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EL MURO / OPINIÓN

Morir de éxito

Si todo esto del turismo, los festivales y las fallas continúa a ese ritmo podemos terminar abocados al caos. Hay que poner normas, repartirnos culpas y responsabilidades pero, sobre todo, aprender todos a ser un poco más respetuosos y cívicos. No sólo valen las cifras

20/08/2017 - 

Entiendo la turismofobia aunque no comparta las formas de su rechazo. Si para los falleros el problema somos los ciudadanos, según esa encuesta municipal que para muchos de nosotros sobraba y en la que estorbaba aún más la pregunta sobre la tendencia política de las comisiones, para los ciudadanos, o sea los mortales vecinos, vivir una fiesta de San José tan alocada como la del año pasado es como para volver a activar todas las alarmas. Estamos a tiempo. A ver si se notan las previsiones, al margen de sondeos y fotografías populares y protocolarias. No soy optimista.

Regresar al caos más absoluto en aras de un turismo que ensucia, pasa de todo y estorba lo que haga falta y más aún de forma irrespetuosa pues no, aunque a los falleros, según sus apreciaciones, les motive. Eso sí, después los vecinos que “molestamos” pagaremos a escote limpieza, desperfectos y nuevo orden social. Sin rechistar. Pero no es el camino.

Es como la inflación de los festivales musicales de verano que vivimos. Hacen ricos a unos cuantos, pero todos los padecemos por la ausencia de civismo, respeto con el prójimo y solidaridad. Habrá que comenzar a entendernos falleros, ciudadanos, festivaleros y vecinos. No todo ha de ser puro negocio. Ni tampoco debe pasar sólo por él. Aunque toleremos cierto aroma incívico y un mensaje económico de alto riesgo.

Si el Gobierno considera que hay que tolerar que el turismo haga lo que le dé la gana porque deja dinero, demuestra cortas miras y cierta mediocridad de pensamiento y planificación a medio y largo plazo. Y que se den por aludidos todos nuestros gestores más próximos responsables de sus actos y decisiones. No todo se debe medir por cifras de visitantes, asistentes o recaudación momentánea, lo que definen como impacto económico. Pero esa es la mentalidad del actual político. Al parecer se trata de conseguir el yo más, aunque se produzca el overbooking con lo que puede significar de peligroso, o el viva la madre que nos parió porque aporta cifras. Sin embargo, sólo suponen pan para hoy, un par de medallas en la casaca frente a la prensa y más desmán para el futuro porque la gente se motiva con los datos hinchados. Contenta cualquier tipo de aspiración. Y si no observen.

Cuando la Unión Europea señaló a los países del sur como encargados del turismo de masas, pocos podían llegar a imaginar que íbamos a convertirnos en el paraíso de la locura, el turismo barato, del caos como se vive en Mallorca y otras ciudades, estilo Barcelona o Benidorm, donde la frontera entre descanso y desmadre hace tiempo que se confundieron.

Hace apenas unos días escuchaba una entrevista a un representante de los comerciantes del Mercado Central, esa joya arquitectónica convertida también en epicentro turístico. Todavía allí no levantan la voz, pero sí dejan ya caer que tanto visitante eclipsa el objetivo real de quienes pagan cantidades muy elevadas y múltiples gastos por mantener un puesto de trabajo. En el Mercado de Ruzafa, por ejemplo, el ir y venir de nuevos comerciantes es diario. No se sostienen. Es imposible alcanzar ventas para sufragar tanto gasto e impuesto. Los comerciantes de un mercado trabajan para vivir, no para ser observados o fotografiados como si fueran parte de las postales y recuerdos de los turistas.

De los ochocientos festivales de verano que se organizan en España -cada año cierra un mínimo de 160 y nace otro tanto- la gran mayoría están repartidos por nuestra Comunidad. Y no son de reducida asistencia. Sin ir más lejos, esta pasada semana se clausuraba el Medusa -algunos propietarios de terrenos ocupados se quejaban de haberlo sido sin su autorización-, comenzaba el Rototom y daba marcha el de Leyendas del Rock en Villena. Hablamos de decenas de miles de asistentes en cada uno de ellos.

Los festivales son un fenómeno, aunque no se repartan los millonarios beneficios de forma solidaria. Son una excusa para llenar de turismo joven algunas playas que los ha perdido. Llegan como hordas, se dejan la pasta, emborronan todo paisaje vivo y después desaparecen dejando tras de sí los restos de la invasión. Van a la suyo, sin control ni racionalidad.

Pero el exceso puede conducir al desastre si esto no se controla y ordena. Está muy bien que nuestra Generalitat quiera contar con una marca festivalera y potenciar su existencia, pero antes sería mejor saber qué es lo que se pretende realmente y no confundir los deseos abstractos con los objetivos figurativos e hiperrealistas, en los que entran desde la sostenibilidad, el respeto, la higiene, el medioambiente y el orden frente a la pura economía efímera.

Recomendaría a la Generalitat ciertas medidas, cómo hacer corresponsables de la pulcra limpieza posterior a los organizadores, que el acceso al agua potable sea una obligación, no convertir cualquier solar muerto por la crisis en supuesta “zona de acampada”, dotar de mayores condiciones de salubridad e higiene los complejos…en resumen, cuidar al asistente y que éste sea al mismo tiempo solidario con su entorno y quien lo acoge.

Vivir de las cifras es lo fácil; ofrecer servicios, lo importante. Los datos simplemente responden al deseo de vivir de un éxito pasajero. Incluso exigirá una mayor implicación de las asociaciones de consumidores a la hora de intentar alcanzar todos los objetivos deseables, no sólo para reclamar ante presuntos fraudes sino también para poner sobre la mesa el estricto cumplimiento de todos nuestros derechos. Es una obligación conjunta si lo que realmente no se desea es morir cualquier día de éxito. Seamos serios, hay mucho asunto por tratar y sobre todo corregir. Pero, pasan los años y en muchos aspectos continuamos en lo mismo: el falso progreso.

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