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Mariscal se despliega para València

El artista trae a la galería Pepita Lumier una exposición de amor a la ciudad, y con ella todo su imaginario

15/11/2018 - 

VALÈNCIA. Javier Mariscal es un artista brillantemente estropeado. Él mismo se define así por su autodiagnosticada dislexia y su desidia a la hora de encontrar algún término por el que le pregunta la prensa. Prefiere tirar balones fuera y remitir a la facilidad de palabra que tiene su buen amigo Fernando Trueba. Entonces, lleva más de diez minutos hablando rodeado de su obra, llevando a lo más sencillo preguntas que una vez contestadas acaban pareciendo grandilocuentes. La obra que expone en Pepita Lumier no contiene nada de ese estropeo, porque el cariño que pone Mariscal en su trabajo es carismático. Y compensa así, con la fascinación que siente la gente por las ilustraciones que ha colgado, su aparente torpeza a la hora de hablar.

Mariscal nació y vivió su juventud en València, pero no se siente valenciano. Tampoco español o catalán: “El nacionalismo es gente que no ha viajado mucho y tienen un problema gordo. No quiero que ninguna sociedad me admita, y no tengo que ser de un equipo de fútbol, o de un territorio o de otro”, clama. Y añade: “Yo soy solo, y siento una enorme solidaridad con la gente que me rodea, y esta exposición es una muestra de ello: una potente comunicación que quiere decir que todos vibramos con la luz de Valencia”.

Titulares aparte, Pepita Lumier ha conseguido reunir -en la segunda exposición de Mariscal en la galería- una buena selección de escenas costumbristas de la capital, pero también de El Palmar, Xàbia, Benidorm o Alcalà de Xivert. Fachadas de bares de carreteras, ciclistas cruzando puentes, una curva en la anacrónica N-340… Recuerdos de viajes en los que se reencontraba con su juventud y que sin embargo ha tenido que construir a partir de imágenes de internet: “La tecnología nos permite poder ver un lugar desde muchos puntos de vista y es tal la capacidad que hay que seleccionar información para construir algo concreto”, según ha explicado. De paso, en esa selección, los paisajes han mutado y se han vuelto en ficticios: al lado de un puente en l’Albufera ha situado barcas y vegetación en lugar de malas hierbas y construcciones.

Pero todas estas ficciones encierran un genuino espíritu de algo tan difuso y polémico como es el término de valencianía. Fuera la política, hablamos de la luz. Y Mariscal, que no propone un discurso transgresor, sino que acerca las memorias y rincones que conviven dentro de él “en una relación de amor-odio”, habla de València a través de sus colores, y revaloriza los lugares por donde pasamos diariamente. Un metracrilato sobre papel fotográfico y aluminio fija al espectador frente a la gasolinera del Parterre, donde conviven un kiosko, los niños y niñas jugando, el juzgado de menores y un árbol gigante que se reivindica y rompe el asfalto. Las sombras no son negras y los colores dibujan un clima cálido y perfecto para pasear. Así hace una pareja en la fantasía de Mariscal, la misma que en otra obra -que también se sitúa cerca del Parterre- se besa apasionadamente. Allí, en esa misma esquina, Mariscal corría y jugaba, y de mayor, dio “sus primeros besos con lengua y sus primeras caladas a un porro”. Y cada uno de los que ve esa esquina, sabe lo que ha vivido allí.

La exposición La luz de Valencia evoca así a la memoria emocional de los valencianos y valencianas, algo que interesa especialmente al artista: “Yo necesito compartir las cosas que tengo dentro, y por eso esta exposición". Y entonces se descubre que no hay pregunta política que valga, porque sus respuestas van a ser humanas. Y ni siquiera eso: "A los humanos los siento como las plantas, que son una parte muy importante de mi obra: sienten, viven y se reproducen", explica el artista. Y sin embargo, busca que la gente "vibre o llore con los cuadros, los deteste o les encante".

Y como Mariscal es un artista desajustado, sus titulares políticos nunca quedan bien. Le preguntan sobre Calatrava y, aunque lo critica de una manera brusca e incendiaria, no ha retratado ningún edificio de él porque los dibujos le quedaron muy críticos. Sobre el turismo, alaba que la gente vuelva y diga que València es una ciudad maravillosa, y aunque asegura que hay que regular para que a la gente no le sea imposible pagar el alquiler, se desmarca de las luchas mediáticas. "Yo no veo las noticias, ni escucho casi la radio", comenta. "La noticia importante es que mi nieta de año y medio ha aprendido a decir yo y mío", añade. Y se convierte así en un prescriptor de lo humano, y no en un opinador, trasladando así la sencillez y el costumbrismo de sus obras a su discurso. Mariscal es un artista brillantemente estropeado. Y sus desajustes sobre la València que tanto gusta cuelgan de la galería Pepita Lumier hasta el 5 de enero.

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