Hoy es 15 de octubre
VALÈNCIA. Con la llegada inminente de las elevadas temperaturas empieza en la calle el baile del todo vale. Ombligos al aire, señoras que muestran el sujetador, paseos de pantalones piratas que según quien los luzca dejan entrever una línea velluda a la altura del glúteo, bronceados falsos o anaranjados y chanclas de todo tipo de formas y colores que, para muchos, son a la vista una auténtica tortura.
En lo que a mi respecta, la llegada del verano me parece la estación menos elegante del año pero yo no soy nadie para hablar de moda. Y sino ya están ellas para decirnos lo que se lleva y lo que no para evitar dar la nota. Hablo de las influencers. O como ellas se califican, “creadoras de contenido”. Hasta aquí todo me parece estupendo pero si hay algo que debería estar penado son las millones de publicaciones que hacen en redes sociales etiquetando paisajes idílicos con comentarios del tipo: “en el paraíso” o “mi lugar secreto favorito”. Muy coherente lo escrito.
Precisamente coincido con una de ellas un fin de semana en una de esas calas preciosas en el que desemboca nuestro mar mediterráneo. Durante agosto no cabe ya ni un alfiler pero ir ahora sigue siendo un remanso de paz donde desconectar del bullicio de la ciudad.
El ambiente es tranquilo y los hijos de unos amigos chapotean junto al mío en la orilla. Vemos a la influencer de lejos paseando su cuerpo de infarto con un bañador ideal.
“Ni una sola lorza tiene la tía, aún no conoce la penitencia flácida que tras parir a todas nos aflora”, sentencia una amiga. “No lo veas como un castigo mujer, yo le tengo que agradecer a la lactancia que mis tetas han bajado de talla, pues antes considero que estaba desproporcionada”, le respondo. Con mirada incrédula ante mi poco convincente argumento me suelta: “ ¿Pero Carla en qué mundo vives? Esta es la parte tirana de la maternidad y la edad, todo cae y la carne empieza a flojear”, dice mientras le da un buen sorbo a su cerveza de lata.
En ese momento se acerca su marido quien regresaba del chiringuito con unas cuantas bolsas de papas: “Vosotras estáis fenomenal. Hay estudios que demuestran que el hombre puede aumentar hasta 6 kilos durante un embarazo. La dulce espera la llaman”, señala recolocándose el bañador y metiendo barriga. “Y tan dulce”, le sonríe su mujer tocándole la panza. “ Os voy a dar un consejo ¿Sabéis cuál ha sido mi operación de bikini de este año? Esquivar cualquier espejo”, lanza otra amiga. Todos reímos.
Y entonces aparece ella. La de todos los años. Una señora de unos cincuenta años menuda y de cuerpo espigado que pasea junto con sus dos hijos ya adolescentes por la playa con su diminuto bikini y su sombrero de paja. La playa enmudece. Y comienza el ritual que, en mi opinión, desde mi infancia marca el inicio del verano.
Ella insinúa que no enseña. Camina elegante consciente de la mirada atenta de los allí presentes. Dándole forma a cada uno de sus movimientos, sin prisa, serena. Se aprecia en cada paso cierta poética que no solo tiene que ver con la estética. Desmontando cada uno de nuestros juicios y palabras a favor de la más pura esencia de la feminidad. Verbalizando con el lenguaje de la ceremoniosa actitud de su anatomía que a ella no le importa la ley de la gravedad.
El resto aguantamos hasta el final de la exhibición. “Ha pactado con el diablo”, se murmulla. Ella, solo ella, es ahora el tema de conversación. Sonríe sacando a la luz unas arruguitas maduras en la comisura de sus labios sin pudor. No esconde cómo, pese a su espectacular estado, la edad la va moldeando. Y es esa seguridad que hace temblar hasta el alma, “ese algo” tan auténtico, lo que provoca que hasta a lo hormonados adolescentes les deje hipnotizados.
Me fijo en la influencer. Dispuesta a compartirle al mundo con su arma tecnológica su exclusiva ubicación a través de Instagram. Pero ella también se queda inmóvil al verla pasar con el pulgar suspendido en el aire. Más anclada a la realidad física que al universo virtual. Intercambiando su obligación por entretener a sus seguidores para estar por un día en el lado de los espectadores. “Hasta a ella, esta WHIP hecha y derecha, la ha devuelto al antiguo modelo de la comunicación casi en peligro de extinción”, pienso aliviada. Porque eso hacen las diosas. Crear. Crear contenido de verdad.
Se para y la cala entera aguanta la respiración. A continuación, saca pecho dirigiendo su rostro al cielo. Disfrutando de esos rayos de sol mientras introduce los pulgares a través de la lycra del traje de baño que envuelve su trasero para darse un chapuzón. Decidida a sumergir en el mar ese cuerpo repleto de vivencias y alguna cicatriz oculta, pero aún con gran poder de atracción.
Devueltos al fin a la normalidad me doy cuenta del sentido real de la provocación. Nuestras conexiones mentales deberían relacionar más la belleza con el legado de la naturaleza. O eso intentaré recordar cada vez que una cana aparece en mi cabeza.