A Mar le gusta que esté su marido cuando llegan los intrusos. Se supone que le da tranquilidad. Así que el hombre saluda educadamente, se despide y sale por la puerta. Atrás quedan su mujer y los periodistas en una academia de ballet sin grandes sorpresas: una mesa en la recepción, una sala con un par de barras horizontales y un gran espejo, y carteles de obras de danza por todas las paredes: El Cascanueces, El Lago de los Cisnes, Romeo y Julieta… Los clásicos. Mar Rodríguez, una mujer de 55 años, está nerviosa. Primero por la visita de unos desconocidos. Y después por la entrevista. ¿Qué demonios preguntarán estos? Pero luego se sienta y habla tranquilamente de su vida, una vida en la que es todo un reto encontrar algo que no sea el baile. Porque Mar siempre ha estado en danza.
Mar es la pequeña de cuatro hermanos. De niña siempre estaba bailando. En casa, en el colegio y hasta en el Club de Tenis Valencia, donde, siempre que celebraban un final de curso, la sacaban a bailar. Sus padres, una administrativa que trabajaba en un ambulatorio y un hombre de baja permanente por una enfermedad del corazón, decidieron apuntarla con ocho años al conservatorio para que aprendiera danza española. “Lo llevaba en la sangre. Estaba bailando a toda hora”, recuerda. Pero su vida cambió dos años más adelante por una casualidad. Un día que iban Mar, ya con 10 años, y su madre andando por la ciudad, pasaron por la puerta de una academia de ballet. La niña pidió entrar y ahí, al ver lo que hacían en clase, se quedó con la boca abierta. “Me di cuenta al instante de que eso era lo que yo quería hacer. Mi madre me apuntó y a la semana siguiente ya estaba haciendo ballet clásico. Allí, en la escuela de Mari Cruz Alcaraz, fue donde me formé como bailarina y profesora”.
A aquella niña se le daba bien el baile clásico y la profesora avisó a la madre de que tenía condiciones y que podía dedicarse a la danza. “Era mi pasión, desde luego, y ahí empezó mi carrera de ballet”. A los 16 años acabó sus estudios de danza e hizo una prueba que le dio acceso al Ballet Clásico de Valencia, donde permaneció hasta los 23 años. A esa edad, un poco por amor y un poco por hartazgo, lo dejó y no volvió a ponerse unas puntas hasta quince años más tarde. “Lo dejé para casarme y quedarme embarazada. Por aquella época ya daba muchas clases y empecé a pensar en lo que podría perderme con mis hijos”. Llegaron tres, todos ellos varones y ninguno aficionado al baile: Martín (29 años), Luis (25) y Chema (21). “No lo eché de menos. Me dediqué a mi familia y estoy contenta por ello”.
Martín, su marido, el que ha hecho un poco de guardián al principio, es abogado, y Mar estuvo cuidando de los niños hasta que se produjo otra casualidad. La escena sucede en 2013, una mañana en la que fueron a dejar a los niños al colegio Gran Asociación. Mientras esperaba a que entrasen sus hijos, Mar vio desde el coche que ahí al lado había una planta baja que se alquilaba. Mar le dijo a su marido que eso era un chollo, que si montaban una papelería en ese bajo, se forraban. “Pero el día que quedamos y entré a verlo, entendí de inmediato que eso estaba hecho para una escuela de ballet. Y la monté”.
Los inicios, como pasa con casi todos los negocios, fueron difíciles, pero Mar comenzó a moverse, a llamar a todas sus amigas, a informar en el colegio y en unos meses las hijas de todas sus amistades estaban haciendo ejercicios de ballet en su escuela de la calle Blanquerías. La academia empezó a prosperar y en tres años ya la tenía a tope. Así que decidió abrir otra en la avenida de Baleares, donde hoy está sentada mientras cuenta su historia, la historia de Mar en Danza, sentada frente al gran espejo en el que se miran las bailarinas. Ya son cerca de 300 entre las dos escuelas y, muy diplomática, dice que no lamenta no haber tenido una hija a la que contagiarle su pasión porque ella ya tiene “300 hijas”.
Hace tres años decidió hacer un equipo de competición, como si el baile fuera fútbol, viajaron a Ámsterdam y quedaron terceras. Hace dos fueron a Roma y ya terminaron segundas. Y el año pasado, en París, se proclamaron campeonas de Europa. “No es muy común lo de la competición, pero me sirve para mantener motivadas a mis alumnas, y eso es importante. En la escuela hemos formado una especie de familia entre padres, alumnos y profesoras. Viajamos juntas y es toda una experiencia”. Con su familia real, la de sangre, también viaja y en los destinos Mar siempre busca algún ballet para ir a verlo. Los ha visto todos y no necesita mirar los carteles que cuelgan de las paredes de su escuela para responder, antes de que corra un segundo, que su favorito es El Cascanueces. “Me encanta y me encanta la Navidad”, exclama mientras se toca la cruz violeta que asoma por encima de una cadena de oro con una medallita de la Virgen del Carmen. Mar explica, con un velo de timidez, que es creyente y practicante.
Entre sus 300 alumnos sólo hay tres chicos. Tres valientes que pasan de las bromas de sus amigos. Porque aunque las nuevas generaciones presuman de ser más liberales que la de Mar, por ejemplo, y hablen tranquilamente de mujeres y hombres trans, de queer y de género fluido, la verdad, según advierte esta profesora, es que aún hay muchos prejuicios. “Es muy difícil conseguir que los chicos vengan a hacer ballet. Parece ser que simplemente por el hecho de bailar, ya te etiquetan de algo…”. De algo se refiere a que los tilden de gais por hacer ballet.
Por detrás de Mar, al fondo, en un rincón, sin destacar demasiado, hay un retrato de cuando Mar era una adolescente. En la fotografía, en blanco y negro, sale ella vestida de bailarina y con la pierna estirada por encima de su cabeza. Era la época en la que se empapaba del conocimiento de sus profesoras: Ana Barri, Mari Cruz Alcalá, Vicente Gregori… "También trabajé de profesora en la escuela de Olga Poliakoff”. De las niñas que conoció aquella alumna de 10 años que entró por casualidad a aquella escuela, la mayoría siguen siendo sus principales amigas. Algunas se dedicaron de manera profesional al ballet, pero ahora, cumplidos ya los 50, sólo queda ella gracias a Mar en Danza. Aunque tampoco recuerda con dolor esos años en los que se alejó de las barras de baile. “Nunca me he arrepentido de haberlo dejado. Estoy contenta. La escuela me fascina y me encanta mi trabajo, pero el mejor proyecto de mi vida es la familia”.
El negocio va viento en popa y Mar, además de contar con la ayuda jurídica de Martín, tiene contratadas a siete profesoras y dos administrativas. Las escuelas le roban mucho tiempo y por la noche, cuando llega a casa rendida, aún le toca atender a las madres que le escriben por el móvil para decirle que la niña se ha puesto malita y que al día siguiente no va a poder ir a clase de ballet. A cambio, el curso empieza en septiembre y acaba en junio. Vacaciones de profesor. El no va más. Tiempo para entregarse a sus dos principales placeres: viajar y salir a comer en familia. Aunque ella nunca para de formarse y como es teacher registrada de la Royal Academy de Londres, cada año puede asistir a los cursillos que da algunas de las profesoras que envían de Londres. Para Mar lo más importante en una maestra de danza es la empatía con las chicas. A ellas, en cambio, les pide disciplina. “Aunque no disciplina a la antigua usanza, como aquellas profesoras que daban golpes al suelo con un bastón. Es otro tipo de disciplina, como llegar a la hora, llevar el pelo recogido porque con una coleta le puedes dar a una compañera…”.
Entre 300 chicas siempre sale alguna que despunta. Mar dice no obsesionarse con eso. Que lo suyo es conseguir que disfruten y que para lo otro ya están los conservatorios. Mar les transmite la pasión por la danza clásica, la madre de todos los bailes. Y les enseña que para ser buena, hay que ser humilde.
Mar respira al acabar la entrevista. Se ha quitado un peso de encima y se queda sola en su academia de baile. Justo al lado hay un gimnasio para practicar el boxeo, pero no el boxeo clásico, casi en blanco y negro, en los gimnasios de los barrios bajos de las ciudades de las películas, sino uno en el que abundan las chicas y parece hecho para instagramers. Lo de Mar es aún más delicado. Una escuela donde Mar piensa seguir en danza hasta que el cuerpo aguante, como si fuera una fajadora.