El trabajo con la música de este compositor puede iluminar los valores de la Orquesta de València, y, al tiempo, eliminar ciertas carencias
VALÈNCIA. El concierto que presentó este viernes la Orquesta de València es el segundo que, en esta temporada, le dedica a Mendelssohn la agrupación del Palau de la Música. Su director, Ramón Tebar, explicó al presentar la programación que le parecía adecuado trabajar el repertorio de este compositor, debido a la trayectoria de la orquesta, muy centrada en el siglo XIX, pero con necesidades de profundización en el campo del clasicismo. Mendelssohn es un compositor que reúne características de ambos periodos, y su música le viene, por eso mismo, como anillo al dedo a la formación valenciana.
Si el pasado diciembre se interpretó la Sinfonía “Lobgesang”, una de las menos conocidas del compositor de Hamburgo, esta vez el programa se centró en tres obras que se interpretan con muchísima frecuencia. Fue la primera La gruta de Fingal, que evoca un imponente paisaje de las islas Hébridas, con una gran cueva azotada por las olas. La Naturaleza hace aquí acto de presencia, en una atmósfera netamente romántica, que la música de Mendelssohn nos traslada con fidelidad, hasta el punto de que el fraseo inicial de las cuerdas sugiere el movimiento de las olas, algo que Tebar y la orquesta tuvieron muy en cuenta.
Pero, incluso con esa atmósfera, el desarrollo de la obertura es netamente clásico, y propias del clasicismo estructural son también sus exigencias sonoras: transparencia, ajuste milimétrico, huída de los excesos... entre otros. Se lograron esta vez tales objetivos, especialmente en la sección de cuerdas, que tocó con una gran finura, sin adelantos ni colas de ningún tipo, y poniendo luz en todas las líneas y trazos de la partitura. Este progreso en la precisión y en la sonoridad, que se observó también en el anterior concierto con Ton Koopman, si se mantiene, supone un salto muy importante para la Orquesta de València, pues su ausencia se había convertido en un lastre que empañaba muchas de sus actuaciones. El anunciado ciclo de música de cámara, donde intervendrán muchos miembros de la formación, será también una herramienta valiosa para avanzar en este sentido.
En la segunda obra del programa, el Concierto para violín op. 64, la orquesta siguió sonando con la transparencia necesaria. Como solista se contaba con el gran violinista Frank Peter Zimmermann, que ha visitado muchas veces el Palau de la Música, y ha trabajado ya con la orquesta del recinto. Tebar ajustó bien a la orquesta con el solista, y graduó siempre la dinámica para que no resultara nunca tapado, pues el volumen de su violín no es muy poderoso, aunque sí rico en matices, certero en la afinación y diestro en los pasajes de virtuosismo. Tras una cadenza muy bien resuelta, la orquesta hizo una bonita entrada, que concluyó, con el fagot en pianísimo, uniendo el primer y segundo movimiento.
Este Andante fue traducido por Zimmermann con frases de amplio aliento que desgranaban la preciosa línea melódica ideada por Mendelssohn, una línea que fue asimismo trabajada cálidamente por la orquesta. No sólo Tebar fue responsable de la buena conjunción entre ambos elementos: se daba una atención recíproca entre orquesta y solista que iba más allá del ajuste métrico, y que fue aprovechada por las maderas para ofrecer muy buenas intervenciones.
Se pasó, también sin interrupción, a un breve Allegretto pronto convertido en Allegro vivace, donde Zimmermann añadió su buen gusto musical al vértigo de la velocidad y al vigor rítmico requeridos. A destacar, en este movimiento, la preciosa sonoridad de la cuerda grave.
Los aplausos arrancaron dos regalos al solista. El primero, el tercer movimiento (Melodía. Adagio) de la impresionante Sonata para violín solo, Sz. 117 de Béla Bartók, escrita por encargo de Yehudi Menuhin cuando Bartók se encontraba ya lidiando con la leucemia. Después de esto, pocas cosas resultarían oportunas para ser interpretadas. Excepto Bach, y es lo que hizo Zimmermann, ofreciendo el Presto de su Sonata núm. 1 en sol menor. Una vez más, se comprueba que, en la elección de los bises, también se muestra el alma de un intérprete.
Se completó la sesión con otra partitura del acervo más conocido de Mendelssohn, la sinfonía llamada “Italiana” porque traslada las vivencias del compositor tras su estancia en ese país. Tebar enfocó el primer movimiento dándole un carácter muy alegre y dictando un tempo rapidito y enérgico que cuadra bien al carácter de la sinfonía. Estuvieron bien llevados, asimismo, los pasajes contrapuntísticos entre las secciones de la cuerda.
En el Andante con moto gustó mucho el bellísimo tema que las violas tuvieron a su cargo, aunque Tebar no le extrajo al movimiento toda la “savia” que contiene, al tiempo que se desvanecía un poco el ajuste milimétrico mostrado por la orquesta hasta entonces. Lo mismo sucedió en los dos movimientos siguientes, donde no hubo ningún error de bulto, pero sí una disminución perceptible en la precisión y en la calidad sonora. Sí que se trabajaron las dinámicas del piano y el pianissimo, bastante abandonadas en etapas anteriores. Pero en esta “Italiana”, y con excepción del primer movimiento, se echaba de menos un poco de esmalte. De esmalte y, quizás más que eso, un poco de norte.