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El callejero

Mikel, el fotógrafo que se metió hasta la cocina

Foto: MARGA FERRER
28/07/2024 - 

Mikel ya ha creado su mundo. En un rincón del restaurante Farigola & Menta, en Torrent, ha puesto cinco buñuelos de bacalao encima de un objeto ramificado, ha encendido el flash, que va dentro de una especie de gran paraguas, y en la pantalla luminosa del mismo está enganchándole una malla con forma de panal de abeja que, dice, ayuda a dirigir la luz. De golpe y porrazo eso parece un cuadro de Caravaggio. Mikel coge su Sony A1, enfoca y dispara. A continuación, mira hacia la mesa de al lado y comprueba en la pantalla de su ordenador portátil que la fotografía tiene ese punto de oscuridad que a él tanto le gusta y le caracteriza. “Yo soy oscuro”, advierte con su camisa negra y su gorra negra con una pantera negra estampada en la frente.

Mikel Ponce está algo abrumado porque no hace mucho lo incluyeron entre las 50 personas más influyentes de la gastronomía española. Cuando la respuesta a sus dudas, quizá, está en su agenda. Hoy está en Torrent; ayer, en Madrid; mañana, en Mallorca. La semana que viene se va cuatro días a Bilbao. Muchas de las estrellas Michelin de este país quieren que él retrate sus platos, sus creaciones. La gastronomía ha coronado a ese fotógrafo que soñaba de adolescente con hacer fotografías para National Geographic.

Aquel joven aprendiz tenía un plan. Con 17 años se marchó a estudiar fotografía a Madrid. Se fue como Miguel y, después de vivir tres años con tres vascos, regresó a Albacete, donde sus padres llevaban la Tintorería Lineal, como Mikel. Luego le esperaba un año en Londres para aprender el inglés. Y su idea culminaba en Estados Unidos, en el ICP (el International Center of Photography fundado por Cornell Capa, hermano de Robert Capa) de Manhattan. Pero aquel curso final costaba 18.000 euros y ni él ni sus padres podían permitírselo.

Así que agachó la cabeza, apiló en su cuarto los ejemplares de National Geographic que llegaban a su casa, desde que se suscribió con 13 años, envueltos en un papel de estraza atado con hilo bramante, y se fue a la frontera de la República Dominicana con Haití. Allí se tiró unos meses trabajando como conductor de la ‘pick up’ de un cura mientras Cruz Roja y Médicos del Mundo vacunaban a los niños haitianos. Cuando sofocó las ansias de aventura, cogió la cámara y se fue a ganarse la vida en València, donde un compañero de Madrid, Manuel Artero -sobrino del Flaco, un mítico fotógrafo de la ciudad-, había montado un estudio en Alboraia para hacer fotografía de producto.

David Joaquín, el chef, ha sacado un cuenco repleto de gambita blanca de Huelva. Un olor a elegante fritura ha barrido la sala, decorada de manera sorprendente, con medio cuerpo de un avestruz asomando por la pared. “Esto es cristal de gamba. Esto es fritura. Esto es feria. Esto es Andalucía”, proclama el cocinero, que acata cada orden de Mikel, a quien se le nota que ya está habituado a dirigir a los hombres y mujeres del mandil. Por la mañana, a primera hora, han tenido una reunión -ellos lo llaman ‘briefing’- y han planificado el día. Mikel defiende su profesionalidad. “Yo me esfuerzo lo mismo aquí, que tiene un Solete Repsol, que con Martín Berasategui”.

Su aventura en ‘ABC’

Ahora le está diciendo a David cómo tiene que poner las manos para sujetar, encima de un papel, un gran puñado de esas gambas blancas. Luego, con otro plato, hace una foto cenital, desde arriba, la marca de la casa cuando empezó a abrirse camino en la gastronomía después de hacerse amigo de Javi Antoja, que fue director de comunicación de Quique Dacosta y que ahora es el director de Montagud, “la editorial de gastronomía más importante de Europa”.

Estos dos se conocieron después de que Antoja viera en el Centre del Carme una exposición con los retratos que, durante dos años, Mikel Ponce había hecho para la contraportada del ABC. Eran fotos muy cuidadas, muy trabajadas. A Paco Plaza, que ya había dirigido algunas películas de terror, lo sentó con un hacha ensangrentada en un portal muy tétrico que descubrió cerca de los Gestalguinos. Y a Quique Dacosta lo metió dentro del mar, en Dénia, cerca de su restaurante, con el agua casi por las rodillas mientras sujetaba un plato que hacía entonces, que se llamaba Bruma, que se hacía con nitrógeno y creaba una nube que que flotaba alrededor del plato.

Dacosta no pudo ir a la exposición y mandó a Antoja, que quedó maravillado con los retratos y le propuso a Mikel trabajar para la prestigiosa revista Apicius, una biblia gastronómica. “A los tres meses me llamó para decirme que había comprado la editorial, que se había vuelto a Barcelona, y que quería que trabajáramos juntos”. Eso fue en 2010 o 2011, justo cuando Mikel había decidido, de acuerdo con la empresa, dejar de trabajar como jefe de fotografía de la delegación de València del ABC y empezar como colaborador para tener más tiempo después del nacimiento del primero de sus dos hijos, Hugo, que hoy está en una esquina haciéndole compañía. Fue su primer gran empleo después de trabajar en el estudio de Alboraia, de ser el sustituto del Flaco en la cartelera ‘Turia’ cuando el muleño hacía uno de sus habituales viajes a Cuba, o de aquella aventura del histórico periodista JJ Pérez Benlloch que llamaron Valencia Semanal.

No fue fácil entrar en el ABC. A Macarena, que ya era su novia, le soplaron que Luis Vidal había dejado el periódico. Mikel Ponce fue a pedir trabajo. El fotógrafo llegó a la redacción con un portfolio lleno de los retratos que le había hecho a los actores, cantantes y cineastas en la Turia. El delegado del ABC, Enrique Arias Vega, abrió la carpeta, admiró las fotografías y cuando acabó, sonrió y le dijo: “Mira, Mikel, esto está muy bien, pero no tiene nada que ver con la prensa”. Un rato antes se supo que un niño había asesinado a su madre en Moncada, así que Arias le dio una oportunidad: “Vete a Moncada y, según lo que traigas, te contrataremos o no”.

Mikel no había cubierto un suceso en su vida, pero tuvo la suerte de cara aquel día. Arrancó la Harley y salió disparado hacia Moncada porque llegaba tarde. En efecto, cuando aparcó delante de la vivienda del homicidio, no quedaba ni un periodista. Todos se habían ido al juzgado porque allí estaba el chaval detenido. Pero poco antes de volver a subirse a la moto, se abrió el portal y apareció la policía científica con cajas, prendas ensangrentadas y material muy suculento para un fotógrafo en busca de una oportunidad. Hizo él solo esas fotos, salió hacia el juzgado y llegó en el momento justo en el que el niño salía a la calle. El aspirante regresó a la redacción, reveló las fotos, las escaneó y presentó sobre la mesa un triunfo inapelable. Arias vio las fotos y empezó a reírse: “¡Qué hijo de puta! ¡Qué suerte has tenido!”. Estaba contratado.

Eneko Atxa, Paco Morales, Marcos Granda…

Pero hay que volver a 2010 o 2011, cuando Antoja le abre las puertas del paraíso gastronómico a ese fotógrafo que, como le ocurrió con aquel suceso de Moncada, nunca había hecho fotos de platos. Mikel, apurado, le pidió modelos, se suscribió a varias revistas especializadas y comenzó a estudiar lo que hacían los grandes. Al principio fue providencial la ayuda que le prestaron Carito y Germán, hoy los dueños de Fierro, y entonces empleados de Dacosta en Vuelve Carolina y El Poblet. Mikel tenía que hacer los reportajes de Apicius -ahora también de casi todos los libros que publica Montagud- y, poco a poco, fue creando su propio estilo.

Al principio se fijo mucho en lo que hacían en Noma, el famoso templo de la cocina en Copenhague -cinco veces elegido mejor restaurante del mundo-, que hizo un libro con fotografías cenitales. “Eso en España no se había hecho porque es un hándicap tanto para el fotógrafo como para el chef, que emplata para verlo con un ángulo de 20º o 45º. No era fácil proponerlo. Pero empecé a hacerlo en Apicius, una revista muy valorada en todo el mundo, y a partir de ahí ya tenía mucho ganado”.

Su fama corrió veloz entre los ojos curiosos de los cocineros de toda España. El primer negocio que se atrevió a contratarlo para hacer una sesión de fotografía fue Casa Gerardo, en Prendes (Asturias), una institución dentro de la gastronomía española. “Ahora trabajo de forma habitual -mínimo dos veces al año- con cerca de veinte restaurantes. Desde tres estrellas Michelin a otros que no tienen ninguna”.

A Mikel le encanta trabajar con Eneko Atxa, un tótem con Azurmendi, en Bilbao. “Tiene un negocio brutal, con restaurantes por todo el mundo, pero es súper humilde y es un placer trabajar con él. Es muy profesional y cuando llegas ya está todo preparado”. También elogia a Paco Morales, que se lo puso muy difícil por la particularidad de su cocina. “Sus emplatados son perfectos. Son la geometría pura”. O Marcos Granda. “Este empezó con un restaurante en Marbella que se llama Skina. Es una esquinita y tiene tres mesas dentro y tres mesas fuera. Nada. Con eso ha conseguido dos estrellas Michelin. Es un tipo muy inteligente y ha abierto más negocios. Ya lleva siete estrellas Michelin. Es un caña trabajar con él”.

A este fotógrafo que se metió hasta la cocina de los mejores restaurantes le gusta jugar con los ángulos, las texturas -en mitad sesión en Farigola & Menta pone un plato hecho con pulpo encima del suelo, que reproduce una calle adoquinada- y, sobre todo, con el claroscuro. Un toque zurbaranesco para todos los platos. Mikel va ligero, pero sin prisa. Lo coloca todo como él quiere, lo encuadra y lo retrata con una cámara que cuesta más de 7.000 euros. Nada que ver con la primera que tuvo, la típica Werlisa de punto rojo que regalaban a muchos niños de su generación en la primera comunión.

Ese claroscuro le distingue, aunque ya le han salido imitadores. Y hasta competidores desleales que escriben por privado a los cocineros para ofrecerles el mismo tipo de fotografías “sin ser tan caro como Ponce”.

La gorra, su distintivo

A Mikel le da risa todo esto. Más le molesta haberse enterado que muchos restaurantes de València no le llaman porque piensan que alguien de su prestigio debe ser muy caro. “Y no lo soy. Por eso me da rabia que en València, con los años que llevo en esto, solo trabaje para Fierro, Arrels, Farigola & Menta y, a veces, no siempre, para Ricard Camarena. Hace unos días estuve con dos restaurantes familiares, con estrella pero modestos, que están en la Garrotxa (Girona), y me confesaron que no sabían si proponérmelo porque pensaban que iba a ser más caro”. Pero cada vez le escriben más negocios pidiéndole presupuesto porque les gusta el tono de su trabajo. “Empecé a iluminar desde atrás para que describiera sombras hacia adelante, a compensar con reflectores delante y empecé a meter manos, los quicios de las mesas, jugar con la geometría y creé mi pequeño universo. Aunque voy metiendo variantes porque, si no, te acabas aburriendo. Y me adapto: si voy a un restaurante minimalista como Orobianco, en Calpe, que también tiene una estrella Michelin y es todo blanco, pues no juego al claroscuro. Pero si me dejan, me voy a la oscuridad”.

Los libros de Montagud también le han abierto muchas puertas y muchas cocinas. Un trabajo que le impactó fue el que hizo con Luis Alberto Lera, el dueño de un restaurante en Castroverde de Campos, un pueblo de Zamora en mitad de la nada. “Le dieron una estrella verde y otra roja. Hicimos un libro de la cocina de caza que incluía el despiece de los animales. Eso es muy guapo pero muy duro. Es, probablemente, el mejor tratado de cocina de caza que hay en Europa”.

A mitad mañana, Mikel Ponce ya se ha remangado y asoman en los brazos los tatuajes que apenas dejan hueco en su piel. Guiños a la fotografía y a sus hijos. El primero se lo hizo cumplidos los 40 mientras trabajaba en el libro Anarkia de Jordi Roca. De vez en cuando se ajusta la gorra, ya un distintivo. “Me la puso con 15 o 16 años. Es una putada porque ya no me reconozco sin gorra. A las bodas voy con gorras de plato bonitas. Hace poco estuve en la boda del cocinero Ramón Freixa, en Madrid, no la llevé porque había que ir de esmoquin y no me reconocía. Yo iría con gorra hasta en casa, pero mi mujer no me deja. Tengo diez gorras, con diez animales distintos, de Goorin Bros”.

También lleva gafas de Prada. Así ve con comodidad a qué hora salen los aviones. El año pasado estuvo 120 días fuera de casa. Sus hijos, Hugo y Darío, de 14 y 12 años, ya le dicen que no viaje tanto. Y su mujer compensa sus ausencias como puede. Aunque también tiene su lado bueno, no nos engañemos. “Me gusta mi trabajo, me lo paso bomba, conozco a mucha gente y me encanta comer”.

La Harley-Davidson -las tres que tuvo- ya la vendió. La primera se la compró con 18 años y estuvo pagándola hasta los 28. A los 45, quién sabe si por al crisis de los 40, se compró una BMW 1200. “La tuve dos años, pero mis amigos moteros de Albacete me convencieron para que me comprara una BMW mega-trail porque se suponía que íbamos a recorrernos el mundo con ella. No hicimos ni un viaje. Al final, después de tres años, me compré una Vespa 300 y ahí la tengo. El año pasado me fui a hacer una ruta gastronómica con un amigo”.

Mikel mira el reloj de repente, se da cuenta de la hora que es y busca una excusa para acabar con la entrevista. “¿Me acompañas a fumarme un piti?”. En casa le esperan horas de edición de las fotografías de las gambas de Huelva y varios encargos más. Siempre en la cocina. Por algo es una de las 50 personas más influyentes de la gastronomía española.

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