VALÈNCIA. Este domingo, Andrea Motis desembarca en la Sala Iturbi del Palau de la Música en el marco del 28º Festival de Jazz de València con Temblor, su trío más íntimo y arriesgado. Después de meses girando con esta formación inusual —que incorpora violín, mandolina y percusiones junto a su voz y trompeta—, llega al escenario valenciano sin disco publicado pero con una música ya afinada y profundamente trabajada . Será una experiencia “ceremonial”, íntima y visceral, pensada especialmente para aquellos que buscan la conexión directa entre artista y público, sin ataduras al formato tradicional.
— Llegas al Festival de Jazz de València con una formación nueva, aunque ya lleváis unos meses girando. ¿Qué te permite este grupo, que es bastante peculiar dentro de tu trayectoria?
— Hacía mucho tiempo que quería hacer una formación así. Christoph Mallinger, que es mi pareja y me acompaña desde hace años —ya estaba en el disco Do outro lado do azul—, era una pieza que tenía clara. Quería montar un proyecto en pequeño formato con él, pero un dúo de violín y voz me parecía demasiado desnudo. Estuve dándole vueltas a cómo complementar ese dúo, y pensé en Zé Luis Nascimento, que es un súper talento de Barcelona, aunque él es de Bahía, Brasil. Creo que fue un gran acierto porque esta formación me da muchas posibilidades. Como tú dices, es muy peculiar: no tiene base armónica como tal, solo un violín, y eso le da un aire muy ancestral. A veces tiene un toque clásico por el timbre del violín, pero también es muy desnudo, sin bajo, piano ni guitarra. Me lo estoy pasando súper bien: me he lanzado a los temas originales, que no era lo que más me caracterizaba en otros grupos, y está siendo un terreno de experimentación. Ya hemos grabado un disco, aunque aún no ha salido.
— No es solo el formato es peculiar, como dices, sino también los propios instrumentos. No es habitual ver en formaciones tan pequeñas una mandolina, por ejemplo, o una percusión tan variada como la que usáis en Temblor. ¿Qué retos implica eso en escena?
— El principal reto es no tener una base armónica y rítmica tradicional. La armonía está, pero la tiene que hacer el violín, muchas veces creando loops en directo. Christoph utiliza un equipo para modificar el sonido de su instrumento y consigue un montón de texturas diferentes. Es como tener un sintetizador, pero en lugar de un teclado, en un violín. Así que el reto está en elegir el color sonoro para cada canción con esos efectos, de forma que el violín se sienta identificado con la pieza y conecte con lo que yo tenía previsto como compositora. Al final, tenemos bastante la sensación de haber construido esta formación desde cero.
Además, cada uno venimos de mundos muy distintos. Zé Luis está especializado en música brasileña, pero también tiene un groove muy moderno, es muy ecléctico y se adapta a todo, aunque no viene del jazz clásico.
— Entonces, ¿el groove y el jazz clásico están igualmente presentes?
— No hay tanto de jazz clásico, precisamente porque nos encontramos en un punto medio. Christoph tiene formación clásica, pero también viene del punk rock y del jazz moderno. Yo sí que vengo más del jazz clásico, del swing, y también de la música brasileña, que es algo que compartimos todos. Pero, en realidad, tenemos muchas cosas distintas. No compartimos un lenguaje de jazz común. Ha sido un proceso de pactar y construir un lenguaje propio.

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— Lleváis ya bastantes meses de gira y, como tú decías, el disco está preparado pero aún no se ha publicado. ¿Cómo ha sido el proceso de creación y composición mientras tocabais en directo?
— En realidad hicimos todo el trabajo previo antes de subirnos al escenario: ensayos, pruebas, planificación… Todo estaba muy preparado desde el principio, cosa que no siempre pasa en el mundo del jazz, donde muchas veces se prueba más sobre la marcha. Pero en este caso, por el tipo de formación que somos y por no tener roles tan evidentes —sin bajo, sin armonía tradicional—, había riesgo de que quedaran vacíos si improvisábamos demasiado.
Christoph hizo un trabajo enorme definiendo en qué momentos podía grabar loops, cuándo podía lanzar sonidos o efectos, cuándo repetir una armonía... Todo eso lo estudiamos minuciosamente. Con una sola persona encargada de la armonía, si no está todo muy trabajado, la voz queda muy al descubierto o hay poca variación. A veces nos entraban dudas sobre si añadir más capas —pero el grupo llena mucho el escenario, aunque al mismo tiempo queramos mantener esa intimidad.
— ¿El formato está pensado para espacios concretos? Porque este tipo de formaciones, más desnudas y cercanas, suelen funcionar mejor en clubs de jazz. ¿Cómo lo sentís actuando en espacios grandes como el Palau de la Música?
— Lo que hemos vivido es que en los teatros se produce una especie de sensación de ceremonia. Como no es un concierto marchoso en todo momento —aunque tiene alguna parte así—, hay momentos más íntimos, más contemplativos, incluso experimentales o espirituales, según cómo se mire. La percusión, que tiene un sonido muy étnico, y las rarezas del violín y de la voz —a veces sin efectos, muy puras— llevan la música a lugares bastante especiales.
En festivales de verano, al aire libre, aunque ha ido bien, no he sentido que funcionara tan profundamente. Creo que la conexión uno a uno con el público se da mejor en teatros, donde hay una atención especial. Como si las canciones se leyeran más que se escucharan. Es algo extraño de explicar, pero ha sido muy bonito vivirlo así. No es un concierto para bailar, ni uno donde se espera el estándar típico de jazz.
— A lo largo de tu carrera has cantado en diferentes idiomas. ¿Notas que cada idioma cambia la actitud, el sentimiento o incluso la textura de la canción?
— No es tanto que tenga un sentimiento concreto hacia un idioma, pero sí me parece muy interesante cómo cada lengua tiene su propio sonido y su ritmo. Es un poco como si fuera un instrumento distinto. Cada idioma evoca cosas distintas. Por ejemplo, en alemán —tenemos alguna canción en Temblor en alemán—, a veces te remite a películas, a un viaje, a la historia, a la música clásica… Te conecta con otras referencias mientras estás cantando.cEn catalán, en cambio, sí que hay algo muy íntimo. Creo que la gente nota —y sabe— que es mi lengua materna, y eso crea una conexión especial. El hecho de hacerlo ya lo induce.
— En los repertorios de jazz es muy habitual que se mezclen composiciones propias con versiones, ¿Sientes que abordas las canciones de manera diferente, en este sentido?
— Seguramente sí. A día de hoy tengo la sensación de que se me da mejor versionar. A veces tengo más confianza en cantar canciones de otros que en cantar las mías. No es tanto por vergüenza, sino porque me encanta versionar. Yo selecciono el repertorio en función de las canciones que me enamoran. Para mí es como jugar, como cualquier persona que canta una canción que le gusta, solo que de forma profesional, con su tono, su arreglo, su gusto.
Tiene ese punto de disfrute tan sencillo como eso, y tan genuino. La única razón por la que canto una canción es porque me gusta. Cuando interpreto mis temas, que lo hago, claro, a veces tengo más dudas. Me digo: “Hay tanta música buena… ¿Cómo vas a hacer algo mejor que esto?”. Quizás llegue un momento en mi carrera en el que piense que quiero tocar solo mi música, y encuentre un lenguaje tan personal que ningún otro lo pueda sustituir. Pero de momento, me siento muy intérprete. Me encanta interpretar música y siento que ahí aporto algo.