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Dan Bejar (Destroyer): "No puedo hacer nostalgia: necesito hacer un disco nuevo cada tres años"

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VALÈNCIA. Dan Bejar, a cargo de Destroyer desde hace tres décadas, va por su por su enésima fase musical. Con Dan's Boogie, el proyecto vuelve a ser elocuente y a demostrar su gran capacidad de generar paisajes sonoros. Confiesa Bejar que a veces el directo con su banda funciona como un antagonismo a la canción que él ha compuesto, pero eso no tiene por qué significar algo negativo: "Es la manera que tengo de saber que las canciones son fuertes, porque pueden contraatacar". Inminente entoces una amable batalla; el concierto que tendrá lugar este 23 de noviembre en la Sala Jerusalem de València.

— Para empezar, quería preguntarte por Travel Light. Leyendo sobre el proceso creativo del disco, tengo la sensación de que esta canción es la que más se acerca a cómo ha sido compuesto Dan’s Boogie.
— Sí. No sé si es la que más se parece a lo que oía en mi cabeza, pero la mayoría de las canciones se compusieron, como dices, yo sentado al piano. En muchos sentidos son canciones bastante simples que luego crecieron, se deformaron o se volvieron maximalistas.

Escucho mucha música que encaja en el estilo de Travel Light, aunque interpretada por gente que toca el piano mucho mejor que yo —ese es uno de mis problemas, que no soy muy buen pianista, pero al menos la canción suena a mí.

— ¿Por qué decides maximizar otras canciones y, en cambio, dejar Travel Light tal cual?
— Sabía que esa iba a ser la última canción del disco. Desde el principio tenía claro el orden y sabía que esa iría al final. También sabía que Cataract Time sería un tema muy producido. Hay una larga tradición de cerrar discos de Destroyer con canciones acústicas, breves y sencillas. En muchos álbumes utilizo la última pista como un epílogo, o como un momento para tomar aire después de unos 40 minutos de música muy densa.

— Sí. De hecho, solemos hablar de cómo se generan un paisaje sonoro —y Destroyer es muy bueno generando paisajes—, cómo meter al oyente dentro de este; pero no solemos hablar tanto de cómo se sale de ese paisaje. ¿Eso también es importante?
— Tengo una especie de obsesión con lo cinematográfico, y quiero que el sonido sea vasto, muy colorido. Por alguna razón voy hacia ahí, aunque vaya en contra de mi personalidad, e incluso de la naturaleza de las propias canciones. A veces diría que las canciones salen deformadas, y eso también me parece interesante.

No me interesa hacer la versión perfecta de lo que escribo; para eso no entro al estudio. Pero que existan momentos que escapen a todo eso —como dices, que salgan de ese paisaje— es importante. Son momentos bastante misteriosos para mí. Sé que deben estar ahí y sé que están, pero suelen ser momentos de intimidad sobre los que no tengo control ni consciencia. Y tienen que existir para que el trabajo funcione.

— Más allá de las elecciones estéticas o las influencias, ¿dirías que la forma en que compones —en este caso, tú solo al piano— influye más en el resultado final que la lista de referencias o las ideas iniciales que tengas de cómo debería ser el disco?
— Para mí una parte esencial de la música es la colaboración. Lo que nunca cambia y es completamente mío es lo que escuchas cantado: las palabras, la melodía, los acordes, el tempo general. Pero todo lo demás, cuando entran otras personas… especialmente en los últimos tres discos, donde he colaborado mucho con John Collins, o cuando entra la banda, las cosas van hacia direcciones que jamás esperaría.

A veces me parece una locura. Y estoy un poco enganchado a esa sensación. Ni siquiera sé si es “buena”, pero que algo aparezca de la nada y cambie por completo la dirección de una canción me resulta muy estimulante. Es una de las razones principales por las que entro al estudio.

En directo ocurre lo mismo: somos siete sobre el escenario, el volumen es una barbaridad, y la gente está tocando cosas que no tienen ningún sentido para mí; a veces ni siquiera tienen relación con la canción que he escrito o con la forma en que quiero cantarla. Pero aun así me emociona demasiado como para ignorarlo. Creo que por eso los discos y los directos de Destroyer son muy desordenados.

— Más en un contexto en que los shows en director están muy construidos, muy medidos, muy cerrados… Es interesante dejar espacio para que las canciones cambien mientras se tocan en directo, cuando conectáis con el público o entre los propios músicos, ¿no?
— Sí. Es lo único que conozco. Y requiere mucha confianza entre la banda y yo, pero confío completamente en ellos en ese terreno. Además, me viene bien: creo que es positivo que haya cierto antagonismo con las canciones. La música que ellos hacen aporta justamente eso. Es la manera que tengo de saber que las canciones son fuertes, porque pueden contraatacar.

— En Hydroplaning Off the Edge of the World usas un loop de voces que permite que sea tu línea de voz principal la que guíe la canción. ¿Cómo construiste ese equilibrio entre la circularidad musical, los coros y tu voz marcando el camino de la canción?
— Lo que quería era algo muy simple melódicamente, pero fuerte, con mucho impulso, donde la estructura fuese tan clara que me permitiera improvisar un discurso encima. Y ese discurso tenía que ser central. He hecho antes cosas de spoken word o formas de hablar dentro de la música, pero no mucho, y nunca de una manera tan personal.

Esa canción llegó después de un periodo largo sin escribir nada, incluso sin saber si volvería a hacerlo. Y, de repente, fue como si se abriera una grieta en una presa y saliera toda el agua. Quería que la canción no fuese solo un texto hablado, sino que tuviera un sonido pop.

— Quería preguntarte por la textura de tu voz, que cambia de una canción a otra. Da la sensación de que es una decisión muy importante para ti, igual que la textura instrumental. ¿Cómo tomas esas decisiones y cómo se traducen luego al directo, donde imagino que es más complicado?
— ¡Es imposible hacerlo igual en directo! Canto completamente distinto. Soy esquizofrénico. Cuando canto en directo, pienso sobre todo en John Lydon, de Public Image y los Sex Pistols. Cuando canto en el estudio, cuando compongo y grabo, pienso en Billie Holiday. Y entre esos dos estilos hay un mundo.

En el estudio canto muy bajo; quiero que sea lo más íntimo posible, aunque a veces la música vaya en una dirección que imposibilite esa intimidad. Pero al menos con la voz mantengo ese compromiso. En el escenario es otra cosa: estoy en modo ataque. Es una guerra.

— Habitualmente, los grupos no toman tantas decisiones sobre la voz y su textura, como si fuera un instrumento más. En Destroyer es central.
— Sí. Y ha ido cambiando a medida que he envejecido. Espero que mi voz también haya cambiado; ahora tengo más control sobre ella. Al menos en Norteamérica, no estamos acostumbrados a escuchar voces de 53 años.

Cuando empecé Destroyer, la voz era sobre todo una forma de entregar mis textos encima de la música. Pero en los últimos 15 años eso ha cambiado bastante: ahora es mucho más importante que la voz forme parte del ambiente musical, que ocupe los mismos espacios que el resto del sonido, y no algo que está por encima, incluso aunque las palabras sean importantes para mí y quiera que se oigan —porque es lo primero que escribo. Aun así, es crucial que mi voz sea parte de la música.

— Con Dan’s Boogie vuelves a un camino que ya habías recorrido, o quizá abres uno nuevo dentro de tu música. Pero como ya te has reinventado varias veces, ¿qué distancia sientes entre este trabajo y el resto de tu discografía, especialmente el material más antiguo?
— A veces me cuesta cantar canciones de hace 25 años. Creo que son buenas; quizá incluso mejores que lo que hago ahora, quién sabe. Pero… no siempre se sienten bien en mi boca ahora. Por ejemplo, a veces siento que la escritura es demasiado consciente de sí misma, de una forma un poco grandilocuente que me gusta, pero ya no me resulta natural al cantar.

Otras veces, simplemente hay demasiadas palabras y mis pulmones viejos se cansan. Cuando era joven escribía muchísimas palabras. Había más notas, muchos más acordes y más movimiento melódico, y ahora eso no me interesa tanto. Quizá vuelva a interesarme algún día, pero las canciones se han vuelto más minimalistas en muchos sentidos.

Aun así, es interesante revisitar ese material cuando la banda se reúne cada dos o tres años y probamos una o dos canciones antiguas. Siempre son muy divertidas; tienen mucha energía.
Y cuando toco solo con guitarra acústica —que lo hago bastante en Norteamérica—, suelo interpretar canciones antiguas y, por alguna razón, ignoro muchas de las nuevas. Cuando estoy con la guitarra, las canciones viejas empiezan a tener más sentido para mí.

— Como estás redefiniendo tu música y tus intereses constantemente, tiene que haber un choque de identidad en tener todo ese repertorio: volver a él, abandonarlo, tomar distancia no solo de las canciones, sino también de quién eras cuando las escribiste. ¿Es así?
— A estas alturas… grabé el primer disco de Destroyer hace 30 años. Y en este arte —si es que es un arte, este invento del rock— se supone que debes centrarte en lo que hiciste a los 25. Ese es el negocio. Eso es lo que hace la gente: 20 años después salen de gira tocando el primer álbum que adora todo el mundo. Y todo se convierte en nostalgia.

Eso yo no puedo hacerlo. Tengo que hacer un disco nuevo cada tres años, tocar esas canciones, y luego tocar algunas de las viejas y ver qué pasa. Pero no creo que haga falta ser artista para sentir que es extraño ser definido por quien eras a los 25 cuando tienes 55. No tiene sentido para ningún ser humano, porque todos vivimos vidas. No entiendo por qué no resulta más raro que las bandas sigan cantando sus canciones más antiguas.

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