Miguel está bien. Luce una sonrisa radiante y conserva una planta que confunde cuando confiesa que va a cumplir setenta años. No le queda ni un complejo. Se los fue dejando todos por los escenarios. Y cuando uno, que llega a Benimaclet con las alforjas llenas de prejuicios, escucha que la casa donde vive es de su mujer y se queda descolocado, lo mejor es tirar por la calle del medio: "Miguel, ¿pero tú no eres gay?". Y él, sin atisbo de ofensa en el rostro, replica: "Yo soy bisexual y nunca me he acostado con un hombre o una mujer, yo siempre me he acostado con personas...". 'Touché'
Miguel Brass lleva toda la vida viviendo en València y ya no piensa moverse de aquí, pero aún conserva ese acento cantarín que se trajo de las Canarias. Porque él, el hombre que hizo que València vibrara por las noches con el music-hall, comprendió muy pronto que la isla de Gran Canaria se le quedaba muy pequeña y que, si quería vivir una vida plena, tenía que zarpar más pronto que tarde hacia la península.
Pero antes vino una vocación sorprendente. "Mi historia empieza con que yo estaba convencido de que quería ser sacerdote. Creo que por la vena del espectáculo. Porque el mayor espectáculo del mundo es el de la iglesia católica. Imagínate a veinte monaguillos cruzándonos ordenadamente en las grandes funciones religiosas cuando venía el obispo y días así. El problema es que mis padres no estaban casados, aunque yo no lo sabía. No se hablaba de eso en casa". Y esa ambición espiritual devino en una profunda frustración familiar.
Su padre, José Herrera, emigró a Cuba con sus hermanos en 1936. Allí conoció a una rica terrateniente y se casó con ella. Tuvieron dos hijas antes de que ella muriera prematuramente. Entonces aquel hombre regresó a Canarias con dos niñas y la fortuna de la difunta. Aquí, al verse solo, se buscó una mujer y tuvo tres hijos más. Ya van cinco. Pero Herrera, que era como le conocía todo el mundo en Las Palmas, acabó enamorándose de una joven muy guapa que trabajaba en la tabaquera. Se juntaron y tuvieron cuatro hijos: las dos mayores, Miguel y un hermano pequeño. O sea, que el canario terminó con nueve vástagos.
Pero, al no estar casados, Miguel no podía ser sacerdote. Y con aquel dolor en el pecho, unido a la humillación de descubrir que era bastardo, cogió un día y se embarcó con unos amigos rumbo a la península. "Yo he hecho de todo en esta vida. Hasta de encofrador de obra. Pero el problema es que en Canarias solo puedes dedicarte a la hostelería o a coger plátanos y tomates. Me enfadé con mis padres, que no me habían contado que era un hijo ilegítimo, y como no quería ni verlos, me escapé". Y así, aquel joven que cada mañana iba a la iglesia de Nuestra Señora de la Luz, donde daban misa a las siete de la mañana, deseando vestir los hábitos, acabó en un hotel de Torremolinos con 16 años rodeado de gente de la farándula como Bibiana Fernández. "Nadie sabía dónde estaba y, aunque intentaron buscarme, yo dejé de llamarme Pedro Miguel Herrera para pasar a ser conocido como Miguel Brass y no pudieron localizarme", recuerda.
La culpa es de José Luis Moreno, el de los muñecos, que fue quien le dijo que eso de Pedro Miguel no era nada artístico. "Brass me lo puso José Luis Moreno. Las radios de entonces tenían escenarios e iba público a ver los espectáculos. Yo había conocido a un chico que era pianista y me gustaba. A veces le cantaba una canción para que pudiera ensayar. Él me dijo de ir al programa de radio 'Al rojo vivo' y gané el concurso cantando 'En un rincón del alma', de Alberto Cortez. El premio era trabajar, gratuitamente, eso sí, en una sala de fiestas. Y dio la casualidad de que Moreno, que cuando yo tenía 24 años, él tendría treinta o así, me conoció y me dijo que con esa voz grave, como Alberto Cortez, me pegaba llamarme Miguel Brass, y me lo quedé".
Miguel y su amigo pianista acabaron marchándose a Barcelona con la idea de hacerse un hueco en Barcelona de Noche. "Era uno de los primeros clubs gais de toda Europa. Allí los chicos no se vestían de chicas sino como el Titi. Yo no hacía nada de eso porque nunca en la vida se me había ocurrido tener una relación con un chico". Llegaron con tres mil pesetas en el bolsillo, que no estaba nada mal, y un billete de vuelta pagado. La estrella de Barcelona de Noche era Dolly van Doll, una de las primera mujeres trans que hubo en España. Dolly nació en Italia como Carlo Angelo, pero acabó convirtiéndose en Carla Follis. Luego se hizo vedete y eligió el nombre artístico de Dolly van Doll.
El canario jamás olvidará el primer día que fueron a esa sala de fiestas: "Dolly era la estrella del momento. Era una vedete increíble y guapa de morirse. Se asomó a la sala y recuerdo que vi a un bombonazo, una tía rubia guapísima, una Brigitte Bardot. Al pasar por mi lado, se me quedó mirando y, sin mediar muchas preguntas, me dijo que fuera al día siguiente a hacer una prueba. Le dije que se equivocaba, que el artista era mi amigo pianista, pero me dijo que no, que quería verme a mí y que me presentara al día siguiente. No fui, por supuesto. Yo no tenía pensado ser artista y me puse a trabajar como camarero en una sala de fiestas, pero al cabo de unas semanas me llegó un recado de Dolly van Doll: insistía en hacerme una prueba. Ella trabajaba por las tardes en el Teatro Victoria y por la noche en el club. Fui a verla y comencé a presentarla en los espectáculos. El show se llamaba 'Azulísimo' y yo salía impecable con mi traje y una chistera azul. Primero me encargaba de sacarla a ella, pero luego acabó pidiéndome que ensayara una canción. Nos hicimos amigos. Ella no quería mezclarse con la gente de Barcelona de Noche porque había mucha pluma y en ese momento, tras la muerte de Franco, comenzaron a florecer los gais por toda Barcelona. Así que ella y yo nos íbamos a jugar al pinball y a desayunar por los bares de la zona de Correos. Ella tenía un novio, Fernando (Vila), que hoy es el copropietario (junto a Fede Sardà, hermano de Rosa María y Javier Sardà) del Luz de Gas, pero entonces estaba sola porque el chico estaba haciendo la mili".
Ahí empezó la carrera artística de Miguel Brass. Un representante lo paseó por las salas de fiestas de toda España haciendo de lo que se conocía como galán-cantante. Lugares algo sórdidos donde las chicas, que no eran prostitutas, hacían compañía a los clientes solitarios que se dejaban caer más por la compañía que por el show. "Yo siempre me hacía amigo de ellas para que, cuando me tocaba cantar, hicieran que se callaran los clientes. Porque si no, te daban la espalda".
Así estuvo un par de años. Hasta que un día recibió una llamada de Dolly van Doll: la vedete quería abrir una sala fantástica en València para hacer music-hall y él tenía que ser el conductor de las noches. "Fue el espectáculo más importante, yo creo, de toda España en esa época. Hoy en día no hay salas de fiestas en València que hagan estos shows tan completos. Aquello eran comedias musicales, pero con 'playback'. Salía una vestida y peinada igual que Marilyn Monroe, por ejemplo, pero sin cantar". Belle Epoque se montó en el número ocho de la calle Cuba, en Ruzafa, al lado del pasaje de Germanías, donde hoy está la discoteca Play. "Uno de los socios era el hijo de un hombre que tenía autos de choque. Los vendió todos para invertirlos aquí".
La apertura no fue sencilla. Una nueva ley exigía que los clubes fueran más rigurosos con la insonorización y tuvieron que hacer un techo emplomado. Dolly, su novio y Miguel se fueron a vivir, mientras terminaban las obras, a un chalet en Santa Bárbara (Rocafort).
Belle Epoque agitó las noches de los 70 y los 80 en València gracias a de los cuidadísimos números de music-hall que conducía Miguel Brass. Ya hacía años que había empezado a afeitarse la cabeza y a lucir unos espectaculares maquillajes que le costaban, piedrecita a piedrecita, cerca de dos horas de preparación. "Nosotros copiábamos con exactitud lo que hacían las revistas, pero sin cantar. Y todos los artistas que venían a trabajar a València se pasaban después por la Belle Epoque. Yo, como era amigo de Carla, hacía de director artístico, bordaba la ropa, presentaba... El primer maquillaje que me hice en mi vida fue un rayo en la cara como el de David Bowie".
Miguel Brass cruza las piernas embutidas en unos pantalones pitillo en un sillón que hay dentro de un salón muy recargado. La casa, por su amplitud, parece casi una mansión y está llena de puertas y habitaciones que se comunican. Su mujer se esconde detrás de una de ellas porque, dice Miguel, nunca ha querido participar de este mundo. Solo al final de la entrevista deja salir a la dálmata que tenían encerrada. El artista se ha perfilado con lápiz de ojos tras unas aparatosas gafas negras de Prada y gesticula mucho con unas manos trabajadas con manicura. Luce zapas de Armani y su llamativa camisa estampada deja entrever un colgante con una especie de jeroglífico egipcio sobre su torso tatuado. Le bailan algunos años y algunos nombres, pero la historia tiene coherencia y la va enderezando.
El recuerdo de Belle Epoque domina el relato. Fueron sus años más felices en aquel teatrito pequeño y acogedor. Miguel cuenta que él vestía como el personaje de Yul Brynner en 'El Rey y yo' (Walter Lang, 1956). Allí, en aquella sala tan mágica, trabajó durante diez años. "De lunes a lunes. Porque aquello funcionó muy bien, pero a los cinco años Carla quiso irse a Barcelona y Fernando montó otra Belle Epoque allí, en lo que hoy es Luz de Gas. Yo me iba a ir también, pero Fernando me quería pagar lo mismo, cinco mil pesetas diarias, que era un dineral en la época pero que, en realidad, no llegué a ver en la vida. Aunque lo peor es que nunca me dio de alta en la Seguridad Social y perdí muchos años de cotización; afortunadamente, no me hace falta porque me salvé por otra cosa que hice después".
Un día, pasados unos años, llegó Eugenio, el humorista, el de la camisa negra, el cigarrillo y el "Saben aquel que diu?", y le propuso marcharse con él a la Sala Xúquer. Le ofrecía 25.000 pesetas para montar el espectáculo y 15.000 pesetas diarias de sueldo. Una fortuna. Miguel aceptó, aunque antes convirtió la Sala Xúquer en Le Paradís. "Lo abrimos un año y funcionó, pero la gente no me veía ahí, la gente me veía más en Belle Epoque, que era más pequeño, para doscientas personas, más coqueto, más íntimo...". Su trayectoria comenzó en Belle Epoque en 1977, en 1983 se fue a Le Paradís y regresó al principio de la calle Cuba en 1984 o 1985, donde aguantó cinco años más.
"Luego me cansé", afirma. Llevaba muchos años haciendo lo mismo y necesitaba un cambio. Así que cogió y se marchó a Madrid, donde conocía, de las noches de la Belle Epoque, a artistas tan reconocidas y de tanto éxito como Lina Morgan o Concha Velasco.
En la capital fue a ver también a Lola Herrera. La actriz ya llevaba varios años triunfando por los teatros de toda España representando 'Cinco horas con Mario', la obra de Miguel Delibes. "Después de aquel éxito -la intérprete estaría casi cuatro décadas unida al personaje de Menchu-, se había comprado un pazo en Galicia que alucinas. Lola me dijo que me fuera con ella, sus padres y sus dos hijos, Daniel y Natalia Dicenta, al pazo. Estábamos esperando poder hacer 'Ana y el Rey de Siam', el primer musical prácticamente que se iba a anunciar en España, aunque el primero fue uno de Lorenzo Valverde. Pero no nos dieron los derechos de la comedia. Estuvimos dos años esperando en Galicia. A ella le daba pena que yo me fuera sin haber hecho nada juntos y decidió hacer una comedia de tresillo, como yo digo, que se llamaba 'Jugando a vivir'. Yo era un bisexual que vivía al lado de su casa y que antes había estado liado con su marido".
La mañana que hicieron el ensayo general, en Castellón, Miguel se olvidó del papel. Todo el mundo entró en pánico, menos Lola Herrera, que le quitó hierro al asunto y dijo que se fueran todos a comer. A la noche todo fue diferente. "Yo, con público, me crezco e hicimos un debut de muerte. A los cinco días estrenamos en València. Imagínate, Lola Herrera, con lo conocida que era, y yo, que había trabajado tantos años en la ciudad, en el Teatro Principal. Fue un éxito rotundo. Lola le pidió a Carmen Alborch alargar unos días más porque había mucha gente que se había quedado sin verlo, pero Carmen se negó".
La voz de Miguel Brass se vuelve especialmente tierna al hablar de Lola Herrera. Pero no solo por la suerte de haber podido recorrer toda España, de teatro en teatro, al lado de una leyenda de las tablas, sino por compartir tanto tiempo con un alma hermosa. "Ella me cambió la vida. Hay un antes y un después de Lola Herrera. Lo único malo fue que, en Bilbao, la última parada antes de cerrar la gira en Madrid, Lola se puso mala, con cosas de mujeres, y no pudimos estrenar en Madrid, en el Teatro Reina Victoria. ¡Cuánto aprendí con ella! Imagínate ese chico que se marchó de Canarias con 16 años, que, de repente, se ve en el escenario al lado de una mujer como Lola Herrera. Te cambia todo, claro. Y encima llevaba el apellido de mi padre, Herrera, que yo no pude llevar. Le daré gracias al cielo toda la vida por conocer a esta mujer irrepetible".
A partir de ahí solo se podía descender. En 1994 empezó a trabajar en Lady's, donde pasó los siguientes siete años. Al final de esa etapa, un día apareció por la sala Javier Ormaechea, del Casino Monte Picayo, junto al capitán del 'Don Juan', un barco de Royal Hispania -una empresa fundada en 1991 que fue pionera en ofrecer cruceros para pasajeros nacionales-, que andaba buscando alguien que pudiera hacer un número en el crucero que recorría el Mediterráneo. A Miguel le gustó la idea y los siguientes siete años se los tiró a bordo del 'Don Juan'. Cada noche salía al escenario y hacía una actuación con bailarinas y unos magos durante hora y media. A la mañana siguiente, cogía una banderita y se llevaba a parte del pasaje a visitar Roma o la ciudad que tocara. Por la tarde descansaba y a la noche volvía a actuar.
El periodista Baltasar Bueno se lo trajo a tierra firme y lo convenció para que volviera a trabajar en València. "Me dijo que estaba montando una televisión que iba a ser la bomba. Fui y la gran cadena de televisión resultó ser Canal 13, donde estuve cinco años haciendo un programa de noche. Yo traía a todos los artistas que venían a los teatros y que conocía de mis años en Belle Epoque. También trabajé algunos años para Canal 9. Luego volví a Lady's y cuando cumplí 65 años decidí invitar a cenar a los amigos al Casino Cirsa para anunciar que dejaba para siempre el mundo del espectáculo".
Los últimos años no fueron sencillos. Miguel Brass tuvo problemas con el alcohol. El whisky se convirtió en el mejor analgésico ante un público que despreciaba el espectáculo. Una humillación difícil de llevar para el hombre que, durante años, había sido en València una especie de Joel Gray, el actor que encarnó al maestro de ceremonias de 'Cabaret' y al que imitó en infinidad de ocasiones simulando que cantaba el 'Money, Money'. Ese respeto se había esfumado. "En Lady's la gente no paraba de hablar. Era la época de los bingueros, tíos que venían puestos de todo. Y eso me generó mucha inseguridad en el escenario porque no prestaban atención. El whisky, que me lo tomaba de trago porque no me gustaba, me daba valor. Nunca pasé de las copas, pero casi acabo con Escocia... Luego, ya con tres whiskys encima, te ibas a Suso´s. Allí me invitaba Jesús Saiz, que siempre me trató muy bien, así que seguía bebiendo. Eso sí, no tuve otras adicciones, y eso que, si trabajas en la noche, te ofrecen de todo. Pero a mí esas sustancias me daban pánico y las tiraba a la papelera. Todo eso pasó. ¿Tú te crees que, después de cuarenta y ocho años trabajando en la noche, me quedan ganas de salir? Yo ahora vivo aquí, muy tranquilo, con mi mujer. He sido golfo, pero ya paré".
Miguel Brass, el antiguo Pedro Miguel Herrera, acabó retomando la relación con su familia, que un año descubrió dónde estaba al ver al 'showman' en una revista que se llamaba 'Party'. Ya de mayor, llamó a Pino, su madre, y la invitó a ir a València con sus hermanas. Era la época de Le Paradís y fueron las tres a verle actuar. Después de la función, Miguel cogió a su madre y, en la intimidad, le preguntó si le había gustado. El canario recuerda las palabras exactas que le dijo su madre con voz suave: "Sí, mi hijo, me gusta mucho, pero si no te pintaras...".