España chapotea en la mediocridad. Las clases dirigentes, llamadas a dar ejemplo, no están a la altura del momento histórico. Sólo existe una mínima esperanza para un cambio de rumbo, y pasa por la aparición de unas élites seleccionadas entre lo mejor de nuestros adolescentes y jóvenes
Hay días que me levanto regeneracionista como el niño Albert y me da por tener ideas para mejorar el porvenir de un país sin remedio. Ese país se llama España, que significa, al decir de los antiguos, tierra de conejos.
Sucede entonces que guardo mi proverbial pesimismo en la mesita de noche, entre la muda del día siguiente, y me dejo arrastrar por un voluntarismo humano y absurdo. Confundo la realidad con mis deseos, y creo que aún es posible reformar un país que hace aguas por todas partes. España, me digo en una mañana feliz y soleada, necesita élites para dejar de chapotear en la mediocridad.
Porque, salvo excepciones, el nivel de nuestras clases dirigentes es ínfimo. Prueba de ello es el actual Parlamento, convertido en una taberna frecuentada por gente patibularia como los rufianes y los tardàs. ¡Si al menos hubiera malvados con el brillo de la inteligencia! Un Pérez Rubalcaba, sin ir más lejos. Pero no; ni siquiera nos queda el consuelo de estar gobernados por canallas brillantes, por amorales cultos como un Andreotti o un Areilza, que leían a Maurice Joly y escuchaban a Debussy.
Salvo excepciones, el nivel de las clases dirigentes es ínfimo. Prueba de ello es el Parlamento, convertido en una taberna frecuentada por los rufianes y tardàs
España nunca se ha distinguido por la calidad de sus élites, ya fuesen políticas, religiosas, culturales o militares. Salvo los ilustrados del XVIII y algunos republicanos ingenuos del 31, que creían en la quimera de modernizar el país, quienes han tenido el poder lo han ejercicio en beneficio propio convirtiendo el cargo en un botín y tratando a sus compatriotas como súbditos antes que como ciudadanos.
Por muchas nuevas tecnologías y milongas que inventemos, seguimos siendo un país que arrastra un atraso cultural y educativo de enormes proporciones. Aquí siempre se iguala por abajo para que nadie destaque. En España ser diferente es pecado. Lo triste es que a la mayoría esto le da igual: es la mayoría que no lee ni va al cine y al teatro, que no compra un periódico, que no sabe lo que es pisar un museo; esa mayoría embrutecida pese a sus móviles de última generación, mimada por los políticos en cada campaña electoral; esa mayoría que algunos llaman pueblo y que como protagonista histórico se ha equivocado muchas veces.
La calidad de un país se mide casi siempre por sus élites, y estas se trabajan desde la escuela. Pienso en una minoría de adolescentes y jóvenes que intentan abrirse paso en un ambiente hostil, llamados a liderar un cambio de país y que fracasan a menudo por la falta de apoyos y la mediocridad que los asfixia en los institutos y la Universidad. Habría que cuidar a esos chavales porque pueden ser el último remedio para un país avejentado como el nuestro. No importa de donde vengan, ni su clase social. Se puede ser elitista sin caer en el error del clasismo. El Estado —no este, que está en descomposición, sino otro de nueva planta— debería arremangarse para respaldar a unos jóvenes preparados para ser la aristocracia cultural y espiritual del país.
Soy un iluso en todo lo que acabo de escribir, bien lo sé, pero si repaso la historia de España compruebo que las mejores páginas fueron escritas por individuos que se forjaron en contra del espíritu de su tiempo. Teresa de Jesús, Cortés, Cervantes, Velázquez, Falla y Ramón y Cajal se elevaron por encima de la grisura de sus contemporáneos, combatieron rutinas y conformismos, fueron incomprendidos y hoy, sin embargo, los tomamos como modelos.
El pueblo —y que me perdone don Antonio Machado, que lo tenía en alta estima— siempre ha despertado mis recelos. El pueblo, en mayor o menor medida, estuvo detrás de las cuatro últimas guerras civiles. El pueblo como sujeto romántico y nacionalista da miedo. Estremece ver lo que sucede hoy en Cataluña y en otros lugares de Europa y América donde ha arraigado el populismo extremo.
Si hay un antídoto contra el virus del populismo ha de venir de unas élites bien formadas que tiren del país en los campos de la política, la economía y la cultura. No las hay, al menos como yo las entiendo, en este fin de época que coincide con la monarquía triste de Felipe VI, a quien compadecemos porque no verá reinar a su hija Leonor. Lo más aproximado a las élites son Rafa Nadal y Marc Márquez. Con esto nos hemos de conformar, y vamos tirando, qué remedio.
Mientras tanto, recomiendo leer al aristocrático Ortega, que escribía como los ángeles y era un filósofo egregio en un país de cabreros. Uno de esos raros que sitúan a una nación en el corazón del mundo.