Cansada de las noticias de la Tierra, me armo de mi escafandra FP2 y agarro bien el módulo accesorio al que he bautizado Pringated para explorar el planeta rojo. No me importa que esté a cientos de millones de kilómetros de casa: necesito olvidarme de la bronca, de la chapuza, del instinto autodestructivo de la Humanidad como colectivo y hasta de un virus que impide a los terrícolas hablar de otra cosa.
La noche es limpia, parece que haya atravesado “el oscuro y silencioso espacio estrellado hasta este mundo irreal y muerto” como describía Bradbury en sus Crónicas Marcianas. Los ruedines de mi Pringated se adaptan bien al firme de las aceras, sean de puntitos o de rombos, y el antideslizante de las rampas retiene bien mis trekking del Decathlon. Para no olvidar que sigo en el invierno de 2021 he elegido mi atuendo universal casa-súper-hospital: leggins de algodón, polar y camiseta térmica. Ningún marciano debe reparar en mí, estoy en misión exploratoria.
En el semáforo deslizo mi escafandra a un lado para captar la atmósfera y no me parece enrarecida. Un astrofísico habló de mínimas de 50 bajo cero pero parece más que soportable, nada en comparación con el país del que vengo, donde la insensatez calienta la atmósfera hasta rozar la asfixia. Un letrero luminoso invita a perpetrar la nave nodriza que llaman supermercado donde varios marcianos pululan con expresión somnolienta. Algunos le hablan a un pinganillo que quizá sea una extensión de su cráneo, otros a unos transistores oblongos y luminosos que no despegan de su mano. Suenan pitidos por todas partes, en las rampas de salida, en el robot que exprime un fruto azucarado y naranja, por los pasillos donde transita una oruga gigante que unos marcianos en mono de trabajo conducen con indolencia. Por un momento me sobrecoge la idea de que la nave despegue conmigo dentro y no vuelva a ver a mi familia pero mantengo la calma como he aprendido a hacer este año. Se supone que vine para no volverme loca en la Tierra, sólo faltaría empezar aquí de nuevo.
Algunos de los marcianos fingen una normalidad que ya no sé medir bien y visten de una forma tan familiar (sudadera con capucha, gafas de pasta…) que parecen haber creado un mundo telepático a mi medida: ¿y si se valen de mis recuerdos y proyecciones? Pueden manipular mi mente para que me mueva en lo que yo identifico como planeta habitado. Suenan los éxitos de Ariana Grande en el hilo musical y se me escapa una sonrisa de admiración que bordea el cabreo, pero me aguanto.
La cosa era pensar la noticia de la semana desde dentro de la noticia misma: el rover Perseverance de la NASA ha amartizado este jueves pasado con éxito. Se propone dar con restos de vida que podrían datarse en 3500 millones de años y hay ansia terrícola por culminar pronto una misión tripulada. Los saudíes y los chinos hacen ya orbitar sus cacharros alrededor del goloso destino y seguimos los movimientos de esta olimpiada estrafalaria ignorantes de que los marcianos pueden estar muertos de risa, si no se han extinguido. Más les vale haberlo hecho. La nueva forma de colonialismo está más cerca que nunca y al paso que vamos desearemos dejar atrás el planeta azul para llenar de plástico y ruido el planeta rojo.
Ray Bradbury, en las inspiradas páginas que publicó hace 70 años, describió unas invasiones domingueras que dejaban a la vista el lado más paleto de la humanidad. Las situó en torno al año 2000. Ahora mismo el 2000 es nuestra historia remota, pero la idea de los domingueros en Marte no lo parece y una colonia humana en cualquier lugar podría ser un nuevo comienzo o una nueva cagada. Las cotas de pesimismo que acumulamos tras un año de pandemia inclinan la balanza hacia la cagada. El autor de Fahrenheit 541 ideó un escenario terrestre al borde del colapso nuclear que escupía icónicos cohetes con forma de supositorio plateado. Nosotros estamos ingobernables y enloquecidos pero adictos a una tecnología que avanza más rápido que nuestra inteligencia; pronto subirse a Marte puede llegar a ser como bajarse al Moro. Con su prosa precisa y descarnada, Bradbury dibujó seres fatuos o soñadores, todos con urgencia por dejar atrás un mundo al borde de la extinción. En el siglo XXI, a pesar de las vacunas y otros prodigios, un nuevo planeta es una tentación porque parecemos cerca de comernos unos a otros.
No hablamos de ciencia ficción, al escritor de distopías no le gustaba el calificativo: él aborda el mito, el del hombre enfrentándose a los miedos atávicos, a su propia vanidad y al rechazo de lo diferente. “Sin saberlo ─explica en su prólogo─ había sido todo ese tiempo hijo de Tut, escribiendo los jeroglíficos del Planeta Rojo, convencido de que desarrollaba futuros incluso en desempolvados pasados”. Instila momentos soñadores y cargados de nostalgia en tramas que avanzan a dentelladas y en las que ilumina nuestro presente de autodepredación. Sus historias dejan el alma destemplada, surten el efecto de una excursión al campo de la que se vuelve con frío en las tripas pero preso de una excitación extraña.
Le cuento precipitadamente las Crónicas a Rafa mientras seguimos a la perra, que olisquea regueros terrícolas por Viveros. Me apasiono, me vengo arriba, le spoileo todo sin piedad. La conversación de Spender con el capitán Wilder, en la cuarta expedición, me ha dejado derrotada. Es un tripulante que recita a Byron en las ruinas marcianas e idolatra la civilización extinta que los expedicionarios están a punto de profanar. Ha matado a varios compañeros en el desmañado intento de retrasar el abuso, pero el capitán le concede una tregua en la que explicar su conducta. El alegato fanático de Spender sirve de reválida para la humanidad también ahora. Al personaje le parece que los marcianos habían llegado al fondo de las cosas, sabían cómo vivir. “No trataron de ser sólo hombres y no animales”, explica, “renunciaron a empeñarse en destruirlo todo, humillarlo todo”. En un arrebatado giro de identidad, Spender se autoerige como último valedor de lo marciano, pero fracasa. Descubre con terror que no puede desprenderse de su hechura como terrícola y lo ha sabido después de su quinto asesinato.
¿Crees que hay un momento en el que esto se debe parar? Le pregunto a Rafa mientras seguimos los sprints de Noa detrás de una pelota de caucho tecnológico. Su collar luminoso traza líneas fluorescentes en la penumbra y él guarda silencio. Sí, sin duda, una vez alcanzado cierto desarrollo se debería parar, dice al fin. Y le cuento el final de Spender, derribado por una bala del capitán, le cuento también como el capitán es ahora Spender y, por extensión yo misma, y Rafa. Y todos. Todos somos Spender después de matar a Spender. “Tengo que cumplir mi parte ─se dijo el capitán─. No puedo abandonarlo. Si se reconocía en mí, y por eso no pudo matarme, qué tarea difícil me espera”.