La meritocracia, el gobierno de los mejores o, en general, la sociedad que recompensa a los mejores, es un concepto con aristas. Los que enarbolan la bandera de la meritocracia de manera vehemente son normalmente hombres hechos a si mismos. Varones crecidos en el caldo de cultivo ideal para que todo les saliese bien: occidentales, blancos, formados. Una meritocracia perfecta sería aquella donde votásemos a los mejores alcaldes y ministros. Donde la gente en la cúspide del gobierno, el empleo, el capital, la cultura y la sociedad fuese aquella que acumulase más méritos para serlo.
Llevándolo al extremo, en un sistema meritocrático los mejores cantantes serían los que venderían más discos; los libros más leídos serían los escritos con las plumas más finas; y los cocineros más brillantes tendrían siempre sus restaurantes a parir.
La defensa vehemente de la meritocracia olvida frecuentemente dos cuestiones importantes. La primera es la definición de aquello que constituye el mérito. La segunda, todavía más relevante, es la importancia de las estructuras sociales y económicas que hacen que algunas personas tengan mucho más fácil demostrar ese mérito que siempre es un constructo social. Básicamente, la meritocracia la defienden los que tienen éxito, los cuales definen como se construye el éxito y, en esencia, lo que es el propio éxito.
No es difícil observar un paralelismo entre el sonsonete de la meritocracia y el fetichismo pro-mercado de ciertas posturas neoliberales. Aquella defensa hipócrita del libre mercado sin igualdad de oportunidades que arrastra a un capitalismo dopado donde no triunfan las mejores empresas sino aquellas más dependientes de la acción pública.
El ejemplo más evidente de las evidentes falacias construidas alrededor de la meritocracia y el libre mercado es la brecha de género: el rol de las mujeres en las jerarquías del gobierno, el empleo, el capital, la cultura y la sociedad. Primero, por no tener las mismas oportunidades para construir sus méritos. Y segundo, más importante, por haber estado fuera de la definición de esos méritos.
Seamos honestos. No hay menos mujeres en puestos directivos porque sean menos inteligentes ni estén peor formadas. No hay menos mujeres en los escenarios porque sean peores músicos. No hay menos mujeres escritoras porque tengan menos vocación de serlo. No cobran menos porque merezcan cobrar menos. Es significativo, por ejemplo, este fantástico análisis sobre la cantidad de líneas de diálogo en las películas de Hollywood según su género. No nos sorprende que los hombres hablen muchísimo más en ellas.
Es momento de que aceptemos lo obvio: no tenemos mejores empresas, escuchamos a mejores grupos o leemos mejores libros si están en su mayoría liderados o escritos por hombres. De hecho es mucho más probable que la situación sea la contraria.
Si hacemos un pequeño ejercicio y nos esforzamos por leer más libros escritos por mujeres, si las empresas definen esquemas para no discriminar por género o si abrimos los escenarios a las mujeres tendremos seguro empresas más productivas, nuestros tímpanos se abrirán a cosas nuevas e interesantes y seguro, de verdad, que las páginas acumuladas en nuestra mesita de noche tendrán más calidad.