VALÈNCIA. El Palau de les Arts acogió el pasado miércoles un estreno operístico al que fui invitado y que me sedujo de principio a fin. Enemigo del pueblo, obra compuesta y dirigida por Francisco Coll, sobre la base de la obra teatral de Henrik Ibsen Un enemigo del pueblo.
En esto del bel canto no dejo de ser un modesto aficionado que asiste a las representaciones sin más pretensiones que la de dejar libertad plena a sus sentidos para que sean ellos los que decidan. Me falta conocimiento y lenguaje para verbalizar todo lo que son capaces de hacerme sentir ciertas representaciones y puestas en escena.
En el caso del arte, terreno al que he dedicado más tiempo, atención y estudio, sí que he llegado a aproximarme a ese tipo de conocimiento que te permite entrar en matices y disquisiciones, aunque siempre con humildad, pues el gran aprendizaje que te deja este itinerario es que siempre hay más misterios por desvelar que dogmas a los que abrazarse.
Con la ópera, como digo, me dejo llevar y mi juicio crítico se queda en el plano puramente emocional, teniendo en cuanta, además, que es la manifestación artística más compleja a la que asistir y que en su apreciación de conjunto, todo importa, la partitura, la orquesta, la adaptación, la dirección, las voces, la dramatización, la escenografía, los coros (si los hay), la danza (si concurre), la iluminación y el propio teatro o espacio en el que se representa la obra. Percibir todo ello constituye un considerable esfuerzo para el espectador y, quizá por ello, hace tiempo que decidí enfrentarme a esta experiencia apabullante lo más relajado y sereno que me fuera posible, en estado de desnudez intelectual.
Coll ha ideado una música cargada de sentido y expresividad, que sienta al drama de Ibsen tan entallada como un traje a medida del mejor sastre de Savile Row.
Lo que experimentó mi cuerpo, completamente envuelto por la cascada musical que fluía de la batuta del joven y portentoso maestro valenciano, fue una sensación de arrebato, de ensimismamiento, al que se fue acostumbrando poco a poco hasta percibir un claro acoplamiento entre el vendaval sonoro que surgía del foso y el discurrir de la representación cantada que acontecía en el escenario. El interés por la historia llegó al instante y esa simbiosis de todos los elementos que se combinaban, no sólo la música, la interpretación de los actores, la extraordinaria evolución de la luz, que marcaba los tiempos de los sucesos narrados, la sencillez de una escena, que siendo única se transformaba a cada instante, encajó a la perfección.
El relato captó toda mi atención y me sentí muy próximo a Coll entendiendo su elección y asombrándome de su magistral destreza para ensalzar lo que por sí solo es un drama impactante hasta convertirlo en algo superior, en una enseñanza moral perdurable.
Ibsen nos advierte de un riesgo que planea constantemente sobre las testas de toda comunidad humana: que la aceptación colectiva de una mentira puede constituir una elección preferible a la de una verdad incómoda, aunque ello implique injuriar, humillar y condenar a quien trata de que prevalezca la verdad.
La elección de Barrabás es más habitual de lo que imaginamos.
Coll elige la obra de Ibsen porque además de ver en ella un drama muy apropiado para su adaptación al formato operístico, su moraleja le seduce. Quizá intuya que son más los susceptibles de formar parte del coro que acusa al Dr. Stockmann que los que estén dispuestos a defender como él esa verdad que a casi nadie le interesa escuchar.
El planteamiento nos sitúa frente al espejo como sociedad. En democracia las decisiones colectivas se construyen dentro de un proceso y lo que puede convertir a la democracia en el menos malos de los sistemas es que ese proceso no se vea enturbiado, alterado o corrompido, de manera que posibilite encaminarlo hacia ese terreno en el que nos resulta más cómodo eludir la realidad. Individualmente es fácil que nos dejemos llevar por aquello que entendemos que nos puede proporcionar un provecho personal inmediato, aunque nos pueda deparar consecuencias colectivas graves (y al final, también individuales). El “ande yo caliente” es una actitud muy humana, incluso aunque perjudique a otros. Apartar la mirada de aquello que nos incomoda y no dedicar ni la más mínima reflexión a cómo mi conducta, activa o pasiva, puede contribuir a que esa situación, muchas veces injusta, subsista es harto frecuente.
Pero lo verdaderamente relevante es que cuando intervenimos como parte de la construcción de las decisiones colectivas el proceso de su formación esté revestido de las garantías que preserven el principio de responsabilidad social sin trampas ni manipulaciones.
Vivimos en la época de la posverdad, de la imposición del relato, del derribo de los contrapoderes, del debilitamiento de las instituciones garantes de la observancia de las reglas formales, de la transparencia, de la interdicción de la arbitrariedad y de la moralidad pública y de su control.
El enemigo del pueblo es el propio pueblo si permanece inerte y no reacciona ante esta corriente que nos puede hacer retroceder enormemente en el tiempo. Coll lo ha visto y ha hecho eso que solo los grandes creadores comprometidos con su tiempo saben hacer, envolverlo en la solemnidad de una composición magistral para llamar nuestra atención.