El señor Juan Roig, que tantas veces acierta, se ha equivocado en esta ocasión. El mejor escribano echa un borrón. El empresario más importante de Valencia yerra al liberar a sus directivos de la obligación de llevar corbata. Justificar este cambio "para ir con el signo de los tiempos" sólo contentará a los partidarios de eliminar cualquier signo de elegancia
El declive comenzó con aquellos periodistas forzosamente joviales que informaban de las noticias deportivas en las televisiones. Se habían quitado la corbata para darse un aire informal. Esta tendencia fue como la mala hierba que se va extendiendo sin que nadie haga nada por arrancarla.
Después de los periodistas deportivos hubo que lamentar la llegada de alcaldes progresistas a los ayuntamientos, montados en bicicleta y en mangas de camisa. Se llegó a decir que sólo se lavaban una vez por semana. Los líderes de las variopintas izquierdas acudían a ser recibidos por el Jefe del Estado con indumentarias más propias de menesterosos que de representantes del Parlamento español. Muy lejos de aquí, en la costa del Pacífico, los jóvenes ejecutivos, que visten con vaqueros y camisetas, presentaban, con barba de tres días, las novedades de sus compañías tecnológicas.
He recordado algunos ejemplos que corroboran la decadencia de las corbatas como prendas de vestir. Nos hallamos, al parecer, ante un proceso irreversible que amenaza con llegar hasta el último rincón de la sociedad. Si hace muchos años, durante la guerra civil, llevar corbata suponía jugarse la vida porque era un signo de opresión burguesa, hoy ponérsela se ve como algo inútil (como si lo inútil no diese sentido a nuestras vidas) y extemporáneo, de gente chapada a la antigua.
"Sólo pensar que voy a comprar a uno de sus supermercados y me tropiezo con el encargado de la tienda sin corbata, me llena de zozobra"
Tal vez por eso Mercadona haya liberado a sus directivos de la obligación de llevar corbata en el trabajo. Su presidente, el señor Juan Roig, ha predicado con el ejemplo quitándosela en algún acto público. La empresa justifica el cambio "para ir con el signo de los tiempos". He de reconocer que esta medida me ha causado un hondo desasosiego. Sólo pensar que voy a uno de sus supermercados y me tropiezo con el encargado de la tienda sin corbata, me llena de zozobra.
El señor Roig, que tantas veces acierta, se ha equivocado en esta ocasión. El mejor escribano echa un borrón. El empresario más importante de Valencia de los últimos cincuenta años, que será recordado como el hombre que revolucionó la distribución española, yerra cuando decide modificar una norma necesaria y sensata. Justificar el cambio con el pretexto de que los tiempos han cambiado es una excusa peregrina. Decisiones como esta dan alas a los partidarios de arrinconar cualquier muestra de elegancia en las relaciones sociales.
Los grandes hombres y mujeres —y el señor Roig es uno de ellos— han ido en contra del espíritu de su tiempo. Cuando hace casi una década el dueño de Mercadona sorprendió a todos con su apuesta por las marcas blancas, algunos pensaron que fracasaría. Pero le funcionó porque se rebeló contra el clima de aquella época, contra una manera adocenada de hacer las cosas, ese ir tirando que mata cualquier iniciativa empresarial o individual. Lo mismo cabe decir de la defensa de la cultura del esfuerzo a través de su equipo de baloncesto. Defender hoy el esfuerzo, el sacrificio, la obra bien hecha, es ir también contra el signo de los tiempos.
Señor Roig, como cliente suyo le pido que sólo se quite la corbata cuando sea estrictamente necesario. No haga como esos muchachos falsarios de Google y Facebook que aspiran a conquistar el mundo. Estos embaucadores se presentan con sus camisetas y sudaderas para hacernos creer que son iguales a nosotros. Alguien les compra su discurso de contrabando. A mí, créame, estos jóvenes millonarios, de sonrisa permanente, me dan miedo. Veo en ellos el primer capítulo de un fascismo simpático y tenue, más eficaz que el antiguo, aquel de los correajes y las camisas pardas.
Se lo dice alguien que milita contra su tiempo porque detesta la época que le ha tocado vivir. Soy un bicho raro: no me gustan los tatuajes; la gente que camina con chanclas por la ciudad o que masca chicle como los yanquis; detesto a los bancarios que te tutean nada más abrir una cuenta corriente. Tampoco caigo en la trampa de creerme que si alguien viste como yo o me llama por mi nombre de pila, él y yo vamos a ser iguales. Ni me lo creo ni lo deseo. Me gustan las diferencias, las distancias, las singularidades; me gusta intentar ser yo mismo, con mis errores y extravagancias, sin que nadie me marque el paso. Y si he de elegir el color de una corbata, me inclino por el azul marino.
La iniciativa comienza con la adecuación de 6 entidades sociales y con la donación de 7 furgonetas de reparto.