manifiesto final. Pero una vez más, y no será la última, “manifiéstate que algo queda”.