La mejor pastelería del barrio no lo es por la cola que se forma los sábados para recoger los encargos: lo es por los libros. No me importa la espera, mientras la chica busca mi tarta de manzana los ojos se me van a la estantería. El Gran Libro del Chocolate, Decorar la Masa, Fuego y Pasión en la Cocina, una Larousse de repostería en cuatro tomos, de Aci a Var. Imagino huellas de grasa entre sus páginas, esquinas dobladas, anotaciones, pegotes de harina y el olor de mantequilla derretida ya no me resulta extraño porque estoy como en casa. ¿Qué es lo que reconforta siempre en la presencia de los libros?, ¿son objetos sagrados?, ¿fetiches? Pienso en Holly Golightly cuando desayunaba en Tiffany´s y sabía que los diamantes y la piel costosa de carteras podían salvarla, que alguna mano la recogería del suelo si se desmayaba. Los libros también arropan, son un abrazo de protección hecho de tinta impresa.
Durante los años que hice visitas a domicilio, lo primero que fichaba mi atención eran los títulos de cualquier boiserie empotrada en la salita, entre la foto del chico en la mili y la de la chica de comunión o de fallera. Asentía, seguía la cosa clínica mientras espiaba lomos, ediciones en rústica, letras doradas, cualquier colección, aunque fuera decorativa, que me sirviera para tocar el alma de esa familia. Mientras dejaba que la enfermera se ocupara del inyectable, a veces me levantaba para cotillear algún libro, pedía permiso y ojeaba el uso, el mimo o el descuido, el rango de amarillo de las páginas, alguna dedicatoria o subrayado. Rara vez había muchos, más raro aún era que estuvieran leídos o cuidados, pero cuando no había ni uno me invadía una ansiedad indefinible, la noción de que esas personas vivían en una nevera.
La Feria del Libro de Frankfurt acaba de clausurarse con nuestro país como invitado de honor. Sprüngliche Kreativität (Creatividad desbordante) ha sido el lema. Me encanta, creo que somos buenos con la inventiva y no sólo en el tema literario. Lo que no veo tan claro como en otros países es el respeto a la cultura del libro, desde la calle a las instituciones. Permitimos que los autores se ahoguen en la precariedad. Compramos libros con más bulimia que criterio y abusamos del derroche aunque no sean baratos. El debate sobre el fenómeno slow en los libros no ha hecho más que empezar y abre viejas heridas, ¿se publica demasiado? En España cada año son 80.000 títulos y la directora general del Libro y Fomento de la Lectura asegura que obedece a la explosión de los lectores que hay. Pero omite que del 86 % de las novedades se venden menos de 50 ejemplares. En el mundo del libro, editores, escritores y libreros coinciden en que no hay espacio físico ni mental para tanto título. Y el porcentaje de ejemplares que acaba cada año retirado y convertido en pasta de papel oscila entre el 60 y el 80 %, ¿alguien piensa preguntarle a los árboles qué opinan? Quizá nos pedirían que figurase la huella de carbono en la portada. Un simple tomate de 200 gramos, cuando se tira a la basura, supone derrochar 74 litros de agua y 0,4 kg de CO2 según la OCU.
Durante la pandemia, la editorial Errata Naturae publicó un hermoso manifiesto anunciando un retiro meditativo. Para ellos, el movimiento más inteligente era detenerse. “Muchos piensan ─comenzaba el comunicado─, algunos nos dicen, que si te paras el sistema te arrolla, como arrolla el automóvil al cervatillo que, deslumbrado por los faros, se detiene en mitad de la carretera”. Pero nadie apostó por un nuevo sistema que mejorase el juego perverso entre librerías, distribuidoras y editoriales, donde estas últimas encuentran en las novedades la única forma de compensar las devoluciones. Al estilo de Armani cuando en 2020 declaró que era inmoral trabajar de esa forma en la moda, los editores deberían unirse y no lo hicieron (tampoco los diseñadores de moda). En conclusión: el rodillo sigue, todo vuelve al vértigo natural que conocemos. El mandato del capitalismo es la velocidad, la loca circulación de enseres que es sinónimo de enriquecimiento y ¿qué tiene esto que ver con el momento sagrado de la lectura?, ¿qué tipo de divulgación cultural favorece?
Quizá ya no quede nada libre de banalidad, lejos de convertirse en mercancía: nosotros mismos lo somos hace tiempo, nuestros amores, nuestros datos, la ubicación donde uno lee este artículo, el tiempo que le lleva hacerlo. Supongo que el cambio debería empezar por cada lector, yo misma debería contener mi bulimia de títulos nuevos, acudir al canon antes que dejar que en mi mesilla de noche se formen torres cambiantes. Acordarme de las bibliotecas, tan bien nutridas y abundantes, de mi librero de barrio (hay más de 3000 en España y viven un nuevo esplendor), olvidarme de Amazon por supuesto. Antes que las instituciones lo entiendan deberíamos entenderlo nosotros, sobre todo ahora que los gobiernos están más atentos a sufragar guerras, gasolina y, antes que cultura: educación y sanidad (aunque la cultura es salud mental).
Una de mis libreras de cabecera me asegura que esta polémica es tan antigua como ella y me deja pasmada. Ella, que se jubiló hace poco pero la encuentro siempre en las ferias y librerías, admite que los últimos años no daba abasto memorizando el aluvión de novedades, que son como lianas selváticas en cualquier librería. Echa la culpa a la laxitud a las editoriales pequeñas que se lanzan sin distribuidor, a las autoediciones de todo tipo, las modas (ahora se publica a mujeres menores de 35, ¿mañana?). No arremete contra los talleres de escritura creativa porque es sabia y ve, como todos, que fomentan buenos lectores y escritores. Sin embargo, no a todos se les debería jalear para las Olimpiadas igual que no todos los runners que entrenan a diario por el cauce del río se lo plantean. Lo cierto es que hay más expertos rápidos que nunca, más escritores que lectores, demasiada ansia de que le escuchen a uno y demasiado libro sin calidad destinado a perecer, o sea, sin opción a quedarse en el fondo editorial. Cuando termino de charlar con ella me doy cuenta de que los libreros son el puente entre editor y lector y que se les debería escuchar más para contener este tráfico irresponsable.
En definitiva, todo este lío supone igualar la lectura con la comida y la ropa pero ¿es lo mismo? Con el libro no se juega. El libro supone una ventana a la reflexión íntima, a la cosa de pensar y pensarse, entenderse, perdonarse. Favorece que le susurren a uno que lo que ha sentido es humano, universal, y regala las palabras para validar sentimientos. Crea realidades alternativas o desempolva las que estaban olvidadas. En definitiva, un libro no se puede calificar de basura sin sentir que se comete un pecado, aunque se nos diga que están circulando en una órbita absurda, en una vía muerta en la que van a perecer.
Cualquier libro puede salvarte, eso es lo único que no ha cambiado. Como Emma Goldman, la anarquista de fin de siécle que etiquetaron como mujer más peligrosa de América, yo siempre he metido una lectura en mi faldriquera antes de salir de casa. Ella lo hacía antes de dar un mitin y anticipaba así los días que iba a pasar en algún calabozo neoyorkino cuando apareciera la poli. ¿Es esa la sensación que nos visita a los lectores, la de que se nos puede privar de libertad en cualquier momento?, ¿nos veremos pronto en un zulo buscando el oxígeno a través de un respirador artificial, o sea, un libro? Lo único definitivo es que resulta más doloroso imaginar la ausencia de libros que imaginar su plaga.