Hace poco más de 15 años el fotógrafo navarro Clemente Bernad recibía la llamada de la comisaria encargada de la exposición Cada uno a su gusto con la que el Guggenheim Bilbao quería conmemorar su décimo aniversario. La muestra pretendía aglutinar la obra de una docena de artistas vascos de diferentes disciplinas con el objetivo de reivindicar una parte significativa de la producción patria. Dentro de esta miscelánea, a Clemente le correspondía exhibir su trabajo como documentalista gráfico de las diferentes violencias que se habían registrado en las calles de Euskal Herria, tarea a la que llevaba dedicándose desde el año 1987. Seleccionó las fotografías que quería mostrar, 14 en total, y creyó conveniente advertir a ciertas personas acerca de la exposición de una de estas imágenes en concreto: el archivo inédito de las dos radiografías del cráneo de Miguel Ángel Blanco que el equipo médico del hospital de Donostia compartió en rueda de prensa ante los medios de comunicación en julio de 1997.
De repente, el carro empezó a rodar hacia el pedregal como solo sabe hacerlo en la España que reconoce a las víctimas de un único bando. La Fundación Miguel Ángel Blanco respondió en tono poco amigable a Clemente y lo amenazó con llevarle ante los tribunales si no retiraba la imagen. Luego filtró el asunto a la prensa para forzar la polémica en torno a la exposición. Luego propició que todos los medios de comunicación vejaran el conjunto de su trabajo fotográfico. Luego incitó a Santiago Abascal, que entonces parasitaba al PP, a presentar una PNL en el Parlamento vasco contra la muestra artística. Y finalmente consiguió que la hija del fotógrafo descolgara el teléfono un día y alguien al otro lado le dijera que a su padre le iban a pegar un tiro en la cabeza. La imagen no llegó a exhibirse. Nunca. Podría decirse que fue tajantemente censurada y que Clemente Bernad fue víctima de una primigenia cultura de la cancelación. Podría hasta decirse que una turba iracunda y con intereses electorales privó al público de una fotografía demoledora. Pero, y ya es casualidad, sobre este tema no se suele decir absolutamente nada.
¿El motivo? Puede que a Clemente no se le considere un creador cancelado porque los que teorizan (y monetizan) la cultura de la cancelación solo son capaces de cobijar bajo sus criterios de benevolencia a un perfil muy determinado de artistas. Que, básicamente, serían aquellos que guardan en su palmarés varios discos de platino junto con una veintena de denuncias por acoso sexual. Basta con que un tímido me too asome la cabeza contra un viejo verde podrido de pasta para que los espadachines del columnismo muy y mucho español se batan en duelo para defenderlo de las peligrosas feministas que llevan ya unos años demasiado subiditas y que ahora incluso se atreven a pedir justicia. La asimetría en las miras de quienes reivindican que un violador famoso pueda seguir ganándose la vida como si nada pero que ignoran a cualquier otro artista perseguido por los sectores más conservadores de la sociedad encaja a la perfección en esta especie de letargo mediático e institucional que se ha afianzado cómodamente entre nosotros para no romper la cadena del frío del régimen del 78.
Yo he bautizado todo esto como la realidad del empelt. O realidad del injerto en castellano. Por si acaso pillo a alguien de nuevas, un empelt es un método que permite cambiar una variedad de cultivo por otra sin la necesidad de sustituir el árbol entero. De manera que si tienes una olivera gordal y, de repente, se te antoja cosechar olivas de variedad farga no es necesario ni que tales el árbol ni que plantes uno nuevo, sino que puedes injertar la variedad deseada en la primera estructura ya existente. Es a través de este ancestral mecanismo como mejor se visualizan las relaciones entre lo que hubo antes y lo que hay ahora en un Estado como el nuestro que gusta de aferrarse a la rigidez. Es más, la realidad del empelt ejemplifica a la perfección que los vasos comunicantes que unen lo nuevo con lo viejo nos lleguen a proporcionar la certeza de que las ramas recientemente implementadas acaben siendo una continuidad del arcaico tronco que las alimenta.
Por eso, los nuevos columnistas que defienden a ricachones pervertidos mientras ignoran a cualquier otro artista perseguido no son más que la prolongación natural de los que en su día condenaron a Clemente Bernad pero que a su vez pasaron de largo ante cualquier polémica que no se ajustaba a sus parámetros. No son más que la prolongación de aquellos que durante y después del franquismo se dedicaron a salvaguardar el privilegio patriarcal blanco y español y que lo que buscan en la actualidad es que se siga salvaguardando el privilegio patriarcal blanco y español. Y no son más que la prolongación de quienes en su día figuraron como la infantería de la transición y que ahora, ya maduros y apuntalados en el sistema, se encargan de abonar desde el tronco matriz a las nuevas ramificaciones para alumbrar una variedad más joven dentro del mismo paradigma ideológico. Un engranaje perfeccionado desde las esferas de todos los que se beneficiaron del golpe del 36 para que nuestro tejido social tenga de vez en cuando el aspecto de cara recién lavada pero sin llegar a cuestionar nunca la esencia que relega a los márgenes a quienes no comulgamos con el nacionalicatolicismo hetero y de habla española.
Es casi imposible que un injerto contrario a estos postulados pueda sobrevivir si el tronco le niega el alimento. O muere dignamente o acaba plegándose a las exigencias de quien le llena las tripas y le paga los caprichos. Y, pese a someterse al tronco, la nueva ramita pensará que es libre de gestar lo que a él le dé la gana porque por ello su fruto, la farga que habíamos injertado para renovar el árbol, tiene una apariencia, un tamaño y un sabor que difieren de la gordal originaria. Ahora bien, queridos, queridas y querides, convendría no olvidar en ningún momento que tanto unas como otras siguen siendo simple y llanamente frutos del mismo olivo.