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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Memoria deconstruida

22/10/2021 - 

Con el décimo aniversario del fin de ETA empieza la guerra de las memorias, ¿qué fue aquella época? ¿Cómo la recuerdan los vencidos, o sea, todos? Cada uno quiere imponer su memoria de aquello que fue la contienda. No me propongo aquí hablar de la banda vasca ni recitar el memorial de daños sino hablar del recuerdo, de qué cosa es sino identidad. Hilo de vida. Evanescente como un holograma. Somos un relato leído en voz alta antes de que todo el mundo se vaya a dormir. Sólo aquello que podemos contar nos dice quiénes somos y quiénes fuimos.

Desde que mi padre cayó enfermo, la memoria es el eje de todos nuestros momentos juntos. Nos ha enseñado que la experiencia es vaporosa, adelgaza hasta la transparencia y flota hasta borrarse del todo. “Qué bonito es este paisaje, hija, ¿hemos hecho este viaje alguna vez?”. El mes pasado lo subimos a un AVE rumbo a la capital e intenté disfrutar de él como un caramelo que se deshace en la lengua. Es un hombre que se deshace en la lengua. Sonreía ufano en su asiento junto a la ventanilla y el cristal se había llenado de meseta, de trigo veloz y de azul envolvente, profundo, elástico. Le sacaba una sonrisa. Yo me decía que el recuerdo de esa estampa era también una nada por venir, una foto desleída, una comida frugal en plato desechable y cubiertos de plástico. Sin embargo, desde que él se deconstruye todo a su alrededor es belleza y gratitud. Me deja muy fuera de su mundo cuando hace eso. Se rodea de una belleza vacía, flotante, a la que dedica estrofas inconexas. Recita a Juan de la Cruz, a Zorrilla o a Julio Iglesias. Su memoria adelgaza y su identidad se va con ella por el sumidero. Lo bueno es qué bien estoy, hija mía. El Alzheimer se ha tragado el mal humor y nos encanta verle feliz en medio de un incendio. Sus recuerdos se  desintegran, se finiquitan, se muerden la cola. Está de saldo. A mí también me asalta la sospecha de que mi mundo ya no sigue en pie y eso me lo acerca, pero en mi caso hay angustia. Siento mi entorno como una granada a punto de que le arranquen la hebilla. No sufro demencia, pero camino igualmente en un desierto. Hay quien suplica que saltemos de una vez por los aires. Hay quien no, quien sólo desea una agonía lenta como un epílogo para despedirse. Para averiguarse. Un último bis antes del fundido en negro. En la cola de la estación me preguntaba a qué categoría pertenezco yo. Era una fila muy larga, concurrida. Parecíamos refugiados huyendo de las fallas, unas fallas ectópicas, descremadas. Fallas de septiembre: la prueba fehaciente de que el mundo ya había terminado.

Mi padre ocupó su sitio, obediente. Una vez salimos de la ciudad, empezó a preguntar por qué seguíamos sentadas enfrente de él, porqué no dejábamos el compartimento, ¿íbamos juntos a alguna parte? Preguntaría cada cinco minutos lo mismo hasta que su cerebro cambiara de pista. Hasta que el paisaje lo cautivase. A trescientos por hora los ventanales se llenan pronto de esas nubes manchegas que describe Ana Iris Simón en Feria: carnosas, sólidas, tan presentes como una escuadra de naves nodrizas. Nubes y viento, que enseguida se materializa en molinos blancos y monumentales. “Qué bonito, ¿y hemos hecho este viaje alguna vez?”

La ruta del Este es la ruta de su vida, su cordón umbilical, ¿cómo puede un emigrante olvidar el camino de vuelta a casa? Dejó Madrid para instalarse en Levante en los setenta, pero ahora es un descubridor. Con ochenta y cuatro es un viajante perplejo, recién devuelto a la conciencia después de un ácido, un colocón parecido al de Johny Depp cuando fue drogado en Londres y amaneció en París al cabo de cinco días. Mi padre también ha viajado al futuro y ha borrado las paradas intermedias, la ruta, el mapa. Descubre ahora todas las cosas. Quizá pueda asombrarse como yo no podré hacerlo nunca más. Todos mis amores están gastados y mis ojos son viejos, pero él descubre la meseta. La lleva engastada en el alma pero la mira con maravilla. Vive un Macondo a la inversa; su mundo es tan viejo que hay que nombrarlo todo, dibujar los contornos de nuevo, los paisajes, las caras. Y me gusta hacer literatura con la idea, saberlo un poco niño, un poco aventurero.

En Atocha le prestamos hasta las palabras: Atocha, estación de. Él que levantó a pulso una memoria de Madrid, del instituto San Isidro, de la pensión de San Miguel, de la patrona a la que regalaba pollos o pavos o lo que fuera que llegaba vivo a la cocina con las patas sujetas por una cuerda. Barras de bar con olor a vino rancio y a frío, su adolescencia coagulada, el catálogo minucioso del deseo en los cines de barrio o los portales con olor a pis, el recuerdo de la piel primeriza y sus dedos clandestinos de posguerra. ¿Adónde va todo eso? Circuitos neuronales que se apagan como los escaparates de una calle céntrica en la madrugada, ¿en serio?

Bajamos del tren y se agarró de mi brazo mientras yo me preguntaba si habría dado con la fórmula para que entrara la ternura y se fuera la rabia. Le sonreí y no se dio ni cuenta. Supongo que esto también es un recuerdo de usar y tirar. Ahora lo escribo, mañana parecerá escrito por otra. Todo iría bien, me dije, todo parecía en orden si no fuera por los molinos: los habíamos visto parados en medio de la planicie, como relojes sin cuerda. Extrañeza de reloj que espera, con las agujas quietas.

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